martes, 12 de abril de 2016

El mejor color del cine negro: “La casa de Bambú”, de Samuel Fuller.




La insólita yakuza de los vencedores en el Tokio posbélico: La Casa de bambú, un thriller estilizadísimo, con un color espectacular, de Samuel Fuller.
  
Título original: House of Bamboo
Año: 1955
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Director: Samuel Fuller
Guión: Harry Kleiner
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
Reparto: Robert Stack, Robert Ryan, Shirley Yamaguchi, Brad Dexter, Biff Elliot, Sessue Hayakawa, Cameron Mitchell, Sandro Giglio



A Fuller no es difícil aficionarse, sobre todo después de haber visto obras de tan distinto pelaje y tan personal factura como Perro blanco, Yuma o La muerte del pichón, entre muchas otras, pero ignoraba que La casa de bambú le disputa la supremacía en mi estimación a todas ellas. Se trata de la primera película en color, ¡y qué color!, que rodó Fuller, y, gracias también al arte sutil y perfecto de Joseph MacDonald -hay escenas de interior en las que la iluminación es un prodigio-, puede decirse que el heterodoxo artista norteamericano se empeñó en dejar una lección para la posteridad del uso del cromatismo. Que la película fuera la primera película hollywoodiense que se rodaba en Tokio después de la guerra añade un interés suplementario a lo que, en términos artísticos puede considerarse un remake de una película tan destacada de la historia del cine negro norteamericano como es La calle sin nombre, de William Keighley. Ahora bien, la traslación de la acción al Tokio contemporáneo, con el añadido exótico del inevitable choque de culturas, en forma de romance entre el protagonista que se infiltra en una banda de gánster y la viuda de uno de ellos, asesinado por la propia banda, redimensiona de tal manera el remake que bien podemos hablar de una obra que solo toma prestado el argumento de la otra. ¿Dónde está la diferencia? Básicamente en la manera como Fuller la rodó, con una elegancia estilística que le llevó a concebir cada plano minuciosamente, con una suerte de querencia por la profundidad de campo, el uso del picado y del contrapicado, además del zoom, que dota a la película de un estilo no diré que ajeno al resto de su cine, pero sí tan acentuado que propiamente se convierte en una obra personalísima. La presencia del Fujiyama se convierte en una constante de la película, desde ese plano contundente del cadáver del militar norteamericano asesinado al inicio de la película y motor, lógicamente, de la búsqueda de sus autores por parte de la inteligencia militar.
Es perceptible, en la pequeña cabaña del jardín, donde se sirve el té, la presencia del gran monte al fondo, casi como punto de fuga del encuadre, algo que se repite en otros planos. La historia juega al despiste al dosificar la información que se le suministra al espectador, sobre todo cuando uno de los protagonistas, Robert Stack, entra en escena como un exsoldado camorrista y pendenciero que quiere abrirse camino como mafioso en el Japón vencido. Inmediatamente choca con una banda que controla el territorio en el que quiere implantarse y cuyo jefe no es otro que un elegantísimo, y hasta dulce en sus maneras y modo de hablar, Robert Ryan. Desde ese momento, asistimos a un duelo interpretativo de muy alto nivel. Admitido en la banda, el recién llegado levanta sospechas tras una ausencia de difícil justificación, lo que le lleva a improvisar una relación con la viuda de un miembro de la banda que ha sido asesinado, al parecer, por la propia banda. Esa relación, que adopta la forma cliente-geisha, acabará imbricándose con la trama del infiltrado y creando no pocos momentos de tensión que desembocarán en un final, en un parque de atracciones, eco cercano de El tercer hombre y con una planificación que recuerda mucho el mejor cine de Hitchcock, con algunos planos tan soberbios como el del gánster subido a la rueda panorámica desde la que se divisa la ciudad y donde tiene lugar el desenlace.
Aunque sea un thriller, La casa de bambú es una película visualmente tan extraordinaria que da exactamente igual conocer la trama al detalle, porque no son ciertamente pocos los planos memorables que nos deja en la memoria cinéfila, como los del interior de la casa del agente infiltrado cuando la mujer decide arriesgarse y adoptar el papel de su querida, unos planos en los que el claroscuro clásico del cine negro es sustituido por unos colores mate extraordinarios, con una textura casi pictórica, algo que ocurre, igualmente, en las escenas a plena luz del día, en que tan poderosamente se destaca la armonía de colores en cualquier plano. El choque de culturas y la progresiva occidentalización de Japón se resume maravillosamente en la escena de la fiesta que da el jefe para celebrar el éxito de un golpe en el que, contrariando su ley: rematar a cualquier miembro que sea herido, porque todos acaban hablando si son capturados, le ha salvado la vida al militar infiltrado, lo que algunos críticos interpretan como una delicada insinuación de la homosexualidad latente del personaje; en esa fiesta, un grupo de geishas interpretan danzas tradicionales con la típica música japonesa, pero, de repente, comienza a sonar música de jazz y las mujeres se van despojando de los kimonos mientras bailan al ritmo frenético de la orquesta para quedarse con la ropa occidental que llevaban debajo de ellos.  Respecto de la homosexualidad del personaje, podríamos decir que hay una escena que parece abonar la idea de esos críticos: cuando le llega el chivatazo de que la querida del nuevo miembro se ve con otros hombres -en realidad se trata de una cita para pasar información a los jefes del militar infiltrado sobre el inminente golpe de la banda-, la agresiva reacción del jefe de la banda, violencia por medio, contra la mujer para que “respete” a su “protegido” es prueba notoria que avala esa interpretación. Samuel Fuller hace de Tokio otro protagonista fundamental de la trama, una ciudad  tradicional, sin rascacielos ninguno y en la que los modos de vida seculares aún no han sido sustituidos. De hecho, esa tensión entre tradición y modernidad alimenta la relación afectiva, llena de un erotismo encubierto, entre la viuda y el nuevo miembro de la banda. La acción progresa milimétricamente, gracias al uso del malentendido y a la ceguera transitoria que, por su inclinación hacia el nuevo miembro de la banda, sufre el jefe, un Robert Ryan visualmente impactante, por sus gestos, su entonación y su elegancia. Prácticamente todas las escenas de la banda constituyen, por la situación y los movimientos de los integrantes del plano o del plano secuencia, una auténtica composición pictórica y, en la escena del atraco a la empresa, por ejemplo, una potente coreografía. Podría extenderme más, pero resulta difícil comunicar el entusiasmo por una película con el uso del lenguaje, por eso hoy he optado por añadir a esta crítica algunos fotogramas de la película que, como en el caso del Fellini Satyricon, son bastante más elocuentes que yo, como es el caso del asesinato en la bañera del lugarteniente de la banda que expresa sus celos por el ascendente que está cobrando, en la estimación del jefe, el recién llegado.
Samuel Fuller apareció en un breve cameo en la película de Godard, Pierrot le fou, para dejar expuesta sucintamente su teoría del cine, de cómo se hace una película, cuáles son los requisitos imprescindibles: Una película es como un campo de batalla. Hay amor, odio, acción. En una palabra, EMOCIÓN. Eso es lo que encontrará el espectador en La casa de bambú.

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