domingo, 19 de julio de 2020

«El poni rojo», de Lewis Milestone sobre un relato de Steinbeck, con guion de este.



El complejo universo de las relaciones personales en el seno familiar y un relato de aprendizaje: El poni rojo o la escuela de la humildad.


Título original: The Red Pony
Año: 1949
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Milestone
Guion: John Steinbeck (Relato: John Steinbeck)
Música: Aaron Copland
Fotografía: Tony Gaudio
Reparto: Myrna Loy, Robert Mitchum, Louis Calhern, Shepperd Strudwick, Peter Miles, Margaret Hamilton, Patty King, Jackie Jackson, Beau Bridges.

         La afición al cine requeriría un adelanto que los científicos aún están lejos de conseguir: que pudiéramos disponer de varias vidas para «asomarnos» a la ingente cantidad de películas rodadas desde que salieron los obreros de la fábrica…Es difícil hacer números -más que a un gobierno incompetente recontar los muertos de una pandemia- y saber de qué Amazonia inexplorada estamos hablando, pero basta asomarse a YouTube, requerir las silent movies de rigor y abrirse ante nuestros ojos codiciosos un vastísimo piélago inacabable lleno de islas maravillosas…, como la Genuine.A tale of a Vampire, de Robert Wiene, o Dante’s Inferno, de Henry Otto, recién vistas…                      
         Viene el prohemio a cuenta de una película de Lewis Milestone sobre un relato de Steinbeck  que no había leído, El poni rojo. Steinbeck es un autor afortunado en el cine, porque de sus obras se han hecho verdaderas obras de arte, como Las uvas de la ira, de John Ford, sin ir más lejos, o Al este del Edén, de Elia  Kazan, de ahí el lógico interés con que, con ritual de grandes estrenos, nos dispusimos a ver la película.
         En la órbita moral de La perla , pero sin tanta crudeza como en esta -la dureza de la vida es la primera maestra de las personas-, la narración  aborda la discreta vida familiar en un rancho en el que las nítidas posiciones de cada cual, no siempre deseadas, se cruzan en un diabólico laberinto de intolerancias que acaban descomponiendo la falsa armonía familiar. Pero esto es, en la película, algo así como una corriente subterránea que se ve como una trama paralela a la anécdota principal: el regalo de un poni que recibe el hijo de los propietarios, admirador incondicional del cow-boy que trabaja para la familia, un enigmático Robert Mitchum que borda su papel de especialista en caballos.
         La película comienza con unas imágenes que parecen idílicas y que recuerdan La noche del cazador, de Laughton, quien debió de ver en su día, con más que mucha atención, esta película.  Un gallo que saluda al día, un búho atento, un conejo despistado y un perro que sale de su caseta. El conejo se mueve, el búho, que lo observa atentamente, despliega sus caudalosas alas y se pierde tras la loma detrás del conejo, de quien se oye su último y agudo chillido, momento en el que el perro se vuelve a meter en su caseta con un quejoso gañido. Y para quien sabe «leer» las imágenes en esa escasa ambuesta de ellas se contiene toda la película. Y, en efecto, seguirá esa línea narrativa sin apartarse ni un jeme.
         Criarse en un rancho, por más que los padres le recuerden a un  niño que el futuro está en la escuela y en los libros y junto a otros niños como él con quienes socializará a través del enfrentamiento, el placer y la humillación, no es cosa fácil: son tantos los atractivos de la vida «natural» frente a la  «abstracción» del trabajo intelectual que, al final, hasta los padres claudican y deciden, con buen criterio, que el niño aprenderá lecciones inolvidables en su estrecho acercamiento a la vida animal.
         La llegada del abuelo, un viejo «veterano» de la conquista del oeste, que repite hasta la saciedad una y mil veces las mismas aventuras, para desquiciamiento del yerno, pero no del nieto, introduce un factor de incomprensión entre los cónyuges que regentan el rancho y que llevará, incluso, a su separación física, una de esas habituales crisis matrimoniales en las que lo que se le plantea al marido es saber cuál e su lugar en el mundo y si quiere lo que tiene en vez de tener lo que no sabe si quiere. No es un conflicto trivial, y los actores, con una Mirna Loy excesivamente hierática y matriarcal y un secundario eficaz como Shepperd Strudwick excesivamente pasivo ante la usurpación inconsciente de su figura paterna por parte del cowboy que les lleva el rancho.
         Enseguida, no obstante, la trama se centra en la relación del niño con el poni que le regalan y las muy serias dificultades que encuentra para poder «docilitarlo» y poder exhibirse con él para envidia de sus compañeros de escuela, entre los que se encuentra un diminuto Beau Bridges, en su primera aparición, si no estoy mal informado, en la pantalla grande. No es fácil conseguir que los caballos, sean ponis o grandes, te obedezcan. Si el animal, además, por una imprudencia, pasa la noche de tormenta bajo la lluvia fuera del establo, la cosa se complica seriamente, y ese proceso biológico de la enfermedad del poni va a determinar el devenir de la trama. Me abstengo, pues, de insistir sobre ella, sobre todo porque los diferentes giros argumentales que nos ofrece la narración, manteniendo siempre nuestro interés es uno de los alicientes de la película.
         Cinematográficamente, está claro que el principal punto fuerte de la película es el uso del color, ¡exquisito! Si a la calidad del color le acompaña una iluminación soberbia, tenemos una fotografía que le da un relieve extraordinario a los planos. Un rancho puede parecer un marco imitado, pero Milestone sabe sacar petróleo de los diferentes escenarios: las cuadras, la cocina-comedor, el porche, el camino de la escuela, la propia escuela, en la que hay una secuencia extraordinaria con otra secundaria de lujo como maestra: Margaret Hamilton, de inolvidable aparición, entre otras, en El mago de Oz, como la «Malvada bruja del Oeste». Todas las interpretaciones, incluida la del debutante Peter Miles, cuyo nombre artístico, Miles, se lo puso en honor del Director, redondean una película que no es lo que parece y que parece siempre lo que los buenos veedores saben identificar como sustantivo.

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