Una variante surcoreana de Habitación: El arco o la boda imposible entre la realidad y el deseo.
Título original: The Bow
(Hwal)
Año: 2005
Duración: 90 min.
País: Corea del Sur
Director: Kim Ki-duk
Guión: Kim Ki-duk
Música: Kang Eun-il
Fotografía: Seung-Baek Jang
Reparto: Jeon Sung-hwan, Han Yeo-reum, Seo Ji-Seok
Un año después de haber
rodado Hierro 3, una película tan admirable
como originalísima, cuya visión recomiendo fervorosamente, Kim Ki-duk se
adentra en el silencio y en la imagen para, con el mínimo de elementos
imaginable, construir una fábula de extraña intensidad poética lastrada por el
conocimiento final de la verdadera realidad de la situación que se describe,
porque estamos ante una película sin narración, una película descriptiva de un
ritual que se repite, quizás en exceso, aunque la belleza de las imágenes nos
consuele del posible tedio que pueda invadir a los más inquietos o a los
adictos a la acción externa. No es una película, ya se intuye, para “todos los públicos”,
ni quiere serlo. La propuesta de Ki-duk no puede engañar a nadie que haya visto
Hierro3, aunque hay una diferencia
notable entre la invención del “fantasma” de Hierro3 y la “reclusa” del barco de El arco. En cualquier caso, la belleza de la joven Han Yeo-reum y
su dominio del lenguaje no verbal, sobre todo el de las miradas, a través de
las cuales se da a entender la relación que tiene con su ¿padre?, ¿abuelo?, ¿protector?,
¿empleador?..., ese es, precisamente, el meollo del asunto que no se resolverá
casi hasta el final, cuando en el mundo exclusivo que ha creado el dueño de la
barca, y del arco, irrumpa un personaje, un joven universitario del que se
prenda la joven y que supone un peligro definitivo para desestabilizar ese
mundo de excepción creado por el viejo, quien, al final nos enteramos, ha
secuestrado a la joven a los cuatro años y la ha privado de todo contacto
humano que no sea el que mantiene con los pescadores a los que ofrece su barco,
mar adentro, como modo de ganarse la vida. El viejo, además, practica el arte de
revelar el porvenir a través de la joven, mediante un ejercicio de tiro de arco
que la somete a un peligro de muerte, del que, se supone, sale con el aura de
la omnisciencia. Casi podría decirse que la película, como ocurría en Hierro3, es una película muda. La
acción, casi inexistente, consiste en el celo respetuoso con que el viejo
espera a que la joven cumpla la edad apropiada para poder desposarla, unos
esponsales que se revelan, aun realizándose, como el último acto de su vida,
porque el irreversible enamoramiento del joven deshace el cautiverio de catorce
años en que la joven ha vivido ignorando que exista otra realidad que la mínima
del bote donde ha convivido con el viejo. El arco, presencia dominante del poder
a lo largo de la película es, al mismo tiempo un instrumento musical al que el
viejo arranca unas bellísimas melodías que sirven de banda sonora. Hay algo de
heraclitiano en ese uso del arco para la muerte y para la vida, el bios griego con que construye el de
Éfeso su discurso hermético, y de él nacerá un final tan poético como
sorprendente, por sorpresivo, una auténtica parábola metafórica tan arriesgada como
impactante y cuya revelación me vedo, claro está. Hay, con todo, algunos
simbolismos demasiado explícitos que lastran, en cierto modo, la elevada poesía
del planteamiento, pero son concesiones que no empañan la riqueza de tantas
imágenes, aun repetidas muchas de ellas, con que se cuenta la historia mínima
de un síndrome de Estocolmo que, si bien salvando muchas distancias, nos hacen
ver El arco como una película
relacionada con Habitación, en la
medida en que, el niño de Habitación
y la niña de El arco no han conocido
otro mundo que aquel en el que han estado recluidos. La morosidad con que va
progresando, tan sutilmente, la historia puede que acabe con la paciencia de
aquellos espectadores resolutivos y asertivos, poco amantes de la intensidad de
las relaciones humanas a través del minimalismo gestual; ahora bien, para
aquellos que disfrutan con ese tipo de cine, El arco les parecerá una obra singular que no llega a maestra, pero
que tiene suficientes alicientes como para quedar satisfecho de haberla visto. De
alguna manera, por lo que se me alcanza de lo que he leído, que no visto, El arco vendría a ser una suerte de
versión edulcorada de La isla, con la
que comparte no pocos elementos narrativos, si bien el franco erotismo de ésta
es sustituido en aquélla por un erotismo de la insinuación, no menos turbador.
Resulta, ya para acabar, muy chocante la actuación del joven “salvador”, quien
está dispuesto a no ejercer la violencia para rescatarla, sino a convencer al “viejo”
de que no tiene derecho a privar a su protegida del conocimiento de la realidad
exterior a su humilde bote de pesca. La pericia del director para impedir que
se nos aparezca claustrofóbico un espacio tan reducido como el del bote donde
ha desarrollado su vida la protagonista consigue que nos centremos en el juego
a veces perverso, a veces angelical, de dos seres aislados en la mitad del mar
y cuya relación ambigua se va aclarando a medida que las miradas y los gestos
se vuelven inequívocos, deshaciendo esa ambigüedad inquietante que domina buena
parte del metraje. Kim Ki-duk no deja indiferente al espectador, y mucho me
temo que es, además, de los cineastas que los divide entre rendidos admiradores
y “estafados” detractores. Estoy entre los primeros.
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