Una película con prólogo o la fría crónica de una adicción
erótica tan patológica como glacial.
Título original: Welcome to New York
Año: 2014
Duración: 124 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Abel Ferrara
Guion: Abel Ferrara, Christ Zois
Fotografía: Ken Kelsch
Reparto: Gérard Depardieu, Jacqueline Bisset, Eddy Challita, John
Patrick Barry, Drena De Niro, Amy Ferguson, Paul Calderon, Ronald Guttman, Anh
Duong, Anna Lakomy.
Se nos avisa por ce y por be que la película en modo alguno
responde a la realidad concreta de nadie, y, para desmentirlo, se abre con una
entrevista a Depardieu, quien explica cuál es su método de actuación para «interpretar»
a un político a quien desprecia, como a todos. Hecha la salvaguarda de su
honorabilidad, para que no se malinterprete que haya ni una mínima sintonía con
el personaje, ni siquiera una complacencia con su comportamiento, arranca una
película que bien podríamos considerar entre psicológica y sociológica, según
atendamos a la patología de la adicción al sexo del personaje o a la dimensión política
del mismo y su desempeño como alto funcionario de un organismo internacional.
La película pasó del estreno en el festival de Cannes al visionado
doméstico, sin comparecer en las salas de cine. Habrá que ir pensando, pues, en
advertir que el doble circuito ha quedado ya definitivamente establecido y que
es muy posible que uno de acabe comiendo al otro. Adivinen cuál a cuál…
Hasta confirmar que se trata del caso de Strauss-Kahn, todo
parece indicar que estamos en presencia de un banquero mafioso adicto al sexo, quien
«agasaja» a sus invitados con los servicios sexuales «in situ» de jóvenes
contratadas para ese menester, como ocurre en una escena grotesca y chusca con
unos invitados franceses que intentan cerrar un acuerdo sin ceder a la tentación
del sexo gratis que les ofrece el Director.
El hombre viaja a Nueva York desde Washington y se instala
en un hotel en el que le tienen preparada una orgía sexual que se celebra
siguiendo los aburridos cánones de este tipo de acontecimientos, cuyo lado más
cutre y zafio tuvimos ocasión de ver cuando se publicaron las fotos de las
orgías pueblerinas de Roldán y sus compinches. Aquí todo es, en apariencia, más
«fino», pero, en el fondo, igualmente cutre. Más tarde, llega una pareja de
mujeres con las que tiene un trío el personaje, insaciable y, también en
apariencia, superdotado, sobre todo teniendo en cuenta un físico que poco ayuda
a semejantes desempeños entre gimnásticos y sexuales.
La elección de Depardieu puede parecer un despropósito, y
más aún su ubérrima humanidad que se nos muestra con total desnudez, en un
ejercicio de profesionalidad interpretativa que dice mucho y bueno de él.
Vistas las fotos de Strauss-Kahn, he de confesar que la única diferencia entre
ambos es la mirada mandrilesca y salvaje del político que a Depardieu, algo más
humanizado que el político, le cuesta mucho imitar. Como se trata de un caso
real, todos los espectadores están al tanto de la historia, y pocos la habrán olvidado,
dado la repercusión que tuvo. Tras la orgía de la noche y cuando ya se disponía
a marcharse, la entrada por equivocación, creyendo que la habitación estaba vacía,
de una trabajadora del servicio de limpieza, desata el furor erótico de un
personaje que se encuentra con ella al salir desnudo de la ducha. Como no podía
ocurrir de otro modo, el cazador no ve una mujer, sino una «presa» hacia la que
se lanza flechado para obligarla a que le haga una felación. A duras penas la
mujer consigue escaparse y ahí comienza la segunda parte de la película: «el
proceso judicial».
En medio de ambas partes, y a modo de bisagra, el
protagonista se entrevista con su hija para conocer al novio de esta. El padre
lo pone en un compromiso porque lo que quiere saber es si folla bien con su
hija… Es decir, la obsesión enfermiza del sujeto forma parte intrínseca de su
naturaleza y aun en las circunstancias menos indicadas, puede dominarlo. A
partir de reacciones así, entendemos el poder de la adicción y cómo una
biografía puede estar determinado por un impulso. Aunque, en conversación con
su culta y exquisita mujer, alega que ella, y cuantos lo rodean, conocen su «enfermedad»,
la llama él, la película, por el asalto a la camarera y por otro retrospectivo
en Francia a una periodista que lo entrevista en su casa, el espectador a lo
que asiste es al despliegue de la fuerza de un macho desatado para forzar a una
hembra que se ha convertido en su presa: atávico y feroz, se nos retrata en la
película, por más que hubiera muchos amigos suyos que lucharan mediáticamente
contra ese retrato implacable que emergió de su «caso».
Estamos hablando no solo de un hombre enfermo, sino de un
político poderoso capaz de movilizar lo mejor y lo peor -contrató a un abogado
defensor de mafiosos- para escurrir el bulto de una grave acusación que hubiera
dado con él en la cárcel por mucho tiempo. No hay tal «sombra del poder»
flotando sobre los acontecimientos, sino «el poder» mismo actuando con total
impunidad hasta que un juez estima que ha habido un serio delito y actúa contra
él, con independencia de quién sea y qué cargo ostente: en aquel momento, nada
mas y nada menos que presidente del FMI.
Lo que la película sí narra con una suerte de minimalismo
casi documental, dadas las largas secuencias en que se «desnuda» al poderoso,
como la escena en que se ha de desnudar realmente para que los policías
inspeccionen con cuidado cada una de sus prendas, tras lo cual ha de volver a
vestirse, es el descenso a los infiernos de quien habitaba la gloria política
máxima, casi por encima del bien y del mal.
Hay,
aunque pueda sonar a disparate, un nexo entre el Pasolini, interpretado
por Dafoe, y este Deveroux -cuya falso nombre no engaña a nadie, como el abogado
del retratado ha demostrado al amenazar al director con un pleito por difamación-,porque,
aunque de diferente naturaleza, ambos son poderosos, uno político, el otro
cultural, y ambos hallan en su fuerte deseo sexual su final: en el caso de
Pasolini, su propia muerte; en el de Strauss-Kahn, la de su reputación. Es una
similitud accidental, porque en modo alguno puede asociarse a un intelectual
honesto como Pasolini con un crapulón salvaje como Strauss-Kahn. Trato de
advertir, sin embargo, paralelismos evidentes, porque es el mismo director
quien se acerca a ambos personajes.
La
humanidad corpórea de Depardieu es un capítulo aparte en la película, porque la
repulsión casi inmediata que siente el espectador ante la desbocada obesidad
del actor -¡quién puede olvidar su interpretación en Novecento…!-, la
aprovecha el director para con planos muy medidos y gestos como la dificultad
de ponerse unos calcetines, por ejemplo, disociar radicalmente el deseo de su
objeto y plantar ante los ojos del espectador una tesis incontrovertible: es el
poder y el dinero los que mantienen una afición que no emana, como habría de
ser lo suyo, del propio cuerpo. Eso sí, mujer que se cruza en el camino del «cazador»
es, por definición, no una mujer, sino una «presa». ¡Hasta su propia mujer,
quien, escandalizada, accede a ayudarlo, está a punto de caer en sus garras, si
no llega a ser por una reacción de dignidad última que le marca la línea
divisoria con «la bestia»!
La
parsimonia, la frialdad narrativa, la evidencia de los delitos, el abuso de
poder y la sensación permanente de que los políticos «son» una casta con un
código propio permea la película de cabo a rabo, y nos convence de la necesidad
de que la Justicia, como ocurre aquí, se erija en valladar infranqueable de
nuestros derechos. La película se limita a plantear el caso y no lo sigue hasta
el final, por ese doble retrato psicológico y sociológico que ha querido hacer
el director. Pero todos sabemos cómo acabó…
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