sábado, 21 de abril de 2018

“El hilo invisible”, de Paul Thomas Anderson o el sastre desnudo…



Una rara avis por las vías raras del amor edípico: El hilo invisible o los extraños patrones del amor

Título original: Phantom Thread
Año: 2017
Duración: 130 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Paul Thomas Anderson
Guion: Paul Thomas Anderson
Música: Jonny Greenwood
Fotografía: Paul Thomas Anderson
Reparto: Daniel Day-Lewis,  Vicky Krieps,  Lesley Manville,  Richard Graham,  Bern Collaco, Jane Perry,  Camilla Rutherford,  Pip Phillips,  Dave Simon,  Ingrid Sophie Schram.

Cuando vi el tráiler, sin reparar en que la película era de Paul Thomas Anderson, porque a veces me ausento inexplicablemente de los detalles, me dije para mis adentros clasificatorios ¡otro Ivory! y la eché al cesto de las invisibles, salvo error u omisión. Primer aviso, la recomendación de Paco Marín, cinéfilo de pro. Segundo aviso, el obligado crédito de la autoría. Y salió del cesto, claro. En los Meliès, benémerita institución donde las haya que nos permite a los rezagados ver aquello que las urgencias de los estrenos alejan al muy poco tiempo del ara sagrada de la novedad en la que se sacrifican reses nuevas cada semana. La película tiene un comienzo de esos que a mí me gustan, porque la toilette del protagonista acaba siendo un retrato psicológico perfecto en apenas un puñado de tomas selectas que no requieren de mayor narratividad posterior para identificar el tipo de genio infantiloide y atrabiliario de cuya “conflictiva” vida nos van a hablar. Hoy en día, un modisto de la alta costura es un personaje tan popular que, por ese lado, la película pierde buena parte del exotismo exquisito que supone una narración en un atelier de costura al servicio de la aristocracia inglesa y europea. Por un lado, la parte documental sobre el funcionamiento del taller y la dedicación exclusiva del artista a sus “creaciones” resulta un prodigio de orden y ritmo, rodado con un escrupuloso espíritu de ballet que tiene en la hermana del protagonista, verdadera “alma” del taller, una directora a la altura de semejante negocio elitista. Hay un eco de Stevenson en esa dualidad fraternal en la que la doctora Jeckyll se encarga de mantener dentro de un orden los excesos de un Hyde infantil, caprichoso, que requiere de esa sombra protectora, claramente sustituta de la perdida madre adorada por el modisto. De hecho, la explicación del título hemos de entenderla en esa dirección de la comunicación extrasensorial del artista con su madre, a la luz de la cual hemos de entender el sorprendente giro que da la película en un momento en que todo parece derrumbarse para la pareja protagonista. Tras una relación fracasada, de la que la hermana lo libra, el artista se toma unos días de descanso en la casa de campo, un auténtico cottage de lujo, pero en el transcurso de esa visita, conoce en el comedor de un hotel a una camarera con la que inicia una relación extraña cuyo sentido y destino ambos ignoran. Lo que está claro es que, a partir de que ella le sirva como maniquí para unos arreglos de sus creaciones, una hermosa escena intimista en la que, curiosamente, irrumpe la hermana, cuya aparición viene a significar algo así como una declaración de la legítima propiedad de ella sobre el artista y su obra, y una demostración inequívoca de que en ella recae la supervisión de todo cuanto afecte al genio creador a cuyo alrededor su hermana ha construido una sólida institución que rinde espectaculares beneficios, en términos de fama y de ingresos; a partir de ese momento mágico, digo, en que él descubre que ella es una verdadera fuente de inspiración, la historia toma unos derroteros que comenzarán a sorprendernos en breve, porque conciliar la independencia del creador abstraído en su obra con la convivencia que “exige” una relación interpersonal, a medio camino entre el amor, la necesidad fisiológica, y el hastío de la dependencia, no es nada fácil. La historia se nos cuenta a través de un flash back a partir de las declaraciones que quien acabará convirtiéndose en su esposa le hace a un interlocutor no especificado, a quien va narrándole las vicisitudes que ella, una camarera sin estudios, pero con exquisito gusto estético, vivió al lado de a quien hubo de atar a su persona con un lazo cuya naturaleza me abstendré de explicar porque tiene que ver con ese hilo invisible que une al protagonista con la madre y que quiere recuperar, incluso con su puntito incestuoso, en la relación con una musa decidida a todo para “atarlo en corto”. Estamos en presencia, así pues, de una película psicológica, muy íntima, con escaso diálogo y con situaciones definidas a la perfección por las miradas, los gestos de complicidad, los silencios y una música que parece emerger de la aflicción de los personajes, de sus desconciertos y sus maquinaciones. ¿Un melodrama? Solo hasta cierto punto, pero es posible que no nos equivoquemos si le adjudicamos esa adscripción genérica, porque en la película hay un conato de redención y una afirmación del amor por encima de todas las barreras que se interponen entre ambos personajes que bien se hace acreedora la película a ser considerada un excelente melodrama, si bien con los tonos discretos y nada estridentes de una tela de tacto cálido. A este Ojista le ha resultado particularmente emocionante la escena en la que una aristócrata jamona -sí, sí, casi al estilo de las de Serafín…- va a probarse un vestido para la boda y se ve horrorosa dentro de un vestido tan elegante, tan exquisito: se siente abrumada por su fealdad corporal, como si recubrir sus carnes amorfas con tanta belleza textil supusiera un insulto incalificable al traje y al artista, quien así lo acaba percibiendo cuando la “novia” se derrumba sobre la mesa en la celebración de los esponsales y han de llevársela casi en volandas -¡que ya es decir!- a una cama donde recuperarse de su desvanecimiento. La película está prácticamente rodada en interiores, de ahí que el juego con la luz y los planos que nos llevan a través de ellos o captan el juego de sobreentendidos y malentendidos de los personajes en lugares privados, al margen de la institución del taller, nos permita hablar de una película muy intimista, casi vermeeriana. No hay un derroche de ornamentación exquisita, ni el genio tiene necesidad de demostrar fehacientemente que lo es a través de sí y de lo que lo rodea, antes bien hay justo lo contrario: un espíritu de austeridad, de sencillez que lo preside todo, algo que se refleja en sus creaciones, como se advierte en las graciosas secuencias del desfile de modelos… En fin, después de haber paladeado YSL, de Jalil Lespert este Hilo invisible cuaja en el espectador la sensación de haber asistido al desnudamiento total de un artífice del encubrimiento: y lo que ve le choca y le conmueve. Y no digo más, porque hay que verlo. En su último trabajo ante la cámara, Daniel Day Lewis demuestra con creces su acreditada fama como actor. Y su compañera de reparto, Vicky Krieps, que da el papel a la perfección, lo secunda para formar un dúo cuya hermosa y terrible historia de amor es de las que no se olvidan.

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