sábado, 7 de abril de 2018

“La Atlántida”, de G.W.Pabst o una obra maestra del lirismo cinematográfico.



La belleza del espacio exótico y hostil: La Atlántida o el retrato de la divinizada mujer fatal. Una película digna acreedora a los méritos del reestreno a bombo y platillo.

Título original: L'Atlantide
Año: 1932
Duración: 94 min.
País: Alemania
Dirección: Georg Wilhelm Pabst
Guion: Alexandre Arnoux, Jacques Deval, Ladislaus Vajda (Novela: Pierre Benoît)
Música: Wolfgang Zeller
Fotografía: Joseph Barth, Eugen Schüfftan (B&W)
Reparto: Brigitte Helm,  Pierre Blanchar,  Tela Tchaï,  Georges Tourreil,  Vladimir Sokoloff, Mathias Wiedman,  Jean Angelo,  Florelle

Cuando hablamos de la poesía de las imágenes solemos pensar en realizaciones con planos de carácter pictórico en los que todos los elementos están distribuidos de una particular manera: a la perfección, sea simétrica o asimétrica, y sean sus contenidos bellos o repulsivos. Hasta ahora había visto dos películas muy notables de Pabst: Misterios de un alma, una película sobre las teorías psicoanalíticas de Freud, supervisado por el Instituto Psicoanalítico de Berlín, y La caja de Pandora, adaptación de la obra de Franz Wedekind, Lulú, de sobra conocida por todos los cinéfilos y los amantes del teatro. Ambas pueden encuadrarse en aquella época gloriosa para el cine alemán de la República de Weimar, que tantas obras maestras nos dio a la Historia del Cine, amén de un estilo, el expresionista, del que aún siguen viviendo no pocos directores incluso en nuestros días. La novela  La Atlántida, que ya había sido llevada al cine por Jacques Feyder en 1921, con gran éxito de público, acaso por el rodaje en un espacio exótico como lo era el desierto para el público europeo, mucho antes de la llegada del turismo masivo que parece haberlo banalizado todo, incluso lo extraordinario, se volvió a llevar al cine para incorporar el sonoro. Intuyo que ambas películas, por lo que he leído, son muy diferentes. Esta que acabo de ver, y que me ha impresionado poderosamente, cae dentro de esas películas mágicas, llenas de poesía visual, que saltan incluso por el tema y el desarrollo argumental, aunque la historia en sí tiene la suficiente fuerza mítica y narrativa como para interesar al espectador en esa recreación fantástica del mítico reino de la Atlántida, donde mora la reina Antinea, como una abeja reina a la que sus esclavos han de llevarle hombres apuestos para consumirlos sexualmente y abandonarlos, lo que lleva a algunos, a la desesperación, al consumo masivo de kif e incluso al suicidio. Estoy tan emocionado, tras la visión de la película, que me considero incapaz de traducir en una crítica ordenada, serena y coherente la avalancha de imágenes espectaculares que ha conseguido Pabst en un desierto que adquiere tintes de personaje protagonista.  Partir de una teoría sustentada por un intelectual francés de que la Atlántida, el mítico territorio, no estaría sumergido en el mar, sino excavado en el interior del desierto, dos expedicionarios militares franceses salen en una misión a medias militar a medias científica durante la que son atacados por una tribu del desierto y llevados a una ciudad subterránea donde mora la reina Antinea, una auténtica esfinge escultórica -a quien le pone cara y cuerpo ad hoc Brigitte Helm, protagonista de Metrópolis, de Lang, con una capacidad hierática, marmórea y al tiempo seductora que no es de extrañar que impacte a sus amantes del modo como lo hace. Su presencia en una suerte de banco corrido junto a un leopardo de esbeltísima silueta, queda grabada en la retina como un prodigio de belleza, muchísimo antes, por supuesto de la aparición de directores estetas como Riddley Scott en Los duelistas, toda la obra de Peter Greenaway o el Satyricon de Fellini, que es el más próximo a lo conseguido aquí por Pabst, desde el punto de vista del exotismo de no pocas de sus imágenes, al menos. Hablamos de una civilización perdida entre las arenas del desierto. Y las calles, los corredores, los silencios de los hombres apostados en ellas, las mujeres de tentadora belleza, la ausencia de diálogos esclarecedores de los porqués y los orígenes de esa realidad desconocida y atractiva, todo se suma para conseguir una película misteriosa, infinitamente más que El cielo protector de Bertolucci, y altamente poética, construida sobre una sucesión de imágenes a cual más deslumbrante. ¡Si habré visto películas de desierto y camellos en ellas! Y, sin embargo, jamás había contemplado la filmación de sus movimientos como lo que estos son: un ballet armonioso en un espacio hostil en el que el propio animal, su morfología, aparece como un animal exótico, adaptado estéticamente, más que biológicamente, a un realidad física muy adversa. La película se construye como un flash-back de la aventura de los dos militares, contada, lógicamente, por el que sobrevive al poder de fascinación de ese reino desconocido, remoto e inencontrable en un espacio en el que el viento oculta las huellas y la arena parece engullirlo todo. Lo mejor que puedo decir de la película, más allá del virtuosismo técnico de la realización, del juego asombroso de primeros planos y de unas interpretaciones destacadísimas, y con un protagonista que recuerda enormemente a Jean-Pierre Léaud, el actor-fetiche de Truffaut, por sus miradas, sus gestos e incluso por su perfil, es que se contempla en un estado de estupefacción del que no se sale hasta un excelente doble final que, por supuesto no desvelo. La película tiene el encanto de las novelas de aventuras sobre reinos míticos o perdidos en paisajes de insólita belleza y, al mismo tiempo, la profundidad psicológica del estudio de una poderosa ambición, cercana, quiero creer, al impulso que siguió Melville para escribir su Moby Dick. La belleza, e incluso un cierto sentido del humor, como el representado por el viejo cicerone que acompaña a los candidatos a amantes de Antinea por el reino de arena de esta, confieren a la película unas cualidades que hacen de ella, no sé si una obra maestra, pero si, definitivamente, una obra arrebatadora que se contempla, ya digo, y al menos quien esto escribe, en un estado de subyugación estética y moral. Antes de concluir quiero dejar constancia de que en el guion participo Ladislaus Vadja, quien fuera el padre del excelente director afincado en España Ladislao Vajda, de quien, en este Ojo, he criticado una obra portentosa de la neopicaresa española cinematográfica: Mi tío Jacinto.

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