martes, 10 de abril de 2018

“La pelirroja”, de Raoul Walsh, una sabrosísima y nutritiva ensalada de géneros.



La intensa vida de barrio como fresco narrativo de la condición humana: La pelirroja o los extraños y azarientos caminos de la felicidad y el fracaso.

Título original: The Strawberry Blonde
Año: 1941
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Raoul Walsh
Guion: Julius J. Epstein, Philip G. Epstein (Obra: James Hagan)
Música: Heinz Roemheld
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: James Cagney,  Olivia de Havilland,  Rita Hayworth,  Alan Hale,  Jack Carson, George Tobias,  Una O'Connor,  George Reeves,  Lucile Fairbanks, Edward McNamara,  Helen Lynd,  Herbert Heywood.

Empecé a ver esta película de Raoul Walsh -y ahora caigo en que es posible que mi admirado Raúl Ruiz no afrancesara su nombre, cuando firmaba Raoul Ruiz, sino que la walshizara- porque no hay película suya que me resista a ver y enseguida advertí que la historia me era conocida, que “ya la había visto”, pero no lograba fijar en mi recuerdo la presencia temperamental y magnífica de James Cagney, porque, no sabía por qué, al protagonista lo recordaba más alto. Y por ahí, por las alturas, vine a dar, en el recuerdo, con Gary Cooper, cuyo nombre le lancé a mi Conjunta, a quien también le “sonaba” mucho la historia -parte de la nuestra íntima es haber miles de películas juntos…-, sin saber exactamente si iba bien encaminado. Acabada, y disfrutada, la película, me faltó tiempo para entrar en FilmAffinity y confirmar, en efecto, que La pelirroja es otra adaptación  cinematográfica de una historia rodada ocho años antes por Stephen Roberts y protagonizada por Cooper y Fay Wray -la protagonista inmortal de King Kong- con el título La mujer preferida, One Sunday Afternoon, en inglés, un título alusivo al argumento de la película, porque todo arranca de la necesidad que tiene un hombre de ser atendido por un dentista un domingo por la tarde, cuando ninguno trabaja, por descanso semanal. Cuando el dentista casi aficionado -sacó su título por correspondencia estando en la cárcel- oye de quién se trata, el amigo que le “robó” la chica de quien se había enamorado, una casi debutante Rita Hayworth -sobrina de Cansinos-Asséns, by the way...- , puesto que tras varios papeles menores, solo dos años antes, con Solo los ángeles tienen alas, consiguió darse a conocer, decide “recibirle” para darse el gustazo de vengarse de lo que sucedió, aunque sucedieron muchas más cosas que el hecho de que le “birlaran” la “novia que nunca llegó a ser tal”. De hecho, la estructura de la película viene definida por una serie de flash-backs que permiten conocer al detalle la insignificante historia común de dos jóvenes de -en aquel momento- la ciudad de Brooklyn -después sería mero barrio de Nueva York- de muy distinto carácter, no excesivas luces y excelentes sentimientos estratégicamente escondidos. La historia es la de ellos dos y sus parejas, porque cuando conocen a la pelirroja, conocen también a la “morena”, es decir, a una Olivia de Havilland que brilla a una altura excepcional. Cuando se entera de que su amigo se ha casado por la vía rápida con la deslumbrante (y fatua) pelirroja, el protagonista, Biff -en una crítica que he leído lo llaman beef…- , por despecho, decide proponerle matrimonio a la amiga, quien, no ignorando la razón última de la proposición, decide aceptarlo, convencida de que será capaz de revertir la situación y conseguir que se acabe enamorando de ella. La película es algo así como una ensalada de géneros, aunque si tuviera que encasillarla, la metería en el de la comedia sentimental, muy cerca, casi cerquísima, de las películas “menores” de John Ford, en las que, apegado a la vida cotidiana, nos deleita con una visión bienhumorada de los conflictos comunes a cualquier hijo de vecino. Hay, sobre todo en la perspectiva masculina, predominante en la película, una visión muy fordiana de la existencia y de las relaciones de amistad, lealtad y devoción masculinas. De hecho, el ingenuo Biff, que acaba como vicepresidente de la compañía de construcción de su amigo, y a cuyo nombre pone este todo el entramado legal de la compañía, será quien acabe yendo a prisión tras producirse un hundimiento en una de sus obras en el que acabe sepultado el propio padre de Biff, que había entrado a trabajar en la empresa junto con él. El personaje del padre de Biff, un seductor, holgazán y borrachín que le tira los tejos a  todas las casadas del barrio es, acaso, el más fordiano de todos. La escena en la que el padre se sienta en el sillón de dentistas de su hijo para que este haga “prácticas” con él es memorable, divertidísima. Aunque la película parece tocada por la gracia de la levedad, hay un trasfondo amarga sobre la deslealtad y la explotación por parte del amigo, un magnífico Jack Carson, un secundario siempre en el borde del protagonismo absoluto por su calidad, como en Mildred Pierce, (Alma en suplicio) de Michael Curtiz, por ejemplo o en tantas otras, que permite huir del cine costumbrista y del estereotipo en los personajes, aunque el más estereotipado sea, quizás, el de la propia pelirroja, una mujer que no acabará encontrando la sencillez de la felicidad, sino la comodidad de la riqueza en un matrimonio que la llena de insatisfacción, frente, no podía ser de otro modo, el feliz que representa el modesto dentista y su devota enfermera, pues se trata, además, frente a la frivolidad de la “pelirroja”, de una mujer independiente y con profesión, lo que le permitirá aguardar a que su marido engañado salgo de la condena de cinco años que le cae como responsable jurídico -hombre de paja- de la sociedad con su “amigo”. La escena del reencuentro del matrimonio en el parque donde se encontraron los cuatro y él se enamoro de la pelirroja que luego le birló su amigo es particularmente emocionante, y consigue , en esa ensalada de géneros que es la película, un excelente momento de potente melodrama. Se trata, por lo tanto, de una película que, al estilo de las de Capra, con quien también se puede asociar esta película de Walsh, consigue dejar En el espectador la semilla de la esperanza y la fe en la vida, pero sin la miel empalagosa de los happy ends. A ese respecto es muy significativo un final en el que se retoma uno de los leit motiv de la película, la “banda sonora” del enamoramiento del protagonista, porque incluso tiene sus gotitas de musical la película, al estilo de las escenas irlandesas de Ford alrededor de las viejas canciones tradicionales como vínculo social. ¡Una gozada, vaya! Y de James Cagney, un torrente de virtuosismo -con sus virtudes y sus defectos, que conste- ¿qué decir, sino que es el cine en estado puro?

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