Un thriller estilístico y angustioso o el FBI siempre
gana: Chantaje contra una mujer o un dominio del tempo y el encuadre en
primerísimo plano.
Título original: Experiment in Terror
Año: 1962
Duración: 123 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Blake Edwards
Guion: Gordon Gordon, Mildred
Gordon (Novela: Gordon Gordon, Mildred Gordon)
Música: Jack Hayes, Leo Shuken, Henry Mancini
Fotografía: Philip H. Lathrop (B&W)
Reparto: Glenn Ford, Lee Remick,
Stefanie Powers, Roy Poole, Ned Glass,
Anita Loo, Patricia Huston,
Gilbert Green, Clifton
James, William Bryant, Ross Martin.
Quizás no haya en toda la
película una secuencia tan poderosa como el arranque, en el garaje de la
protagonista, tras aparcar esta el coche, oír ruidos extraños y verse reducida
inmediatamente, por la espalda, por un hombre que la amordaza y la fuerza a oír,
con una voz corta de respiración por el asma, el chantaje a que la someterá
para que ella, cajera de un banco, le consiga cien mil dólares, después de
darle pormenorizada relación de cuanto conoce de ella, incluidas las costumbres
de su hermana pequeña. El espectador “siente” el contacto corporal agresivo de
ese delincuente que fuerza a la protagonista a una sumisión de la que no puede
escapar. Cuando, ya en la casa, decide
llamar a la policía, el hombre reaparece para convencerla de que no se trata de
un juego y que está poniendo en juego su propia vida y la de su hermana. Será
el agente del FBI, un Glenn Ford en su madurez creativa, quien inicie una
investigación para dar con ella después de apenas haber cruzado con ella dos
palabras, una de ellas el nombre, lo que les permite repasar el listín
telefónico de San Francisco hasta dar con ella y, en clave, ser alertados de
que su interlocutora está siendo controlada por un extraño. Los primerísimos
planos desasosegantes del inicio de la película, que encubren al chantajista y
al tiempo lo delatan por la carnosidad de sus labios y la respiración jadeante
del asmático, incluyen algunos picados y contrapicados, en los forcejeos, que
nos indican claramente la perturbación psicológica del antagonista, quien acaba
asumiendo un papel cada vez más protagonista a medida que avanza la película.
Aunque Lee Remick, cuya mirada expresiva tanto colabora para la comunicación
del terror que le provoca el extraño, hace un fantástico papel, el actor Ross
Martin, conocido por los televidentes de todo el mundo por su papel de Artemio
Gordon en la serie The Wild Wild West, logra una interpretación capaz de
desasosegar al más pintado, y contribuye en mucho a la excelencia de la
película. Hay en Edwards una planificación de los encuadres que opta por una
alternancia casi rítmica entre los planos
generales, como los de exteriores y algunos en la oficina bancaria o en
el estadio de béisbol y los primerísimos planos que revelan una violencia a
punto de desatarse con terribles consecuencias. La elegancia del blanco y negro
en una época, principios de los 60, en que los colores casi chirriantes hacen
furor en la taquilla, nos remite a la tradición del mejor cine negro de los
años 40 y 50, a los que casi puede decirse que se quiere rendir homenaje. La
película tiene dos secuencias formidables: la del asesinato de quien se supone
que ha sido amante del asesino, una fabricante de maniquíes, con una puesta en
escena espectacular en el estudio de la “artista” lleno de maniquíes entre los
que se esconde el asesino y luego es colgada la artista asesinada y, en el
desenlace de la película, en el estadio de béisbol, una parte de la película que,
a mi entender, es claro antecedente de otra situación similar, aunque en un
estadio donde hay un combate de boxeo, en una película famosa de Brian de
Palma: Ojos de serpiente. Solo hay un
pequeño detalle de guion que ensombrece la buena planificación del mismo. Me
refiero a la aparición del culpable en el estudio de la diseñadora de maniquíes
asesinada, sin que, una vez que han establecido su identidad con la fotografía
de sus antecedentes penales, ningún agente del FBI recuerde haberlo visto allí,
a pesar de haber intercambiado con él unas breves palabras. Ello no empaña en
absoluto la calidad de la cinta, por supuesto, y el secuestro de la hermana
menor de la protagonista contribuye al mantenimiento del suspense. Las
secuencias finales de la muerte del “generoso” ladrón, porque es el benefactor
del hijo de una mujer, a quien financia la estancia en el hospital con el fruto
de sus robos, están a la altura de los grandes finales de thrillers, y dejan
tan buen sabor de boca como las inquietantes del inicio. Blake Edwards es un autor
de comedias, está claro, pero dos incursiones en géneros como el terror
psicológico, en esta película y en el drama social, como en Días de vino y rosas, una película
excepcional, con Jack Lemmon y otra intensísima interpretación de Lee Remick,
nos convencen de que estamos ante un director de los grandes en la historia del
cine.
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