domingo, 15 de abril de 2018

“Yo, Tonya”, de Craig Gillespie: la Usamérica profunda del hielo y la pobreza.



Original falso documental de una realidad estremecedora que congela la imposible sonrisa en los labios: Yo, Tonya o la crónica del fracaso social usamericano, con sus gotas bienhumoradas a lo Fargo


Título original: I, Tonya
Año: 2017
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Craig Gillespie
Guion: Steven Rogers
Música: Peter Nashel
Fotografía: Nicolas Karakatsanis
Reparto: Margot Robbie,  Sebastian Stan,  Allison Janney,  Caitlin Carver,  Julianne Nicholson, Bojana Novakovic,  Mckenna Grace,  Paul Walter Hauser,  Bobby Cannavale, Renah Gallagher,  Amy Fox,  Ricky Russert,  Jeffery Arseneau,  Bobby Akers, Suehyla El-Attar,  Kaleigh Brooke Clark,  Catherine Dyer,  Joshua Mikel,  Jason Davis.

El alegato estremecedor de la patinadora usamericana Tonya Harding ante el tribunal que la privaba de la posibilidad de abrirse paso, económicamente, en el mundo profesional del patinaje, tras ser considerada culpable de no haber impedido una agresión a su más directa competidora, Nancy Kerrigan, resumiría a la perfección la anomalía que supone la carrera brillante de una patinadora superdotada crecida en un medio hostil, ajena al pulimiento de la educación y con un carácter agresivo forjado como reacción contra ese medio que condicionó su evolución como persona y como deportista de élite que no llegó a cuajar salvo en el momento glorioso de haber conseguido lo que ninguna otra patinadora había conseguido antes que ella y muy pocas han conseguido después: el triple Axel. No es una película complaciente, y mucho menos “divertida”, como promete la publicidad que será, aunque hay un personaje, el guardaespaldas de Tonya, a quien contrata su amigo y marido maltratador de la patinadora, con quien esta se casa para huir de su madre maltratadora, que sí consigue que, en medio de ese drama hiriente que es la contemplación de la degradación de una persona, camino del fracaso absoluto, el espectador se eche unas risas, más que nada para descongestionar el nudo en la garganta que le pone la sesión de malos tratos físicos y psicológicos que sufre la protagonista, siempre dispuesta a no arredrarse y devolver, en la medida de sus posibilidades, los golpes que recibe, aunque eso empeore su situación. Sí, como en tantas películas que denuncian el “sueño usamericano”, en esta el ídolo caído es el objeto de una narración perfectamente planeada a partir de la ficción del falso documental que nos permite esa distancia propia de los reportajes televisivos, pero que no nos evita la dureza de las mil y una situaciones en que la “heroína” va cayendo para, finalmente, no poderse levantar, una vez que se aclara el suceso que se convierte en asunto nacional de todo el país, con lo que eso supone de acoso mediático añadido a una situación ya de por sí espeluznante. La figura del marido, determinante en todo el asunto -recordemos que ella tiene 19 años cuando se casa con él-, es clave para entender el fracaso existencial de ambos jóvenes en su primera experiencia sentimental y sexual seria. Mientras que la figura de la madre es determinante en sus inicios, la del marido, un don nadie bien parecido y sin oficio ni beneficio, acabará precipitándola a un final terrible contra el que el espíritu indómito, luchador y competitivo de la joven logra sobreponerse, dentro siempre de un tono menor de palmario fracaso, porque su carrera como boxeadora, por ejemplo, aunque tratada irónicamente en pantalla, permite ver el agrio perfil de la forzada subsistencia a costa de lo que sea. No le debe de haber sido fácil a la estrella del patinaje, estrellarse como villana número uno para las audiencias usamericanas, y tener que apechugar con su pasado. La película, que alterna la ficción del documental con una puesta en escena feísta que subraya la dimensión neorrealista del relato, gana mucho cuando aparece en escena el amigo y compinche delictivo del marido, el parásito que se hace pasar por experto en seguridad: ¡una joya de personaje y de actuación! Es el único momento, insisto, en que la tristeza y la compasión dejan de ganar el ánimo del espectador, de continuo acongojado por ver cómo la excelencia -en este caso deportiva- sin el concurso del cultivo individual a través de la educación acaba siendo desperdiciada. Se sale con mal cuerpo del cine, y tendiendo a pensar que el determinismo no acaba de ser un pensamiento que haya de ser despreciado, porque Tonya Harding, a quien la película más que reivindicar compensa por tan largos sufrimientos de los que no siempre fue ella la responsable, no merecía la vida que le dieron ni, y eso ya estaba en su mano, debiera ella haberse conformado con lo que aceptó. Un reparo de envergadura es la elección del look asilvestrado de  la protagonista, que, físicamente, la acerca a más de los 30, aunque, por edad, la actriz no esté lejos, 27, de los 22 de la Tonya que encarna. Durante la película he de reconocer que le echaba unos 37, aunque ahora compruebo que pecaba de exagerado, pero el sufrimiento envejece y ese efecto está demasiado conseguido en la narración en presente de los hechos. En realidad, casi se la ve más joven, ya retirada, años después de los hechos que en pleno afán competitivo. En el fondo, hay una tensión entre el sistema y una figura que no se ajusta a las convenciones que se salda con la derrota de la segunda. El feísmo que atraviesa la puesta en escena constantemente, salvo las actuaciones deportivas, filmadas con mimo y poderosa efectividad, revelan esa suerte de evidencia de la lucha de clases que también tiene su hueco en el conflicto, si bien donde mejor se refleja es en el alegato defensivo que de su persona hace la patinadora ante el juez que la condena a la irrelevancia social y profesional. Es evidente que la película no pretende convertirse en una apología de las malas artes del entorno de la patinadora, al que ella se sumó es probable que conscientemente, pero la súbita popularidad que la magnífica película le habrá deparado ha de verse como una compensación de aquellos hórridos sufrimientos por los que tuvo que pasar tanto bajo la férula de su madre como bajo la de su marido, maltratadores ambos. La escena en la que la madre escenifica una reconciliación con su hija, cuando en realidad pretende grabar confesiones suyas que poder poner en venta en el mercado mediático que se organizó en torno al caso, dan un idea clara del nivel de degradación moral que atraviesa la desgraciada historia de Tonya, y, vuelvo a insistir, de ahí ese leve conato de reivindicación de la patinadora que supone el propio título de la película. Mi primera reacción nada más salir del cine fue la de haber visto una extraña versión dulcificada del Fargo de los Cohen, y, a pesar del abismo que hay entre ambas, no me parece tan desatinada la comparación, la verdad.

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