El complejo universo de las relaciones personales en el
seno familiar y un relato de aprendizaje: El poni rojo o la escuela de
la humildad.
Título original: The Red Pony
Año: 1949
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Milestone
Guion: John Steinbeck (Relato: John Steinbeck)
Música: Aaron Copland
Fotografía: Tony Gaudio
Reparto: Myrna Loy, Robert Mitchum, Louis Calhern, Shepperd Strudwick,
Peter Miles, Margaret Hamilton, Patty King, Jackie Jackson, Beau Bridges.
La afición al cine requeriría un adelanto que los científicos
aún están lejos de conseguir: que pudiéramos disponer de varias vidas para «asomarnos»
a la ingente cantidad de películas rodadas desde que salieron los obreros de la
fábrica…Es difícil hacer números -más que a un gobierno incompetente recontar
los muertos de una pandemia- y saber de qué Amazonia inexplorada estamos
hablando, pero basta asomarse a YouTube, requerir las silent movies de rigor
y abrirse ante nuestros ojos codiciosos un vastísimo piélago inacabable lleno de
islas maravillosas…, como la Genuine.A tale of a Vampire, de Robert
Wiene, o Dante’s Inferno, de Henry Otto, recién vistas…
Viene el prohemio a cuenta de una película de Lewis
Milestone sobre un relato de Steinbeck
que no había leído, El poni rojo. Steinbeck es un autor
afortunado en el cine, porque de sus obras se han hecho verdaderas obras de
arte, como Las uvas de la ira, de John Ford, sin ir más lejos, o Al este
del Edén, de Elia Kazan, de ahí el lógico
interés con que, con ritual de grandes estrenos, nos dispusimos a ver la película.
En la órbita moral de La perla , pero sin tanta
crudeza como en esta -la dureza de la vida es la primera maestra de las
personas-, la narración aborda la discreta
vida familiar en un rancho en el que las nítidas posiciones de cada cual, no
siempre deseadas, se cruzan en un diabólico laberinto de intolerancias que
acaban descomponiendo la falsa armonía familiar. Pero esto es, en la película,
algo así como una corriente subterránea que se ve como una trama paralela a la
anécdota principal: el regalo de un poni que recibe el hijo de los
propietarios, admirador incondicional del cow-boy que trabaja para la
familia, un enigmático Robert Mitchum que borda su papel de especialista en
caballos.
La película comienza con unas imágenes que parecen idílicas
y que recuerdan La noche del cazador, de Laughton, quien debió de ver en
su día, con más que mucha atención, esta película. Un gallo que saluda al día, un búho atento,
un conejo despistado y un perro que sale de su caseta. El conejo se mueve, el
búho, que lo observa atentamente, despliega sus caudalosas alas y se pierde
tras la loma detrás del conejo, de quien se oye su último y agudo chillido,
momento en el que el perro se vuelve a meter en su caseta con un quejoso
gañido. Y para quien sabe «leer» las imágenes en esa escasa ambuesta de ellas
se contiene toda la película. Y, en efecto, seguirá esa línea narrativa sin
apartarse ni un jeme.
Criarse en un rancho, por más que los padres le recuerden a
un niño que el futuro está en la escuela
y en los libros y junto a otros niños como él con quienes socializará a través
del enfrentamiento, el placer y la humillación, no es cosa fácil: son tantos
los atractivos de la vida «natural» frente a la «abstracción» del trabajo intelectual que, al
final, hasta los padres claudican y deciden, con buen criterio, que el niño
aprenderá lecciones inolvidables en su estrecho acercamiento a la vida animal.
La llegada del abuelo, un viejo «veterano» de la conquista del
oeste, que repite hasta la saciedad una y mil veces las mismas aventuras, para
desquiciamiento del yerno, pero no del nieto, introduce un factor de
incomprensión entre los cónyuges que regentan el rancho y que llevará, incluso,
a su separación física, una de esas habituales crisis matrimoniales en las que
lo que se le plantea al marido es saber cuál e su lugar en el mundo y si quiere
lo que tiene en vez de tener lo que no sabe si quiere. No es un conflicto
trivial, y los actores, con una Mirna Loy excesivamente hierática y matriarcal
y un secundario eficaz como Shepperd Strudwick excesivamente pasivo ante la
usurpación inconsciente de su figura paterna por parte del cowboy que
les lleva el rancho.
Enseguida, no obstante, la trama se centra en la relación
del niño con el poni que le regalan y las muy serias dificultades que encuentra
para poder «docilitarlo» y poder exhibirse con él para envidia de sus
compañeros de escuela, entre los que se encuentra un diminuto Beau Bridges, en
su primera aparición, si no estoy mal informado, en la pantalla grande. No es
fácil conseguir que los caballos, sean ponis o grandes, te obedezcan. Si el
animal, además, por una imprudencia, pasa la noche de tormenta bajo la lluvia
fuera del establo, la cosa se complica seriamente, y ese proceso biológico de
la enfermedad del poni va a determinar el devenir de la trama. Me abstengo,
pues, de insistir sobre ella, sobre todo porque los diferentes giros
argumentales que nos ofrece la narración, manteniendo siempre nuestro interés
es uno de los alicientes de la película.
Cinematográficamente, está claro que el principal punto
fuerte de la película es el uso del color, ¡exquisito! Si a la calidad del
color le acompaña una iluminación soberbia, tenemos una fotografía que le da un
relieve extraordinario a los planos. Un rancho puede parecer un marco imitado,
pero Milestone sabe sacar petróleo de los diferentes escenarios: las cuadras,
la cocina-comedor, el porche, el camino de la escuela, la propia escuela, en la
que hay una secuencia extraordinaria con otra secundaria de lujo como maestra: Margaret
Hamilton, de inolvidable aparición, entre otras, en El mago de Oz, como la «Malvada
bruja del Oeste». Todas las interpretaciones, incluida la del debutante Peter Miles,
cuyo nombre artístico, Miles, se lo puso en honor del Director, redondean una
película que no es lo que parece y que parece siempre lo que los buenos veedores
saben identificar como sustantivo.
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