Las impías aristas cortantes del drama: Cosas que perdimos en el fuego, de
Susanne Bier.
Título original: Things We Lost in
the Fire
Año: 2007
Duración: 119 min.
País: Estados Unidos
Director: Susanne Bier
Guión: Allan Loeb
Música: Johan Söderqvist
Fotografía: Tom Stern
Reparto: Halle Berry, Benicio del Toro, David Duchovny, Alison Lohman,
Alexis Llewellyn, Micah Berry, John Carroll Lynch, Omar Benson Miller, Robin
Weigert
Ayer noche, entre tantas cosas horribles como se ve en Paramount Channel últimamente, vi, para mi sorpresa, Cosas que perdimos en
el fuego, y no pude por menos que usarla como argumento irrebatible contra mi Conjunta, quien discrepa de mi visión de Julieta: la película de Bier es la
suma de todas las virtudes que no aparecen por fotograma alguno en la película
de Almodóvar. Un poderosísimo drama construido a partir de una anécdota mínima,
la irrupción inesperada, en la vida de una pareja feliz, de la muerte del
marido al defender a una mujer maltratada por otro hombre, quien acaba matándolos
a los dos y suicidándose. A partir de ese instante, la película se adentra, con
una pasmosa naturalidad y verdad, sin artificio estético ni argumental alguno,
en dos dolores telúricos: el de la esposa y en el del amigo íntimo del marido,
un fracasado y drogadicto a quien conoce desde la Primaria y con quien, por mal
que le haya ido en la vida, siempre ha mantenido la relación de amistad. La
llegada del amigo al funeral, con ese detalle impactante y soberbio, ¡tan
descriptivo en tan poco gesto” de quien se agacha a apagar un cigarrillo a
medio consumir que un marido vigilado por la esposa ha lanzado, avergonzado de
haber recaído en el fumeteo, y, sorprendentemente, se lo guarda. La
conversación de la esposa con él, tensa, dura y franca, es el preludio de una
relación que atravesará diferentes fases, porque ella, que llega a decirle que
debería de haber sido él quien hubiera muerto en vez de su marido, acaba
haciéndose cargo de él, metiéndolo incluso en su propia casa y encargándole
trabajos domésticos como forma indirecta de pago. La mujer, obviamente, es
incapaz de comprender qué unía a su marido con un hombre destruido como el
interpretado -¡con una actuación de Oscar, quede dicho!- por Benicio del Toro, de
quien nunca antes había vito una
interpretación tan llena de matices y tan convincente, en un papel nada fácil,
repito, nada fácil de dotar de verosimilitud y de verdad, a pesar de que un
drogadicto, por los tópicos que rodean al personaje, pueda parecer fácil de
representar. La extraña relación entre la viuda y el vínculo humano más cercano
a su marido que es su amigo se va haciendo más compleja a través de situaciones
absolutamente cotidianas, ninguna de las cuales chirría ni se nos hace cuesta
arriba aceptar, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la artificiosidad estética
y emocional de Julieta. Dividida entre el rencor y la compasión, la viuda, una
Halle Berry muy puesta en su papel de ordinary
people, nos transmite un repertorio de emociones que no dejan indiferente
al espectador. Los dos hijos de la familia, y la particular buena mano que
tiene con ellos el amigo de su marido, amén del equívoco a que los conduce el
que su madre lo haya instalado en su casa, como si fuera un “sustituto” del
padre, forma parte no pequeña de la naturalidad del drama recio y contundente
que seguimos con el corazón permanentemente encogido. La sobreabundancia de
primerísimos planos, y sobre todo del ángulo de la cara que recoge un solo ojo
que mira, en penumbra, directamente a
pantalla, acaba convirtiéndose en un leit-motiv
de la película, a través del cual, como en el espejo del alma, podemos
asomarnos al infierno interior de los personajes. Hay una realización atenta a
detalles minúsculos, en esos primerísimos planos, que se nos ofrecen como
poderosos vehículos de la emoción. El dolor, como se advierte en el título de
la película, emerge de las cosas con las que las personas que desaparecen de
nuestra vida han estado en contacto. La lista de las cosas que perdimos en el fuego que devoró el garaje, y que la
protagonista encuentra entre los papeles del marido, le acaba provocando una
reacción de terrible e insufrible dolor.
Hay un aspecto de la película que me ha gustado particularmente y es la
costumbre de hacer el duelo en una comida con familiares y amigos íntimos en la
que los comensales evocan al fallecido en las pequeñas cosas que recuerdan de
la vida corriente, no en los grandes gestos ni en valores abstractos ni en
vacías declaraciones, sino en los diminutos gestos del día a día, esos que se
realizan casi automáticamente, sin pensar en ellos, pero que tan propiamente
acaban definiéndonos, a todos. Susanne Bier repite en esta película un esquema
argumental que ya usó en Hermanos, película
que, con En un mundo mejor, forma la
trilogía de obras de Bier que yo he visto y cuya visión recomiendo
fervorosamente.
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