El gran, y poco conocido, don de Ford para la comedia…, visión
crítica del ejército incluida: un divertimento original y *escacharrante.
Título original: When Willie Comes Marching Home
Año: 1950
Duración: 82 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Richard Sale, Mary Loos (Historia: Sy Gomberg)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Leo Tover (B&W)
Reparto: Dan Dailey, Corinne Calvet, Colleen Towsend, William Demarest,
Jimmy Lydon, Lloyd Corrigan, Evely Varden, John Mitchum, Paul Picerni, Luis
Alberni, Gregg Barton, Whit Bissell, William Bryant.
Vaya, vaya, con don John, qué escondidita se tenía esta joya
de la que, si no hubiera sido por mi determinación épica de ver toda su obra,
jamás hubiera tenido noticia… ¡Una comedia que no tiene nada que envidiar a las
más ácidas de Billy Wilder o la más “pasada” de revoluciones de Robert Altman, M.A.S.H.,
porque coincide con esta última en una visión crítica del ejército y de sus inercias
castradoras!
Todo
se inicia en una pequeña localidad -esa “provincia” tan explorada en el cine
usamericano como lo hizo Chabrol en el europeo- en la que una banda que
interpreta jazz recibe la noticia de que se ha declarado la guerra y se inicia
un movimiento patriótico en el que todos los jóvenes corren a alistarse para
convertirse en «héroes» que salven a la patria en peligro. Las escenas de masas
son una de las habilidades de John Ford, de ahí el ritmo extraordinario de unos
momentos que dejarán escasos momentos para la intimidad de los dos
protagonistas que han de separarse por la guerra, con la terrible perspectiva
de no volver a verse. Por una mera casualidad, Bill Kluggs, el protagonista,
acaba siendo destacado en el periódico local y «señalado» como símbolo de la
nueva generación de jóvenes luchadores por la libertad y la democracia. Y en un baile en el que se despide a los jóvenes reclutas, tiene un indudable protgagonismo.
Elegido
poco menos que el soldado representativo del que tanto se espera, todo comienza
a complicarse para él cuando, después del periodo inicial de instrucción, acaba
volviendo a su pueblo, en el que hay una base militar, en la que se le asigna
el cargo de instructor, por lo que la perspectiva es la de pasar la guerra en
la retaguardia. Quien fue despedido, pues, como un héroe, ha de convivir, por
sus frecuentes visitas al pueblo tan próximo a la base, con el desprecio hacia
su «cobardía» por parte de quienes lo despidieron como un héroe. Y por aquí
asoma ya la veta amarga que se va apoderando del protagonista hasta deprimirlo
seriamente. Es inenarrable el arte sutil de Ford para escoger las secuencias en
las que se va degradando la relación del «héroe» con la comunidad, todas ellas
perfectamente escritas por la sobrina de la novelista Anita Loos, Mary Loos,
quien firma el guion con quien era entones su marido, Richard Sale, también
director. Poco a poco, el protagonista insiste, ante sus superiores, en que lo trasladen al frente
para participar en las batallas y desquitarse
del injusto sambenito de «cobarde» con que acaba siendo motejado por sus
convecinos.
Cuando
todo parece perdido, aunque cada vez que protesta sus mandos lo recomiendan
para un ascenso…, llega la oportunidad de realizar una acción secreta en
Francia. Y allá que va nuestro Bill Kluggs como artillero en un avión del que
todos los tripulantes, tras una avería imposible de corregir con un aterrizaje
forzoso, saltan en paracaídas, excepto Bill, que se ha quedado dormido. Despierta
a tiempo para poder hacerlo minutos antes de que el avión se estrelle y se
incendie.
Detenido
por la Resistencia francesa, una patrulla dirigida por una heroína
espectacular, Corinne Calvet -una actriz parisina afincada en Hollywood-, con
quien «confraternizará» adecuadamente el aspirante a héroe, lo retiene y lo
protege para que sirva de enlace con Londres, adonde ha de llevar unas
grabaciones de las rampas de cohetes alemanes. Las secuencias francesas, con un
novio a quien emborrachan en su supuesta boda para que no pueda ser «detectado»
por las autoridades alemanas, son el preludio de un encadenado de ellas que nos
van a llevar a Londres, a Washington y de nuevo a su pequeña localidad, adonde
regresa poco menos que de incógnito y sin que nadie crea ni una palabra de la
extravagante historia que cuenta con potentes indicios de estar algo más que
borracho. Pero la historia de esa curda monumental que lo pone al borde de la muerte
es, sin duda, uno de los finales de comedia más divertidos e ingeniosos que he
visto desde hace mucho. Siempre el alcohol ha tenido un lugar destacado en el
cine de Ford, pero en esta película se alía con la crítica a la burocracia
militar y nos depara un final de película que a más de uno le va a sorprender.
Al principio de la película, parece dudarse de que Dan Dailey, habitualmente un
secundario exquisito, pueda tener la vis cómica necesaria para no «arruinar»
situaciones cómicas tan inteligentes como las que se nos narran en la película.
Después de comprobar, al inicio de la cinta, que baila y canta la mar de bien,
aún desconfía el espectador de que pueda, él solo, llevar el peso de una
comedia tan ácida; pero poco a poco va cogiendo las riendas del conflicto y, al
final, hace la película suya en un crescendo cómico que, a mí particularmente,
me ha partido de risa, por el encadenamiento progresivo de acciones que
potencian hasta el infinito una situación que se inicia en Francia y no acaba
hasta que vuelve a su patria chica. Cómo sucede todo eso es algo que el
espectador ha de ver por sí mismo.
Ignoro
cuántos son los aficionados que conocen esta película de Ford, ¡pero como me
entere de que alguno de mis amigos cinéfilos la conocía y no me lo dijo, se va
a enterar! A veces, internarse en la obra completa de un genio del cine tiene estas sorpresas.
Confío en que no será la última… ¡Feliz visionado!
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