La confusión entre la aceleración andariega y el ritmo
narrativo: El reino o una deliberadamente
confusa trama de corrupción que tanto monta monta tanto el partido al que se
retrate.
Título original: El reino
Año: 2018
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: Rodrigo Sorogoyen
Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen
Música: Olivier Arson
Fotografía: Álex de Pablo
Reparto: Antonio de la Torre,
Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Mónica López, Bárbara Lennie, Luis Zahera,
Francisco Reyes II, María de
Nati, Paco Revilla, Sonia Almarcha, David Lorente, Andrés Lima,
Óscar de la Fuente, Laia Manzanares,
Max Marieges.
Es curioso. Veo con mi Conjunta la película y, al
salir, ella ha visto en la película un retrato del PP y yo del PSOE. ¿Cómo es
posible esa diferencia de percepciones si se supone que los personajes han de
ser fácilmente identificables? ¿La ambigüedad del mensaje de la película busca
esa indefinición “exterminadora”? ¿Lo que se nos quiere decir, tal y como se
deduce de la fábula, es que del Rey abajo, ninguno… está fuera de las garras
antidemocráticas de la corrupción; que no hay esperanza posible para la
regeneración del sistema, que todos, cada uno en la medida de su singularidad,
somos piezas del engranaje fatal con el que colaboramos por activa o por
pasiva? La película, después de un bello fotograma estático de la soledad de un
personaje frente al mar, que bien podía ser el arranque de una película como La
gran belleza, de Sorrentino, da paso a una frenética carrera de ese mismo personaje hasta el
corazón de una “mariscada” de partido en la que se celebran adulaciones y
traiciones por igual, y que hace presagiar el mundo por de dentro de una
actividad, la política española, con más zonas de sombra que una película
expresionista. La comilona retrata muy por encima a militantes destacados de un
partido que pronto se verá acosado por revelaciones judiciales de tramas
delictivas que afectarán a unos y no a otros, acusaciones que acabarán con unas y no con otras carreras,
dejando a esos responsables en la calle o en la cárcel, y menoscabados social y
profesionalmente. El protagonista encarnado por Antonio de Latorre, quien,
francamente, no da en ningún momento el papel de político seductor capaz de
promocionarse a los primeros puestos de la política a nivel autonómico y/o estatal,
salvo que pertenezca a un partido imaginario en el que no se valoren otras virtudes
políticas que las del servilismo, el silencio debido y el sacrificio propio en
casa de necesidad en pro de la jefatura máxima, acorralado por un caso típico
de corrupción de los cientos de ellos que han aparecido en las filas del PP y
del PSOE en los últimos tiempos, sea la Púnica, sean los Eres, sean los lejanos
de Naseiro o de FILESA; el protagonista, digo, inicia una carrera
contra reloj para intentar salvar el cuello y no acabar entre rejas un buen
periodo de años. Para ello se vale de lo único que sirve en estos casos:
encontrar las pruebas inequívocas e irrefutables que incriminen a los máximos
responsables para negociar con ellos desde una posición de fuerza. En ese
proceso, filmado con todo lujo de planos, desde los primerísimos que captan
apenas un cuarto de rostro de los interlocutores, hasta los panorámicos que nos
ofrecen los casposos retratos de grupo con señora, pasando por los exteriores
usados al servicio siempre de una narración en que, repito, el ritmo se confunde con la
ansiedad del protagonista, la cual no añade nada al ritmo narrativo, sino angustia que transfiere al espectador, que son dos
cosas distintas. En ese proceso de desesperación y de búsqueda de la salvación
del propio cuello, hay serios errores de guion que nos abocan a escenas
sobradamente próximas al ridículo, como el “allanamiento” de morada del jefe en
Andorra, la secuencia del accidente “programado” con la previsión de un
desenlace del mismo y, finalmente, una entrevista televisiva cuya ingenuidad roza
la vergüenza ajena, a fuer de simplista. Dicho de otro modo, esta crítica no
la tendría que hacer yo, sino alguno de los corruptos que se reirían de la
trama e irían señalando los disparates narrativos en que se incurre. No le voy
a negar un interés sustancial a la película, por su honesta aunque ingenua
aproximación al tema de la corrupción, pero quien haya visto cine político como
Z de Costa-Gavras, Tempestad
sobre Whashington, de Preminger, El
mensajero del miedo, de Frankenheimer, Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha, de Petri o Borrachera de poder, de Chabrol, percibirá
enseguida las enormes distancias que hay del film de Sorogoyen a estas muestras
escogidas. A mi modesto entender, sin desmentir el realismo de la película, sí
que acuso cierto grado de falta de verosimilitud en muchos momentos de la
película, empezando, ya lo dije antes, por la inadecuación del propio Latorre
para encarnar al político corrupto. En todo momento he tenido la sensación de
que estaba ante una parodia del protagonista de El crack I y II, ambas
extraordinarias y bastante más eficaces como “cine político combativo” que la
que nos ocupa. He echado en falta una mayor claridad de la trama e incluso un
mejor registro del sonido, porque no son pocas las escenas en que cuesta, como
en la de la pelea matrimonial del protagonista con su esposa antes de que se
vaya a Canadá, sacar algo en claro de los gritos que desconfiguran la recepción
del sentido de lo que se grita. ¡A lo mejor este neorrealismo gritón necesitaría
los subtítulos de Roma…! Sí, la escasa entidad humana y social de los
protagonistas de esta fábula se adecuan, sin duda alguna, a la realidad, más
aún habiendo oído las cintas de conversaciones como la del Bigotes y Camps, por
ejemplo, en la rama valenciana de la Gürtel, pero hay algo de forzada impostura
en esas caricaturas que anula, en parte, su efecto real, como ocurre con la
escena del robo de los papeles comprometedores del jefe del protagonista. Son,
lamento decirlo, obstáculos insuperables para “asentir” a lo que se ve, que nos
exige demasiadas renuncias a lo verosímil para seguir el desarrollo de la
trama. Es imposible que un corrupto mantenga la dignidad que no tiene, pero también
lo es construir un carácter desde su ausencia, que es de lo que se resiente el
antihéroe que nos sirve de Virgilio en este descenso al infierno cutre de la
corrupción. La película nos deja, en efecto, en manos de nadie, casi a
disposición del primero que pase arremetiendo contra todo el sistema y
prometiendo orden y mano dura…, tan desolador es el mensaje que nos transmite.
Sí, la corrupción es un cáncer de la democracia; pero no son todos los que
están y las instituciones funcionan, como la Justicia, aun dentro de
limitaciones evidentes, algo que de ninguna manera se recoge en el desnudamiento final de la
película, y contra las que se insinúa la condición de juez en excedencia del
candidato a la jefatura del partido de la corrupción. Es complejo abordar
incluso lo más tosco, soez y vil de nuestra política, como la corrupción, pero,
aun con todo, me paree que, como diría
Andreotti, manca finezza en el
tratamiento de ella que nos ofrece esta meritoria película de Sorogoyen, que ha sabido respetar con gran acierto la puesta en escena de la opacidad tenuemente iluminada de las esferas del Poder.
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