jueves, 26 de abril de 2018

“El bárbaro y la Geisha”, de John Huston o cómo ser seducido por un país escénico.



Recreación de un hito histórico y documento etnográfico de primer magnitud: John Huston descubre el Japón clásico, siguiendo la estela tecnicolor de La casa de bambú, de Samuel Fuller.

Título original: The Barbarian and the Geisha
Año: 1958
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección:John Huston
Guion: Charles Grayson, Nigel Balchin, James Edward Grant, Alfred Hayes (Historia: Ellis St. Jose:ph)
Música: Hugo W. Friedhofer
Fotografía: Charles G. Clarke
Reparto: John Wayne,  Eiko Ando,  Sam Jaffe,  So Yamamura,  Takeshi Kumagai, Fuyukichi Maki,  Norman Thomson.

Comencé a ver El bárbaro y la Geisha llevado por la presencia tras la cámara de John Huston y albergando serias dudas de si un título como ese no escondía un “disparate” exótico de primera magnitud. La carátula de la película, con un en actitud de acción incendiaria y una geisha tendida en el suelo a sus pies, tampoco ayudaba mucho a imaginar que pudiera tratarse de una película que no fuera de compromiso o de pane lucrando. Mi sorpresa relativa ha consistido en que, contra todas las sospechas agoreras, la película, con trasfondo histórico, sigue de cerca la llegada al Japón del primer cónsul Usamericano y la peripecia para presentar sus cartas credenciales y lograr un tratado de amistad y cooperación entre ambos países. En ese cometido, John Wayne lleva consigo un traductor y experto en la vida japonesa que le auxilia en todo momento, el secundario de lujo Sam Jaffe, que ya actuara con Huston en La jungla de asfalto y que antes lo hiciera con Elia Kazan en La barrera invisible, una excelente película sobre el antisemitismo usamericano., criticada oportunamente en este Ojo. ¿Película exótica? Pues sí, para qué nos vamos a engañar. John Huston se sintió seducido por un proyecto que incluía el famoso choque de culturas para empaparse de una cultura con un sentido de la escenografía y el ritual tan acendrado como el de la sociedad japonesa. Se peca de folclorismo del mismo modo que puede pecar de antropológica cualquier película que intente acercarnos a una cultura como lo hace John Huston en este “encuentro” entre el ideal usamericano de la eficacia y la emprendeduría y la vida feudal sujeta a un feroz ritualismo de los japoneses. Las sombras del fracaso que se ciernen sobre la misión del cónsul están presentes desde el mismísimo desembarco, cuando el jefecillo de la población pesquera donde lo hace le conmina a que se dé la media vuelta y se vaya. La existencia de un preacuerdo entre ambos países para explorar la posibilidad del tratado le permite al cónsul desembarcar y esperar reacciones de dirigentes superiores al de la aldea. Es instalado en ella de cualquier manera y al poco, por la llegada de un barco atacado por el cólera, unos marineros se lanzan al agua para desembarcar, llevando consigo la enfermedad que se extiende por el poblado. El cónsul participa activamente en el control de la epidemia, lo que implica la incineración de cuantos bienes pueden haber servido para propagarla, lo que hace contra la opinión de los jefecillos de lugar. Más tarde, cuando el cónsul ha decidido marcharse con rumbo a Edo para presentar ante el Emperador sus credenciales, el pueblo reacciona y le rinde un sincero homenaje que incluye toda la parafernalia propia de las celebraciones japonesas. Ha de decirse que la geisha que le sirve de gobernanta en su casa es de la que poco a poco va enamorándose el cónsul, quien, al despedirse de ella, descubre sus profundos sentimientos. La compañía con que irá el cónsul hasta la ciudad imperial de Edo, es decir, la actual Tokio, constituye un desfile multicolor que le permite llegar a presencia del Emperador como una suerte de héroe popular. Desde el comienzo de la película John Huston despliega una puesta en escena y unos encuadres que refuerzan la dimensión teatral de la vida japonesa, y en ese menester destaca la delicada labor de seguimiento de la geisha, cuyos movimientos coreográficos realzan la belleza del interiorismo de las construcciones japonesas, con sus puertas correderas, sus espacios con decoración minimalista y la textura y colorido del siempre sorprendente vestuario tradicional japonés. A su manera, la película de Huston viene a ser un antecedente lejano del uso del color por parte de Kurosawa, quien no se estrena en él hasta 1970, aunque, después, nos lega unas obras que rozan la perfección. Quiero creer, porque la exquisitez de los encuadres y el colorido de la película de Huston así lo dan a entender, que Kurosawa vio con mucha atención esta película. Se trata de una historia morosa, con solo muy relativo interés dramático, pero cuya dimensión estética es de primerísimo orden, lo que incluye escenas como la de la cadena de puertas abiertas en cascada para ampliar un espacio por donde llegará la comitiva del cónsul ante el jovencísimo Emperador, que sin ser una novedad estricta, adquiere una dimensión escenográfica magnífica. De menor interés es la lucha intestina de las esferas del poder para avalar y oponerse a la privilegiada relación con Usamérica, pero no cabe duda de que la escenificación de la muerte de uno de los contendientes en una ceremonia ritual de los arqueros que disparan sobre el caballo al galope es bellísima. A resultas de esas luchas intestinas, acabará la Geisha ofreciéndose en inmolación para salvar la vida de su amado, traición que la llevará a renunciar a él y a desaparecer de su vida, lo que implica un final anticlimático que refuerza lo poco de melodrama que había en la relación entre ambos, si bien nos pilla por sorpresa, todo ha de decirse. Insisto, la película tiene un valor estético altísimo, un valor histórico curioso y un valor comercial dudoso. Con todo, Huston consigue que sigamos atento a la minuciosidad con que ha planificado las escenas, cautivados por la belleza de sus encuadres, del paisaje, de los interiores y del magnificente vestuario que preside la narración. Muy curiosa, en la filmografía de Huston, pero digna de ser vista. No defraudará a los amantes del Japón, del cine de Kurosawa e incluso a los adictos a esa joya del color que fue, en su momento, La casa de bambú, de Fuller.

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