domingo, 29 de abril de 2018

“El amor es extraño”, de Ira Sachs, o la lucha contra la marginación que no ha de cesar…


Cuando un matrimonio homosexual supone abrir la puerta a la marginación social: El amor es extraño o el desvalimiento súbito en la vejez. 

Título original: Love is Strange
Año: 2014
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ira Sachs
Guion: Ira Sachs, Mauricio Zacharias
Fotografía: Christos Voudouris
Reparto: John Lithgow,  Alfred Molina,  Marisa Tomei,  Charlie Tahan,  Cheyenne Jackson, Tatyana Zbirovskaya,  Olya Zueva,  Jason Stuart,  Darren E. Burrows, Harriet Sansom Harris,  Manny Perez,  Christina Kirk,  John Cullum,  Eric Tabach, Tank Burt,  Daphne Gaines,  Christopher King,  Maryann Urbano,  David Bell

¡Qué francés es el cine de Ira Sachs! No es que no haya en la tradición usamericana películas que hagan del intimismo y los ordinary people, como aquellos con los que debuto Robert Redford como director, excelentes retratos de la contemporaneidad, y valientes reflexiones sobre la condición humana, pero hay algo en las películas de Sachs que me lleva a emparentarlo con autores como Truffaut o, sobre todo, con Rohmer, aunque no el de la vertiente verborreica, sino el de los silencios expresivos. Fue el Naturalismo el que puso de moda lo de la tranche de vie para definir las historias que parecían arrancadas a la vida corriente con una fidelidad casi fotográfica e incluso científica, como llegaron a defender algunos practicantes del género. He de reconocer que la película anterior que había visto de Sachs, la premiada Verano en Brooklyn, no acabó de convencerme, y lo expliqué en este Ojo en su momento, a pesar de la solidez del planteamiento: el economicismo frente al tejido ciudadano de afectos criados en la estrecha convivencia vecinal. En El amor es extraño, Ira Sachs arranca con el día más hermoso de un par de homosexuales que decide, después de más de veinte años de convivencia, casarse. Uno de ellos está jubilado. El otro es profesor de música en un colegio religioso en el que jamás escondió que fuera homosexual. Ahora bien, en cuanto lo “legaliza” con un matrimonio, es expulsado de la escuela, lo que los deja, literalmente, con una mano delante y otra detrás.  Y ahí se inicia una revolución cotidiana que les llevará a vender la casa propia para ponerse de alquiler y poder sobrevivir a una edad en la que no se abren ciertamente las puertas a los trabajadores, por sólido que sea su currículo. Como han de desalojar el piso vendido, y no tienen a dónde ir, cada uno de ellos es “recogido” en diferentes casas: uno, el jubilado, preciso, tierno y jocoso John Lithgow, se queda en casa de su sobrino, y el profesor, soberbio Alfred Molina, con una carrera de calidad a sus espaldas que ya quisieran muchos actores, en casa de unos amigos propensos a los parties y a las distracciones que suponen un calvario para un profesor de música clásica. Separados, pues, los recién casados, la situación se vuelve esperpéntica, porque el desvalimiento de cada uno de ellos en esa distancia se transforma en un sufrimiento real que me ha traído a la memoria una película auténticamente estremecedora, y que, sin embargo, sugiero encarecidamente que se vea: Dejad paso al mañana, de Leo McCarey, que quizás le haya servido a Sachs de lejana inspiración, dada la similitud de ambas situaciones. Nadie espere grandes conflictos, diálogos trascendentales o momentos sublimes -aunque la noche en que Molina no resiste más sentirse tan solo y va a casa de su esposo para pasar una noche con él entra, por derecho propio, en ese terreno de las grandes secuencias de cine, por toda la verdad de los sentimientos tan profundos que están en juego-, porque el tono menor domina la narración de unas vidas sometidas a la caridad ajena y a la implacabilidad de la moral dominante. Sachs, homosexual él mismo, casado y con hijos, no solo sabe de lo que habla, sino que, además, lo hace con una sutileza, con un tacto, con una sensibilidad exquisitos, y en ningún momento, a pesar de la evidencia, reparamos en que el amor de los recién casados sea o no sea homosexual, le es indiferente al espectador: vivimos la tragedia de la separación de dos seres que se aman y que comparten una complicidad propia de las largas convivencias, homos y heteros por igual. La película se centra más en el personaje del tío y la familia del sobrino, con una escritora en casa a quien la presencia del “intruso” descoloca, lo mismo que al hijo, quien, además, está tratando de resolver, en esos momentos, su orientación sexual, y a quien tener que compartir su habitación con su tío abuelo no le hace mucha gracia, ciertamente. La película nos ofrece, también, una visión de Nueva York en la que, de nuevo, el barrio alejado de la magna Apple se articula como un espacio de vida auténtica frente a la despersonalización del gran centro comercial, turístico y económico. La película progresa, ya digo, en la dirección de buscarse un espacio propio donde poder volver a compartir sus vidas los protagonistas, pero la enfermedad y la muerte del tío se cruza en el camino de la pareja, justo cuando el profesor había encontrado un “chollo” en Greenwich Village, un apartamento de renta limitada que le cede un desconocido con quien se relaciona, ¡como dos náufragos!, en uno de los parties de sus anfitriones. No hay, sin embargo, brochazos sentimentales enfáticos, ni dramas duros, sino un fluido vital que, con el acorde dominante de la decepción y la tristeza, nos recuerda que no hay fronteras entre la sala de butacas y la pantalla, que somos una misma realidad, aunque sea doliente, como la emotiva escena en que el sobrino nieto le lleva al esposo de su tía abuelo el retrato que pinto en la azotea de su casa de su amigo Vlad, de quien parece haberse emancipado a juzgar por el final. Al salir de la casa, el joven se queda llorando a medio tramo de la escalera, mientras que a través de la ventana de la escalera observamos un tramo de calle arbolado sometido a una tormenta de viento y lluvia que parece acompasarse con el llanto del joven. Son unos minutos de cine muy intenso, muy de verdad, llenos de esa rara virtud de la catarsis…

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