miércoles, 15 de julio de 2020

«Welcome to New York», de Abel Ferrara, o el descenso «ad inferos» de Strauss-Kahn…



Una película con prólogo o la fría crónica de una adicción erótica tan patológica como glacial. 

Título original: Welcome to New York
Año: 2014
Duración: 124 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Abel Ferrara
Guion: Abel Ferrara, Christ Zois
Fotografía: Ken Kelsch
Reparto: Gérard Depardieu, Jacqueline Bisset, Eddy Challita, John Patrick Barry, Drena De Niro, Amy Ferguson, Paul Calderon, Ronald Guttman, Anh Duong, Anna Lakomy.

         Se nos avisa por ce y por be que la película en modo alguno responde a la realidad concreta de nadie, y, para desmentirlo, se abre con una entrevista a Depardieu, quien explica cuál es su método de actuación para «interpretar» a un político a quien desprecia, como a todos. Hecha la salvaguarda de su honorabilidad, para que no se malinterprete que haya ni una mínima sintonía con el personaje, ni siquiera una complacencia con su comportamiento, arranca una película que bien podríamos considerar entre psicológica y sociológica, según atendamos a la patología de la adicción al sexo del personaje o a la dimensión política del mismo y su desempeño como alto funcionario de un organismo internacional.
         La película pasó del estreno en el festival de Cannes al visionado doméstico, sin comparecer en las salas de cine. Habrá que ir pensando, pues, en advertir que el doble circuito ha quedado ya definitivamente establecido y que es muy posible que uno de acabe comiendo al otro. Adivinen cuál a cuál…
         Hasta confirmar que se trata del caso de Strauss-Kahn, todo parece indicar que estamos en presencia de un banquero mafioso adicto al sexo, quien «agasaja» a sus invitados con los servicios sexuales «in situ» de jóvenes contratadas para ese menester, como ocurre en una escena grotesca y chusca con unos invitados franceses que intentan cerrar un acuerdo sin ceder a la tentación del sexo gratis que les ofrece el Director.
         El hombre viaja a Nueva York desde Washington y se instala en un hotel en el que le tienen preparada una orgía sexual que se celebra siguiendo los aburridos cánones de este tipo de acontecimientos, cuyo lado más cutre y zafio tuvimos ocasión de ver cuando se publicaron las fotos de las orgías pueblerinas de Roldán y sus compinches. Aquí todo es, en apariencia, más «fino», pero, en el fondo, igualmente cutre. Más tarde, llega una pareja de mujeres con las que tiene un trío el personaje, insaciable y, también en apariencia, superdotado, sobre todo teniendo en cuenta un físico que poco ayuda a semejantes desempeños entre gimnásticos y sexuales.
         La elección de Depardieu puede parecer un despropósito, y más aún su ubérrima humanidad que se nos muestra con total desnudez, en un ejercicio de profesionalidad interpretativa que dice mucho y bueno de él. Vistas las fotos de Strauss-Kahn, he de confesar que la única diferencia entre ambos es la mirada mandrilesca y salvaje del político que a Depardieu, algo más humanizado que el político, le cuesta mucho imitar. Como se trata de un caso real, todos los espectadores están al tanto de la historia, y pocos la habrán olvidado, dado la repercusión que tuvo. Tras la orgía de la noche y cuando ya se disponía a marcharse, la entrada por equivocación, creyendo que la habitación estaba vacía, de una trabajadora del servicio de limpieza, desata el furor erótico de un personaje que se encuentra con ella al salir desnudo de la ducha. Como no podía ocurrir de otro modo, el cazador no ve una mujer, sino una «presa» hacia la que se lanza flechado para obligarla a que le haga una felación. A duras penas la mujer consigue escaparse y ahí comienza la segunda parte de la película: «el proceso judicial».
         En medio de ambas partes, y a modo de bisagra, el protagonista se entrevista con su hija para conocer al novio de esta. El padre lo pone en un compromiso porque lo que quiere saber es si folla bien con su hija… Es decir, la obsesión enfermiza del sujeto forma parte intrínseca de su naturaleza y aun en las circunstancias menos indicadas, puede dominarlo. A partir de reacciones así, entendemos el poder de la adicción y cómo una biografía puede estar determinado por un impulso. Aunque, en conversación con su culta y exquisita mujer, alega que ella, y cuantos lo rodean, conocen su «enfermedad», la llama él, la película, por el asalto a la camarera y por otro retrospectivo en Francia a una periodista que lo entrevista en su casa, el espectador a lo que asiste es al despliegue de la fuerza de un macho desatado para forzar a una hembra que se ha convertido en su presa: atávico y feroz, se nos retrata en la película, por más que hubiera muchos amigos suyos que lucharan mediáticamente contra ese retrato implacable que emergió de su «caso».
         Estamos hablando no solo de un hombre enfermo, sino de un político poderoso capaz de movilizar lo mejor y lo peor -contrató a un abogado defensor de mafiosos- para escurrir el bulto de una grave acusación que hubiera dado con él en la cárcel por mucho tiempo. No hay tal «sombra del poder» flotando sobre los acontecimientos, sino «el poder» mismo actuando con total impunidad hasta que un juez estima que ha habido un serio delito y actúa contra él, con independencia de quién sea y qué cargo ostente: en aquel momento, nada mas y nada menos que presidente del FMI.
         Lo que la película sí narra con una suerte de minimalismo casi documental, dadas las largas secuencias en que se «desnuda» al poderoso, como la escena en que se ha de desnudar realmente para que los policías inspeccionen con cuidado cada una de sus prendas, tras lo cual ha de volver a vestirse, es el descenso a los infiernos de quien habitaba la gloria política máxima, casi por encima del bien y del mal.
Hay, aunque pueda sonar a disparate, un nexo entre el Pasolini, interpretado por Dafoe, y este Deveroux -cuya falso nombre no engaña a nadie, como el abogado del retratado ha demostrado al amenazar al director con un pleito por difamación-,porque, aunque de diferente naturaleza, ambos son poderosos, uno político, el otro cultural, y ambos hallan en su fuerte deseo sexual su final: en el caso de Pasolini, su propia muerte; en el de Strauss-Kahn, la de su reputación. Es una similitud accidental, porque en modo alguno puede asociarse a un intelectual honesto como Pasolini con un crapulón salvaje como Strauss-Kahn. Trato de advertir, sin embargo, paralelismos evidentes, porque es el mismo director quien se acerca a ambos personajes.
La humanidad corpórea de Depardieu es un capítulo aparte en la película, porque la repulsión casi inmediata que siente el espectador ante la desbocada obesidad del actor -¡quién puede olvidar su interpretación en Novecento…!-, la aprovecha el director para con planos muy medidos y gestos como la dificultad de ponerse unos calcetines, por ejemplo, disociar radicalmente el deseo de su objeto y plantar ante los ojos del espectador una tesis incontrovertible: es el poder y el dinero los que mantienen una afición que no emana, como habría de ser lo suyo, del propio cuerpo. Eso sí, mujer que se cruza en el camino del «cazador» es, por definición, no una mujer, sino una «presa». ¡Hasta su propia mujer, quien, escandalizada, accede a ayudarlo, está a punto de caer en sus garras, si no llega a ser por una reacción de dignidad última que le marca la línea divisoria con «la bestia»!
La parsimonia, la frialdad narrativa, la evidencia de los delitos, el abuso de poder y la sensación permanente de que los políticos «son» una casta con un código propio permea la película de cabo a rabo, y nos convence de la necesidad de que la Justicia, como ocurre aquí, se erija en valladar infranqueable de nuestros derechos. La película se limita a plantear el caso y no lo sigue hasta el final, por ese doble retrato psicológico y sociológico que ha querido hacer el director. Pero todos sabemos cómo acabó…

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