Un cine en serie, con calidad de obra de autor, para una
industria boyante: El susto (¡qué injusta
traducción!) o un thriller brillante con la psiquiatría de por medio.
Título original: Shock
Año: 1946
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred L. Werker
Guion: Albert DeMond, Eugene
Ling, Martin Berkeley
Música: David Buttolph
Fotografía: Joseph MacDonald,
Glen MacWilliams (B&W)
Reparto: Vincent Price, Lynn Bari,
Frank Latimore, Anabel Shaw, Stephen Dunne, Charles Trowbridge, Reed Hadley,
Ruth Clifford, Selmer
Jackson, Renee Carson, George E. Stone, John Davidson, Ruth Nelson,
Charles Tannen, Robert Adler,
Claire Richards.
Hubo una vez una
industria cinematográfica que devoraba sus propias criaturas y volvía
infernales los ritmos de producción para satisfacer un mercado exclusivamente interior
que había hecho del Séptimo Arte el Primero de todos. Diríase que casi no había
ni tiempo para pensar cómo hacer las cosas, sino que, por medio del método “prueba
y error”, se rodaba a medias improvisando y del todo acertando, dada la
inspiración narrativa de tantísimos directores como habían de “facturar” sus
obras a la velocidad del rayo para abastecer esas salas en las que se consumía
ávidamente el producto. Por eso hablamos de los “artesanos” del cine,
directores que, como el caso de Alfred L. Werker, no figuran en la selecta
nómina de los grandes directores de todos los tiempos, que los pocos lectores
de este Ojo se saben de memoria.
Artesanos, sin embargo, a los que hay que ir reivindicando poco a poco, porque
no solo fueron capaces de realizar obras como la última de Werker que critiqué
aquí, Lost boundaries, sino porque en
cualquier género en el que se metieran sabían encontrar una manera personal de
enfocar la historia para darle un nuevo aliciente a los espectadores. El susto, ¡qué desgracia de título en
castellano!, es una película que remite, en parte a La ventana indiscreta, pero que toma la deriva de una trama
psiquiátrica, muy del gusto de la época, porque el psicoanálisis se pone realmente
de moda en Nueva York a partir de la década de los 30, a través de la cual se
generará un suspense que Werker sabe guiar con buen tino hasta el desenlace
final, al que nos vamos aproximando poco a poco, a medida que el asesino, cuya
identidad se conoce desde las primeras secuencias de la película, se va
sintiendo acorralado. La mujer de un militar ha quedado en un hotel de Nueva
York para reunirse con su marido tras dos años de separación y tras haber sido
dado por muerto equivocadamente. Llega al hotel, se instala y cuando sale al
balcón observa una discusión matrimonial en un balcón próximo al suyo de un ala
del edificio, discusión que sube de tono y que acaba con el marido, Vincent
Price, golpeando mortalmente con un candelabro a su mujer. Más tarde, llega el
marido, feliz por poder reunirse con su esposa, sube al cuarto, llama para
anunciarse, pero no le abren. Como había pedido la segunda llave, abre y se
encentra a su mujer sentada en el sofá, inmóvil, frente al balcón abierto de
par en par prisionera de un shock
que la mantiene con los ojos abiertos y
en estado de alarmante rigidez. Llega un doctor de urgencia y decide que es un
caso del que solo puede encargarse un psiquiatra y le recomienda al mejor
especialista de la ciudad, director de un sanatorio renombrado. Cuando los
espectadores ven entrar por la puerta a Vincent Price, el asesino, y ahora el
psiquiatra que ha de “recuperar” a la enferma del shock que la tiene en estado
catatónico, comienza a pensar que estamos ante una maldad del destino, que se
encarga de colaborar para que el mal triunfe y el asesino tenga a su disposición
médica a la única persona que podría reconocerlo, porque, tras acercarse al
balcón, le bastan unos segundos para conocer el origen del shock traumático de
la paciente: que ha contemplado la escena del asesinato de su esposa. Decide
internarla en su propio sanatorio y, a partir de ahí, el estrés del enamorado
marido será la corea de transmisión del suspense a todos los espectadores. Poco
a poco vamos conociendo la vida del doctor, en la que destaca su relación adúltera
con la enfermera jefa del sanatorio que lo empujó a divorciarse por la “vía rápida”,
así como su carácter débil y su psicología de hombre sumiso que suele
compensarla, la sumisión, con estallidos de ira que lo llevan al asesinato. La
película, como parte de la industria de aquellos años, duraba un suspiro, 70
minutos, de modo que pudieran verse en sesión doble (¡Ah, las maratonianas sesiones
dobles de mi adolescencia y de mi juventud!, que duraron hasta que se fueron
extinguiendo los cines que las programaban…) dos películas, usualmente de la
categoría de la presente. Se trata del primer papel protagonista absoluto de
Vincent Price, y eso le concede a la película un plus de interés que ningún
aficionado al cine puede dejar pasar. Podemos observar, además, su gran
versatilidad, porque, aunque condicionado por el crimen y sintiéndose todo el
rato desde que lo comete en peligro, sabe conducirse socialmente de un modo
irreprochable que jamás de los jamases despertaría sospechas ni en sus próximos
ni en sus lejanos. La película evoluciona francamente bien, con un sentido del
timing estupendo y con algunos giros en la trama que permiten hacer avanzar la
acción, como la segunda opinión de otro psiquiatra que solicita el marido, el
lento despertar de la mujer del shock traumático o la irrupción de la policía
en una investigación a partir del descubrimiento del cadáver y de la autopsia
que el psiquiatra no puede negarse a que le practiquen. El blanco y negro muy
contrastado, la casa del psiquiatra con una entrada y un techo bajísimo en la
primera planta por la que Price se mueve
incluso con dificultad, lo cual genera una sensación de agobio mayúsculo, el
blanco helador del sanatorio, y la inquisición policial tan dura como cortés
son elementos, así a bote pronto, que, junto a la angustia creciente del
marido, a quien Price intenta convencer de que el hecho de que la mujer lo
reconozca como el asesino, una vez vuelta en sí, es un delirio, una creación de
su mente enferma, contribuyen a crear un clima auténtico de cine negro del
mejor, sobre todo porque se consigue con todas las cartas a la vista del
espectador, sin recurrir a esos ases escondidos que resuelven los casos casi
milagrosamente. Puede hablarse incluso de una cierta denuncia del poder casi
omnímodo que la psiquiatría tiene sobre las personas que, por una u otra razón,
son “convertidas” en enfermas mentales, algo que formalizaría un par de añas
después de El susto, Nïdo de víboras, de Anatole Litvak, ya
comentada muy favorablemente en este Ojo.
En rsumen, una película dignísima con suficientes alicientes como para no
perdérsela.
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