martes, 31 de mayo de 2016

El pacifismo no antimilitarista: “La raza suprema”, de Herbert J. Biberman, uno de “Los diez de Hollywood”.





Donde Biberman sembró humanismo, el fanatismo vio filocomunismo: La raza suprema, película “aliada” de Herbert J. Biberman, autor del clásico La sal de la tierra.

Título original: The Master Race
Año: 1944
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Director: Herbert J. Biberman
Guión: Herbert J. Biberman, Anne Froelich, Rowland Leigh
Música: Roy Webb
Fotografía: Russell Metty (B&W)
Reparto: George Colouris, Stanley Ridges, Osa Massen, Carl Esmond, Nancy Gates, Morris Carnovsky, Lloyd Bridges, Eric Feldary, Helen Beverly, Gavin Muir, Gigi Perreau


La sal de la tierra es una película propiamente generacional, una suerte de aldabonazo en la conciencia para quienes, cuando la vimos en los cines de Arte y Ensayo -que ese hermoso título se le ocurrió paradójicamente a un régimen franquista negado para la cultura- nos parecía que el franquismo no acababa de acabar nunca. Se trata de una de esas películas en las que se alcanza un doble discurso, estético y ético, que las hace imborrables y las convierte, para el espectador, no tanto en la contemplación de una obra de arte cuanto en una experiencia formativa de la persona. Incluso desde el punto de vista tan contemporáneo del discurso feminista la película merecería ser rescatada y visionada por muchos jóvenes entre quienes tampoco parece que el machismo acabe de morir definitivamente. La raza superior ha constituido toda una sorpresa para este crítico no tanto por el propio hecho de su existencia, pues la ignoraba, cuanto porque, aunque la película pueda encuadrarse aparentemente entre las de propaganda aliada para levantar la moral del pueblo y de los combatientes durante la larga lucha contra el mal absoluto encarnado por la ideología nazi que gobernó Alemania de 1933 a 1945, supone, en realidad, una obra cinematográfica realizada con un cuidado estético y con un discurso ético que excede con mucho al que se podría esperar de un supuesto film “de propaganda”. Biberman, tan atento siempre a la lucha colectiva, narra la historia de la reconstrucción de un pueblo belga tras el paso devastador del ejército nazi, cuando algunos de cuyos dirigentes reciben el encargo de infiltrarse en la población civil para sabotear los esfuerzos de colaboración con los aliados y promover el resurgimiento del Tercer Reich. Y ahí tenemos el caso de una población belga en la que el odio a los nazis es incluso alimentado por los nazis infiltrados en la población para liderar una revuelta que pretenden subvertir para dirigirla hacia los que presentan como “conquistadores”, hacia quienes solo pretenden asegurar “sus” intereses, no los de la población local. Los mandos aliados, sin embargo, aparecen como los representantes de las instituciones cuya dirección, poco a poco, han de ir recobrando los nativos del lugar.  Que el director de fotografía de la película, Russel Metty, tenga en su haber, no solo un Oscar por Espartaco, sino películas como  Escrito sobre el viento, Sed de mal, Imitación a la vida o Vidas rebeldes nos habla bien a las claras de que no se trata de una película descuidada en la que se pusiera el acento en las “bondades” intrínsecas de los aliados y se proclamasen a los cuatro vientos para instrucción general de las gentes las virtudes de la democracia representativa y la preeminencia de las leyes y del sistema capitalista, sino de una obra de arte que toma como pretexto una situación humana concreta para construir un discurso de fuerte raíz humanista en el que la realidad se ve con toda la complejidad con que esta suele mostrarse. A través de varias historias de vecinos de la supuesta villa belga de Kolar, se pone de relieve la magnitud de la tragedia que ha supuesto la guerra, las heridas tremendas que ha abierto y las dificultades con que se producirá la reconciliación entre sus habitantes. Hay momentos, con la infiltración del coronel nazi en el pueblo, en los que la película deriva incluso hacia el thriller o la película de espías, pero, en términos generales, se ciñe escrupulosamente a la dolorosa cicatrización de las heridas abiertas y a la enorme dificultad de retomar la vida cotidiana a todos los niveles.  Para la historia quedará de esta película, por ejemplo, que la visión positiva del soldado ruso que aparece, un médico lleno de optimismo y amor al prójimo, dispuesto a lo que sea para facilitar la vida de los habitantes del pueblo y colaborar, orgullosamente, con las autoridades de los otros países aliados, acabo siendo un indicio “evidente” del “filocomunismo” del autor, quien, por ello, acabó formando parte de lo que se conoce como “Los diez de Hollywood”, entre los cuales figuraba Dalton Trumbo, sobre quien hace poco hemos hablado en este Ojo cosmológico, a propósito de la película biográfica recientemente estrenada: Trumbo.
         La película de Biberman, menos impactante que La sal de la tierra, pero igualmente conmovedora, merece ser vista por quienes siguen pensando que el discurso ético, humanista, sigue teniendo razón de ser en el séptimo arte, que no todo han de ser virtuosismos técnicos, encuadres atrevidos, travelins vertiginosos o planos secuencia insólitos. La dura vida de la posguerra, aunque la paz llega durante el proceso de reconstrucción del pueblo, una posguerra que alumbró una película tan dura, tan atroz, desde el punto de vista del espectador que vive en la paz de una democracia burguesa, como Alemania, año cero, de Rossellini; esa vida de posguerra, digo,  que se abre paso hacia el futuro con la determinación de la esperanza es el eje alrededor del cual se ciñen las historias de unas vidas destrozadas por la guerra y necesitadas de consuelo y de reparación.


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