La niñez
confundida en el mundo de mentiras y medias verdades de los adultos: El ídolo caído, de Carol Red, una
exploración dramática de la ambigüedad.
Título original: The Fallen Idol
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Reino Unido
Director: Carol Reed
Guión: Graham Greene, Lesley
Storm, William Templeton (Historia: Graham Greene)
Música: William Alwyn
Fotografía: Georges Périnal
(B&W)
Reparto: Ralph Richardson,
Michele Morgan, Sonia Dresdel, Jack Hawkins, Bobby Henrey, Walter Fitzgerald,
Denis O'Dea, Dandy Nichols, Karel Stepanek, Gerard Heinz, Joan Young, Dora
Bryan, Bernard Lee, Geoffrey Keen
¡Hay que ver lo que da de sí una mansión inglesa para
conseguir una realización tan espectacular como la de esos planos elevados
desde el rellano del primer piso sobre el vestíbulo de la entrada a la supuesta
embajada francesa en Londres! Recuerdan algunos de los usados por Orson Welles
en Citizen Kane, una perspectiva que
anula la percepción de la distancia real y nos revela el punto de vista de la
mirada del niño, para quien esa vasta dimensión del espacio se le aparece
propiamente “a vista de pájaro”. La historia y el guion de Graham Greene
originan una situación en apariencia banal, el hijo del embajador se queda solo
en la embajada en compañía de los mayordomos, un matrimonio mal avenido que
trata de forma dispar al chiquillo: ella, disciplinándolo severamente; él, saboteando
esa disciplina mediante la indulgencia y una estrecha unión, propiamente de
camaradería, mientras el padre sale el fin de semana para ir a recoger a su
esposa. La exploración del espacio como ecosistema vital de un niño tiene en la
película una importancia definitiva para la trama, porque, lo que se presenta
como un triángulo amoroso lleno de dificultades: la “otra”, una perfecta
Michele Morgan, que es secretaria de la embajada, dispuesta a abandonar a su
enamorado porque él no acaba de pedir el divorcio, y él, como todos los
timoratos en estos casos, pidiendo más tiempo para hacer frente a la situación,
teniendo en cuenta el carácter indómito y dominante de su mujer; ese espacio,
digo, es capital para poder resolver el misterio de la tragedia hacia la que
esa situación, aparentemente anodina, progresa. La presencia constante del niño
en esa trama, a quien se embauca con medias verdades y enteras mentiras, y de
quien se exige una lealtad total para con los secretos que llegan a su
conocimiento, añade al desarrollo de la misma una perspectiva insólita para una
película, por ese papel protagonista del niño de quien tan pronto su testimonio
tiene poder acusador como se convierte en una tabarra que provoca el enojo de
los inspectores que, con tiento exquisito -están en suelo extranjero- pretenden
resolver el caso. Carol Reed ha cuidado muchísimo cada uno de los planos de la
película, y no es de extrañar que su siguiente película, la famosísima El
tercer hombre -donde Welles tuvo papel tan destacado, por cierto- se
beneficiara de una realización tan exquisita y atractiva como la llevada a cabo
en ese palacete explorado por la cámara desde casi todos los ángulos posibles. No
hay elemento de la trama, ni siquiera un inocente avión de papel que el niño
hace con un telegrama falso de la mujer, que no acabe teniendo una importancia
narrativa decisiva. La imagen del vuelo del avión de papel desde lo alto de la
escalera, lanzado por el inspector de policía, y planeando por el vasto
vestíbulo hasta acabar a los pies de un subordinado suyo, es uno de esos
momentos mágicos que consigue Reed, porque en ese vuelo viaja la definitiva
inculpación del marido. El mayordomo, auténtico ídolo para el niño, quien lo
admira por haber estado en África, donde ha sobrevivido a mil y un lances
aventureros, está concebido como la encarnación del típico mayordomo inglés que
tanto rendimiento literario ha tenido, y tiene en la literatura y en el cine
inglés, como el Stevens de Lo que queda
del día, por ejemplo. La actuación de Ralph Richardson, en uno de sus pocos
papeles auténticamente protagonista, está llena de matices y consigue captar la
emoción del espectador en ese duelo entre el amor recién nacido y la imposible
huida del hace tiempo muerto. La delicadeza del doloroso encuentro entre ambos
enamorados, cuando ella se despide de él para poner fin a la indecisión como
respuesta que su amor recibe, y con el niño sentado entre ambos en una
cafetería donde, huido de la embajada, el niño ha encontrado a su héroe, es una
escena llena de sutileza e interpretada con una contención y un sentimiento que
se acentúa, al contacto con la presencia del niño, ajeno a lo que entre
aquellos seres se está ventilando. La tramposa desaparición de la mujer, que
sale unos días a casa de sus padres para poder espiar si su marido se atreve a
llevarla a la embajada, aprovechando su ausencia, nos ofrecerá dos momentos
perfectamente contrastados en la película: la velada llena de espontánea
alegría de la pareja con el niño, la irrupción brusca, como un fantasma, de la
mujer escondida sigilosamente en la mansión y, a partir de la muerte de ella,
tras caer por la escalera, la investigación criminal para determinar qué ha ocurrido,
algo que solo al final, pero que muy al final de la película, se resuelve con
una suerte de ironía que hace planear sobre lo ocurrido una ambigüedad, muy de
Greene, sí, pero muy de lo real también: los renglones torcidos… La película, como
realización cinematográfica es un festival de planos que sorprenden al
espectador no solo por la belleza del encuadre, sino por la correspondencia
psicológica que se establece entre las diferentes miradas de los personajes,
sobre todo la del niño y la del mayordomo, pero también, la de la mujer y la de
los policías, al final. Se trata, insisto, de una película notabilísima que
acaso sea poco conocida y que merece una visión atenta. La fluidez cotidiana
con que todo transcurre en ella nos obliga a estar atentos a los muchos
mensajes que bien pudieran pasársenos por alto, pero, por suerte, la cámara y,
sobre todo, la inconmensurable fotografía de Georges Pèrinal, ganados de dos
Oscar consecutivos, por Las cuatro plumas
y por Ladron en Bagdad, no nos dejan
perdernos ni en el mundo confuso del niño ni en el más confuso aún de los
adultos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario