Cuando un matrimonio homosexual supone abrir la puerta a
la marginación social: El amor es extraño
o el desvalimiento súbito en la vejez.
Título original: Love is Strange
Año: 2014
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ira Sachs
Guion: Ira Sachs, Mauricio Zacharias
Fotografía: Christos Voudouris
Reparto: John Lithgow, Alfred
Molina, Marisa Tomei, Charlie Tahan, Cheyenne Jackson, Tatyana Zbirovskaya, Olya Zueva,
Jason Stuart, Darren E. Burrows,
Harriet Sansom Harris, Manny Perez, Christina Kirk, John Cullum,
Eric Tabach, Tank Burt, Daphne
Gaines, Christopher King, Maryann Urbano, David Bell.
¡Qué francés es el cine
de Ira Sachs! No es que no haya en la tradición usamericana películas que hagan
del intimismo y los ordinary people, como aquellos con los que debuto Robert
Redford como director, excelentes retratos de la contemporaneidad, y valientes
reflexiones sobre la condición humana, pero hay algo en las películas de Sachs
que me lleva a emparentarlo con autores como Truffaut o, sobre todo, con
Rohmer, aunque no el de la vertiente verborreica, sino el de los silencios
expresivos. Fue el Naturalismo el que puso de moda lo de la tranche de vie para
definir las historias que parecían arrancadas a la vida corriente con una
fidelidad casi fotográfica e incluso científica, como llegaron a defender
algunos practicantes del género. He de reconocer que la película anterior que
había visto de Sachs, la premiada Verano
en Brooklyn, no acabó de convencerme, y lo expliqué en este Ojo en su
momento, a pesar de la solidez del planteamiento: el economicismo frente al
tejido ciudadano de afectos criados en la estrecha convivencia vecinal. En El
amor es extraño, Ira Sachs arranca con el día más hermoso de un par de
homosexuales que decide, después de más de veinte años de convivencia, casarse.
Uno de ellos está jubilado. El otro es profesor de música en un colegio
religioso en el que jamás escondió que fuera homosexual. Ahora bien, en cuanto
lo “legaliza” con un matrimonio, es expulsado de la escuela, lo que los deja,
literalmente, con una mano delante y otra detrás. Y ahí se inicia una revolución cotidiana que
les llevará a vender la casa propia para ponerse de alquiler y poder sobrevivir
a una edad en la que no se abren ciertamente las puertas a los trabajadores,
por sólido que sea su currículo. Como han de desalojar el piso vendido, y no
tienen a dónde ir, cada uno de ellos es “recogido” en diferentes casas: uno, el
jubilado, preciso, tierno y jocoso John Lithgow, se queda en casa de su
sobrino, y el profesor, soberbio Alfred Molina, con una carrera de calidad a
sus espaldas que ya quisieran muchos actores, en casa de unos amigos propensos
a los parties y a las distracciones que suponen un calvario para un profesor de
música clásica. Separados, pues, los recién casados, la situación se vuelve
esperpéntica, porque el desvalimiento de cada uno de ellos en esa distancia se
transforma en un sufrimiento real que me ha traído a la memoria una película
auténticamente estremecedora, y que, sin embargo, sugiero encarecidamente que
se vea: Dejad paso al mañana, de Leo
McCarey, que quizás le haya servido a Sachs de lejana inspiración, dada la
similitud de ambas situaciones. Nadie espere grandes conflictos, diálogos
trascendentales o momentos sublimes -aunque la noche en que Molina no resiste
más sentirse tan solo y va a casa de su esposo para pasar una noche con él
entra, por derecho propio, en ese terreno de las grandes secuencias de cine,
por toda la verdad de los sentimientos tan profundos que están en juego-,
porque el tono menor domina la narración de unas vidas sometidas a la caridad
ajena y a la implacabilidad de la moral dominante. Sachs, homosexual él mismo,
casado y con hijos, no solo sabe de lo que habla, sino que, además, lo hace con
una sutileza, con un tacto, con una sensibilidad exquisitos, y en ningún
momento, a pesar de la evidencia, reparamos en que el amor de los recién
casados sea o no sea homosexual, le es indiferente al espectador: vivimos la
tragedia de la separación de dos seres que se aman y que comparten una
complicidad propia de las largas convivencias, homos y heteros por igual. La
película se centra más en el personaje del tío y la familia del sobrino, con
una escritora en casa a quien la presencia del “intruso” descoloca, lo mismo
que al hijo, quien, además, está tratando de resolver, en esos momentos, su
orientación sexual, y a quien tener que compartir su habitación con su tío
abuelo no le hace mucha gracia, ciertamente. La película nos ofrece, también,
una visión de Nueva York en la que, de nuevo, el barrio alejado de la magna
Apple se articula como un espacio de vida auténtica frente a la
despersonalización del gran centro comercial, turístico y económico. La
película progresa, ya digo, en la dirección de buscarse un espacio propio donde
poder volver a compartir sus vidas los protagonistas, pero la enfermedad y la
muerte del tío se cruza en el camino de la pareja, justo cuando el profesor
había encontrado un “chollo” en Greenwich Village, un apartamento de renta limitada
que le cede un desconocido con quien se relaciona, ¡como dos náufragos!, en uno
de los parties de sus anfitriones. No hay, sin embargo, brochazos sentimentales
enfáticos, ni dramas duros, sino un fluido vital que, con el acorde dominante
de la decepción y la tristeza, nos recuerda que no hay fronteras entre la sala
de butacas y la pantalla, que somos una misma realidad, aunque sea doliente,
como la emotiva escena en que el sobrino nieto le lleva al esposo de su tía
abuelo el retrato que pinto en la azotea de su casa de su amigo Vlad, de quien
parece haberse emancipado a juzgar por el final. Al salir de la casa, el joven
se queda llorando a medio tramo de la escalera, mientras que a través de la
ventana de la escalera observamos un tramo de calle arbolado sometido a una
tormenta de viento y lluvia que parece acompasarse con el llanto del joven. Son
unos minutos de cine muy intenso, muy de verdad, llenos de esa rara virtud de
la catarsis…
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