Original falso documental de una realidad estremecedora
que congela la imposible sonrisa en los labios: Yo, Tonya o la crónica del fracaso social usamericano, con sus
gotas bienhumoradas a lo Fargo…
Título original: I, Tonya
Año: 2017
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Craig Gillespie
Guion: Steven Rogers
Música: Peter Nashel
Fotografía: Nicolas Karakatsanis
Reparto: Margot Robbie, Sebastian Stan, Allison Janney, Caitlin Carver, Julianne Nicholson, Bojana Novakovic, Mckenna Grace, Paul Walter Hauser, Bobby Cannavale, Renah Gallagher, Amy Fox,
Ricky Russert, Jeffery
Arseneau, Bobby Akers, Suehyla
El-Attar, Kaleigh Brooke Clark, Catherine Dyer, Joshua Mikel,
Jason Davis.
El alegato estremecedor
de la patinadora usamericana Tonya Harding ante el tribunal que la privaba de
la posibilidad de abrirse paso, económicamente, en el mundo profesional del
patinaje, tras ser considerada culpable de no haber impedido una agresión a su
más directa competidora, Nancy Kerrigan, resumiría a la perfección la anomalía
que supone la carrera brillante de una patinadora superdotada crecida en un
medio hostil, ajena al pulimiento de la educación y con un carácter agresivo
forjado como reacción contra ese medio que condicionó su evolución como persona
y como deportista de élite que no llegó a cuajar salvo en el momento glorioso
de haber conseguido lo que ninguna otra patinadora había conseguido antes que
ella y muy pocas han conseguido después: el triple Axel. No es una película
complaciente, y mucho menos “divertida”, como promete la publicidad que será,
aunque hay un personaje, el guardaespaldas de Tonya, a quien contrata su amigo
y marido maltratador de la patinadora, con quien esta se casa para huir de su
madre maltratadora, que sí consigue que, en medio de ese drama hiriente que es
la contemplación de la degradación de una persona, camino del fracaso absoluto,
el espectador se eche unas risas, más que nada para descongestionar el nudo en
la garganta que le pone la sesión de malos tratos físicos y psicológicos que
sufre la protagonista, siempre dispuesta a no arredrarse y devolver, en la
medida de sus posibilidades, los golpes que recibe, aunque eso empeore su
situación. Sí, como en tantas películas que denuncian el “sueño usamericano”,
en esta el ídolo caído es el objeto de una narración perfectamente planeada a
partir de la ficción del falso documental que nos permite esa distancia propia
de los reportajes televisivos, pero que no nos evita la dureza de las mil y una
situaciones en que la “heroína” va cayendo para, finalmente, no poderse
levantar, una vez que se aclara el suceso que se convierte en asunto nacional
de todo el país, con lo que eso supone de acoso mediático añadido a una
situación ya de por sí espeluznante. La figura del marido, determinante en todo
el asunto -recordemos que ella tiene 19 años cuando se casa con él-, es clave
para entender el fracaso existencial de ambos jóvenes en su primera experiencia
sentimental y sexual seria. Mientras que la figura de la madre es determinante
en sus inicios, la del marido, un don nadie bien parecido y sin oficio ni
beneficio, acabará precipitándola a un final terrible contra el que el espíritu
indómito, luchador y competitivo de la joven logra sobreponerse, dentro siempre
de un tono menor de palmario fracaso, porque su carrera como boxeadora, por
ejemplo, aunque tratada irónicamente en pantalla, permite ver el agrio perfil
de la forzada subsistencia a costa de lo que sea. No le debe de haber sido
fácil a la estrella del patinaje, estrellarse como villana número uno para las
audiencias usamericanas, y tener que apechugar con su pasado. La película, que
alterna la ficción del documental con una puesta en escena feísta que subraya
la dimensión neorrealista del relato, gana mucho cuando aparece en escena el
amigo y compinche delictivo del marido, el parásito que se hace pasar por
experto en seguridad: ¡una joya de personaje y de actuación! Es el único
momento, insisto, en que la tristeza y la compasión dejan de ganar el ánimo del
espectador, de continuo acongojado por ver cómo la excelencia -en este caso
deportiva- sin el concurso del cultivo individual a través de la educación
acaba siendo desperdiciada. Se sale con mal cuerpo del cine, y tendiendo a
pensar que el determinismo no acaba de ser un pensamiento que haya de ser
despreciado, porque Tonya Harding, a quien la película más que reivindicar
compensa por tan largos sufrimientos de los que no siempre fue ella la
responsable, no merecía la vida que le dieron ni, y eso ya estaba en su mano,
debiera ella haberse conformado con lo que aceptó. Un reparo de envergadura es
la elección del look asilvestrado de la
protagonista, que, físicamente, la acerca a más de los 30, aunque, por edad, la
actriz no esté lejos, 27, de los 22 de la Tonya que encarna. Durante la
película he de reconocer que le echaba unos 37, aunque ahora compruebo que
pecaba de exagerado, pero el sufrimiento envejece y ese efecto está demasiado
conseguido en la narración en presente de los hechos. En realidad, casi se la
ve más joven, ya retirada, años después de los hechos que en pleno afán
competitivo. En el fondo, hay una tensión entre el sistema y una figura que no
se ajusta a las convenciones que se salda con la derrota de la segunda. El
feísmo que atraviesa la puesta en escena constantemente, salvo las actuaciones
deportivas, filmadas con mimo y poderosa efectividad, revelan esa suerte de evidencia
de la lucha de clases que también tiene su hueco en el conflicto, si bien donde
mejor se refleja es en el alegato defensivo que de su persona hace la patinadora
ante el juez que la condena a la irrelevancia social y profesional. Es evidente
que la película no pretende convertirse en una apología de las malas artes del
entorno de la patinadora, al que ella se sumó es probable que conscientemente,
pero la súbita popularidad que la magnífica película le habrá deparado ha de
verse como una compensación de aquellos hórridos sufrimientos por los que tuvo
que pasar tanto bajo la férula de su madre como bajo la de su marido, maltratadores
ambos. La escena en la que la madre escenifica una reconciliación con su hija,
cuando en realidad pretende grabar confesiones suyas que poder poner en venta
en el mercado mediático que se organizó en torno al caso, dan un idea clara del
nivel de degradación moral que atraviesa la desgraciada historia de Tonya, y,
vuelvo a insistir, de ahí ese leve conato de reivindicación de la patinadora
que supone el propio título de la película. Mi primera reacción nada más salir
del cine fue la de haber visto una extraña versión dulcificada del Fargo de los
Cohen, y, a pesar del abismo que hay entre ambas, no me parece tan desatinada
la comparación, la verdad.
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