La
belleza del espacio exótico y hostil: La
Atlántida o el retrato de la divinizada mujer fatal. Una película digna acreedora
a los méritos del reestreno a bombo y platillo.
Título original: L'Atlantide
Año: 1932
Duración: 94 min.
País: Alemania
Dirección: Georg Wilhelm Pabst
Guion: Alexandre Arnoux, Jacques Deval, Ladislaus Vajda (Novela: Pierre
Benoît)
Música: Wolfgang Zeller
Fotografía: Joseph Barth, Eugen Schüfftan (B&W)
Reparto: Brigitte Helm, Pierre
Blanchar, Tela Tchaï, Georges Tourreil, Vladimir Sokoloff, Mathias Wiedman, Jean Angelo,
Florelle
Cuando hablamos de la poesía de las imágenes solemos
pensar en realizaciones con planos de carácter pictórico en los que todos los
elementos están distribuidos de una particular manera: a la perfección, sea
simétrica o asimétrica, y sean sus contenidos bellos o repulsivos. Hasta ahora
había visto dos películas muy notables de Pabst: Misterios de un alma, una película sobre las teorías
psicoanalíticas de Freud, supervisado por el Instituto Psicoanalítico de Berlín,
y La caja de Pandora, adaptación de
la obra de Franz Wedekind, Lulú, de
sobra conocida por todos los cinéfilos y los amantes del teatro. Ambas pueden
encuadrarse en aquella época gloriosa para el cine alemán de la República de
Weimar, que tantas obras maestras nos dio a la Historia del Cine, amén de un
estilo, el expresionista, del que aún siguen viviendo no pocos directores
incluso en nuestros días. La novela La Atlántida, que ya había sido llevada
al cine por Jacques Feyder en 1921, con gran éxito de público, acaso por el
rodaje en un espacio exótico como lo era el desierto para el público europeo,
mucho antes de la llegada del turismo masivo que parece haberlo banalizado
todo, incluso lo extraordinario, se volvió a llevar al cine para incorporar el
sonoro. Intuyo que ambas películas, por lo que he leído, son muy diferentes. Esta
que acabo de ver, y que me ha impresionado poderosamente, cae dentro de esas
películas mágicas, llenas de poesía visual, que saltan incluso por el tema y el
desarrollo argumental, aunque la historia en sí tiene la suficiente fuerza
mítica y narrativa como para interesar al espectador en esa recreación
fantástica del mítico reino de la Atlántida, donde mora la reina Antinea, como
una abeja reina a la que sus esclavos han de llevarle hombres apuestos para
consumirlos sexualmente y abandonarlos, lo que lleva a algunos, a la
desesperación, al consumo masivo de kif e incluso al suicidio. Estoy tan
emocionado, tras la visión de la película, que me considero incapaz de traducir
en una crítica ordenada, serena y coherente la avalancha de imágenes espectaculares
que ha conseguido Pabst en un desierto que adquiere tintes de personaje protagonista. Partir de una teoría sustentada por un
intelectual francés de que la Atlántida, el mítico territorio, no estaría sumergido en el mar, sino excavado en el interior del desierto, dos expedicionarios
militares franceses salen en una misión a medias militar a medias científica
durante la que son atacados por una tribu del desierto y llevados a una ciudad
subterránea donde mora la reina Antinea, una auténtica esfinge escultórica -a
quien le pone cara y cuerpo ad hoc Brigitte Helm, protagonista de Metrópolis, de Lang, con una capacidad
hierática, marmórea y al tiempo seductora que no es de extrañar que impacte a
sus amantes del modo como lo hace. Su presencia en una suerte de banco corrido
junto a un leopardo de esbeltísima silueta, queda grabada en la retina como un
prodigio de belleza, muchísimo antes, por supuesto de la aparición de directores
estetas como Riddley Scott en Los
duelistas, toda la obra de Peter Greenaway o el Satyricon de Fellini, que es el más próximo a lo conseguido aquí
por Pabst, desde el punto de vista del exotismo de no pocas de sus imágenes, al
menos. Hablamos de una civilización perdida entre las arenas del desierto. Y
las calles, los corredores, los silencios de los hombres apostados en ellas, las
mujeres de tentadora belleza, la ausencia de diálogos esclarecedores de los
porqués y los orígenes de esa realidad desconocida y atractiva, todo se suma
para conseguir una película misteriosa, infinitamente más que El cielo
protector de Bertolucci, y altamente poética, construida sobre una sucesión de
imágenes a cual más deslumbrante. ¡Si habré visto películas de desierto y
camellos en ellas! Y, sin embargo, jamás había contemplado la filmación de sus
movimientos como lo que estos son: un ballet armonioso en un espacio hostil en
el que el propio animal, su morfología, aparece como un animal exótico,
adaptado estéticamente, más que biológicamente, a un realidad física muy
adversa. La película se construye como un flash-back de la aventura de los dos
militares, contada, lógicamente, por el que sobrevive al poder de fascinación de
ese reino desconocido, remoto e inencontrable en un espacio en el que el viento
oculta las huellas y la arena parece engullirlo todo. Lo mejor que puedo decir
de la película, más allá del virtuosismo técnico de la realización, del juego
asombroso de primeros planos y de unas interpretaciones destacadísimas, y con
un protagonista que recuerda enormemente a Jean-Pierre Léaud, el actor-fetiche
de Truffaut, por sus miradas, sus gestos e incluso por su perfil, es que se
contempla en un estado de estupefacción del que no se sale hasta un excelente
doble final que, por supuesto no desvelo. La película tiene el encanto de las
novelas de aventuras sobre reinos míticos o perdidos en paisajes de insólita
belleza y, al mismo tiempo, la profundidad psicológica del estudio de una poderosa
ambición, cercana, quiero creer, al impulso que siguió Melville para escribir
su Moby Dick. La belleza, e incluso un cierto sentido del humor, como el representado
por el viejo cicerone que acompaña a los candidatos a amantes de Antinea por el
reino de arena de esta, confieren a la película unas cualidades que hacen de
ella, no sé si una obra maestra, pero si, definitivamente, una obra arrebatadora
que se contempla, ya digo, y al menos quien esto escribe, en un estado de
subyugación estética y moral. Antes de concluir quiero dejar constancia de que
en el guion participo Ladislaus Vadja, quien fuera el padre del excelente
director afincado en España Ladislao Vajda, de quien, en este Ojo, he criticado una obra portentosa de
la neopicaresa española cinematográfica: Mi
tío Jacinto.
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