martes, 17 de mayo de 2016

La dura ley del arte: valer o no valer. “Madame Marguerite”, de Xavier Giannoli



Mentira, mas no piadosa: la reina desnuda de la noche: Madame Marguerite, de Xavier Giannoli. Una recreación libérrima de la vida de Florence Foster Jenkins. 
Título original: Marguerite
Año: 2015
Duración: 127 min.
País: Francia
Director: Xavier Giannoli
Guión: Xavier Giannoli, Marcia Romano
Fotografía: Glynn Speeckaert
Reparto: Catherine Frot, Christa Théret, André Marcon, Michel Fau, Sylvain Dieuaide, Aubert Fenoy. 

Supongo que cuando se estrene la película de Frears sobre Florence Foster Jenkins, de cuya vida es  Madame Marguerite una versión libérima, asistiremos a las comparaciones inevitables entre una y otra. He visto el tráiler de la de Frears y se intuye un biopic aseado y decente, con una Meryl Streep de nuevo candidata a Oscar, me imagino, pero, por el botón de muestra, nada que pueda compararse con el discurso impecable de Giannoli sobre la compleja piedad de las mentiras piadosas y la distancia abismal entre el deseo, la realidad y el trabajo en la vocación artística; un discurso al que se suman otros como la lucha contra el arte establecido llevada a cabo por las Vanguardias desde el futurismo fe Marinetti hasta el Dadá que más o menos se intuye en las acciones saboteadoras de los jóvenes de la película europea, pasando por la infidelidad conyugal o la fidelidad servil del criado y fotógrafo de Marguerite, una evocación del impecable Stroheim del Crepúsculo de los dioses, y, sin duda, la figura más inquietante de toda la película. Gracias a una suerte de reducida conjura familiar y amistosa, se le hizo creer a Marguerite que tenía unas dotes para la canción lirica, “soprano de coloratura”, de las que, desafortunadamente para los espectadores de sus veladas líricas, carece. Como la mujer es, además ambiciosa, lleva su inconsciencia hasta la idea de presentarse en público para general admiración de todos, espoleada por unos jóvenes que ven en ella algo así como la encarnación del antiarte vanguardista que proclaman. Ahí irrumpe la figura del profesor de canto encargado de “adiestrarla” para superar la gran prueba del teatro con espectadores no “domesticados”. Ese tramo del aprendizaje del canto se lleva la palma de la película y bien podría haber girado toda ella en torno a las duras exigencias de un arte como la canción lírica, cuyas excelsas manifestaciones nos dejan a todos al límite de la emoción desbordada y haciéndonos cruces de cómo es posible que la voz humana sea capaz de hacer lo que los cantantes líricos hacen. En cierta forma, recuerda a El discurso del rey, pero aquí la figura del profesor tiene una dimensión bufonesca, su corte de especialistas incluida, que deriva la película hacia el esperpento, que es el terreno propio en el que ha de situarse el esfuerzo lírico de la protagonista. Que Marguerite, llevada de su afición y entusiasmo por la belleza, se atreva a cantar/destrozar el aria de La reina de la noche de La flauta mágica, de Mozart, quizá, y sin quizá, el aria más difícil del bel canto, nos da una idea de la insensatez de la mujer y de la dimensión de la mentira urdida en torno a su pasión operística. El hecho de ser millonaria y de que su marido proteja la, en principio, discreta pasión de su mujer, por quien siente un afecto más paternal que conyugal, parece que no se compadezca con la capacidad estimativa natural de la mujer, quien parece imposible que no sea consciente de su clamorosa falta de cualidades. Autoengañarse, cuando uno se puede permitir el lujo de hacerlo, bien puede hacerse sin daños colaterales; pero acabar creyéndose el engaño conduce, como en el caso de la protagonista, a un drama personal que se mezcla con la humillación íntima del descubrimiento casual de la infidelidad de su marido. Como todo en la película está orientado hacia el famoso debut de la cantante, es evidente que en la obra se persigue alcanzar un clímax que coincida con el momento estelar de la película, aquel en el que la protagonista se supone que ha de descubrir definitivamente las limitaciones evidentes de sus facultades artísticas, y así sucede, en efecto, aunque, dada la pérdida de voz que sufre la cantante al atacar las notas más altas del repertorio, cuando parecía que su voz se asemejaba a la de una soprano digna de tal nombre, la película se alarga, a través de un anticlímax perfectamente estudiado para conseguir el gran golpe final de la última escena y la última fotografía, con la que el criado fiel quiere poner fin a la historia lirica de su ama.
La película, con una puesta en escena preciosista, propia del lujo del matrimonio protagonista de la historia, desdeña, sin embargo, el preciosismo retórico, y se centra, acaso excesivamente, en la protagonista, aunque la actuación extraordinaria de Catherine Frot, de quien no puede olvidarse su maravillosa actuación en  Odette, una comedia sobre la felicidad, de Éric-Emmanuel Schmitt, y que sí que merecería un Oscar a la mejor actriz, justifica la elección del director. Ello priva a la trama del desarrollo de un contexto histórico en efervescencia, con la creación de la música atonal, de las vanguardias, etc., aunque los gallos y la falta de afinación de la protagonista bien podrían pasar, en algún momento, y sin ironía alguna, por dicha música atonal… La película nos habla de un malentendido más común de lo que parece en nuestras sociedades, porque, como cantaba Concha Velasco en “Mamá, yo quiero ser artista”, aquí, allá y acullá… no hay hijo de vecino que no crea haber sido llamado por el coro de las musas para convertirse en gran artista. El desengaño, cuando llega, explica la dureza de la caída, más dura aún que la acaecida desde el pináculo de la fama, cuando esta se ha conseguido, porque se cae del delirio interno y ante un solo espectador. Si es importante que la sociedad colabore para que los ciudadanos desarrollen el espíritu crítico, bien cabe señalar que primordial parece desarrollar el espíritu autocrítico…

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