Entre la empanada epatante y la
maestría visual: Week-end, de Jean-Luc Godard o la revolución disparatada.
Título original: Weekend (Le
week-end)
Año: 1967
Duración: 105 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard (Historia corta: Julio Cortázar)
Música: Antoine Duhamel, Wolfgang Amadeus Mozart
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Mireille Darc, Jean Yanne, Jean-Pierre Kalfon, Juliet Berto,
Michèle Breton, Jean Eustache, Paul Gégauff, Blandine Jeanson, Jean-Pierre
Léaud, László Szabó, Anne Wiazemsky, Yves Beneyton, Yves Afonso, Jean-Claude
Guilbert, Omar Diop, Ernest Menzer, Daniel Pommereulle, Georges Staquet, Helen
Scott, Virginie Vignon, Louis Jojot.
El cine de Godard, tan diverso, y él tan prolífico,
aparte de sus etapas, no resiste una revisión o una primera visión a destiempo,
como es, en este caso, la que he hecho de Week-end, una película que comienza
admirablemente y que acaba lamentablemente, a medio camino entre el delirio
narrativo, la pobreza visual y el ridículo interpretativo de unos actores y
actrices superados por el disparate al que han de intentar dotar de unos
mínimos de credibilidad que hagan, al menos, soportable la visión. Esta
película, que cae dentro del ciclo revolucionario del autor, toma como pretexto
un apocalíptico fin de semana de un par de burgueses a los que no solo les va a
costar Dios y ayuda llegar a su destino, sino que, en ese trayecto, van a
encontrarse con una situación de quiebra social absoluta, ejemplificada en unas
carreteras llenas de accidentes de tránsito y con las cunetas cubiertas de
cadáveres, por las que ellos, andando o en vehículo ajeno, sufrirán una
transformación que alterará su relación personal, pero también su visión del
mundo.
Estructurada como una road movie,
pronto nos damos cuenta de que en ese trayecto simbólico, no necesariamente la
realidad será la única fuerza actuante, sino que también lo onírico e incluso
lo surrealista jugarán un papel destacado. Toda la historia se plantea en un
tono de comedia cruel y humor negro muy estimulante, si bien ciertos momentos,
como la homilía revolucionaria que se nos endilga a los espectadores, una
homilía panfletaria tan básica como ridícula y de la que el espectador nunca
sabe a ciencia cierta si Godard se ríe a mandíbula batiente o comulga con ella,
dado el pedestre nivel de análisis de las fuerzas históricas y la geopolítica
mundial, la vergüenza ajena supera a la piedad cinéfila. De toda la película,
llena de escenas repletas de esa imaginería tan propia del autor en el que se
suceden con un ritmo frenético los grafismos y los planos impactantes, nada tan
atractivo como el embotellamiento en la carretera de la que los protagonistas
van saliendo a muy duras penas, enfrentándose incluso con la violencia extrema
a aquellos a quienes van adelantando, ignorando, en un trávelin eterno,
el drama de las muertes en los innumerables
accidentes que han acaecido como una epidemia de la civilización en quiebra
total que conduce a la más primitiva de las luchas, la de la supervivencia en
la que matar o ser matado forma parte del más cruel e impío de los juegos. Esa
deriva por la que transitan los protagonistas en una suerte de estado de
alucinación que va deshumanizándolos a medida que avanza la historia desemboca
en una parte final que recuerda, curiosamente, a la más que reciente película Langosta, de Yorgos Lanthimos, en la que
también un grupo de ¿“rebeldes”? se refugia en el bosque y crea una sociedad
que sobrevive sin renunciar siquiera a la antropofagia para sobrevivir; pero
ahí ya el espectador que se precie hace tiempo que ha desconectado de la
historia delirante y, tan cerca del final, está esperando, si no ha apagado el
vídeo, que la consumación del disparate se acelere. A pesar de estas
impresiones, he seguido la película con el interés que cualquier película de
Godard merece, y reconozco que buena parte del humor transgresor que aparece es
equivalente al de muchas de sus películas, con una actuación de los personajes a
medio camino entre el vodevil y la parodia que irrealiza radicalmente la trama
y permite fijarse en los hallazgos visuales o en secuencias tan increíbles como
el asesinato de una vecina para robarle el conejo que se niega a venderles, un
festival de sang i fetge que decimos
en Cataluña que no puede sino arrancar la carcajada en los sobrecogidos
espectadores. Supongo que reestrenada ahora en una sala comercial es posible
que no durara más de tres días, pero, si no recuerdo mal, cinco duró la
película de Saura sobre Juan de la Cruz, La
noche oscura, que aún no he tenido oportunidad de ver, a pesar de ser un “devoto”
del místico abulense. Cosas del cine.
No hay comentarios:
Publicar un comentario