El sicario cansado o la lírica de
las postrimerías: Sonatine, de
Takeshi Kitano.
Título original: Sonatine
Año: 1993
Duración: 94 min.
País: Japón
Director: Takeshi Kitano
Guión: Takeshi Kitano
Música: Joe Hisaishi
Fotografía: Katsumi Yanagishima
Reparto: Beat Takeshi (Takeshi Kitano), Aya Kokumai, Tetsu Watanabe,
Susumu Terashima, Masanobu Katsumura
Desde la primera película que vi de Kitano, Brother, me convertí en adicto a tan
peculiar personaje y tan extraordinario director. Películas tan potentes como Dolls, Zatoichi, la más que peculiar, extravagante, felliniana y divertida
Glory to the filmmaker o El verano de kikujiro y Hana-Bi: Florrs de fuego sobrarían para
acreditar a más de dos y tres directores, pero todas ellas han sido rodadas por
este particular director cuya estética e historias nunc dejan indiferente al
espectador. Singular director, Kitano. Sonatine
sería, en cine de mafiosos, lo equivalente a un western crespuscular, de esos
en los que el héroe cansado ve avecinarse el final de su carrera y puede en él
más el deseo de tranquilidad, de paz, que el de resolver cualquier conflicto
con su acreditada disposición para la violencia. La trama, dos sicarios destacados
de una organización son enviados a Okinawa para “mediar” entre dos mafiosos
locales, recuerda tanto a Escondidos en
Brujas, que cuesta creer que Martin McDonagh, su director, no la haya
tenido algo más que presente, incluso aunque sea por la vía indirecta de
reconocida influencia de Sonatine y
otras películas de Kitano en el cine de Quentin Tarantino. La violencia
espontánea, casi natural, que preside buena parte del cine de gánsters de Kitano, y que tanta
presencia tiene en Sonatine, no puede
entenderse, sin embargo, como algo gratuito, sino como la razón de ser de unos
seres que viven de su cultivo y de su perfeccionamiento, además de la
admiración incondicional que provocan las armas en los jóvenes, como se
advierte en los que el viejo yakuza contrata para su misión en la isla. El
desplazamiento a Okinawa nos permitirá ver, sin embargo, la otra cara del
mafioso, la del placer hallado en el contacto con la naturaleza, en la danza y
el canto tradicional y, con unas imágenes espectaculares, en la “guerra de
fuegos de artificio” que se desarrolla en la playa, de noche, un momento
auténticamente “mágico” de la película, como el de su relación con una joven
que, imantada por su dureza, se cuelga de él sin lograr la aceptación. En esas
escenas bélicas de artificio no resulta difícil advertir la huella de películas
de Kurosawa como Ran y Kagemusha, entre otras. El mundo del
asesino, un papel que el propio Kitano interpreta a la perfección, no solo en
esta película, sino en otras en las que representa idéntico personaje, es un
mundo de silencios y su persona el colmo de la inaccesibilidad. Es fundamental,
para el desarrollo de la trama, que nunca sepamos qué sabe él realmente, porque
de esa ignorancia procede el suspense que se mantiene, intacto, a través de
todo el metraje. A veces, ciertas acciones, nos parecen un contrasentido e
incluso un fallo de guion, pero ello se debe a que las hemos contemplado desde “fuera”
de la mente de protagonista. Cuando regresamos a ella y lo vemos en acción,
caemos en la cuenta de la impecable lógica interna de la trama. Con todo, hay algo
de “amor fou” en la relación del gánster con la jovencita, como se encarga de
dejar claro el hermoso y poético final de la película, algo que culmina una
realización cuidadísima en la que se nos han ofrecido secuencias muy pero que
muy hermosas. De hecho, el arranque de la película, un primerísimo plano a
pantalla llena del escamado y brillante dorso azul de un pez es algo así como
una declaración de principios de lo que empezará con el ritmo cansino de las
obligaciones cotidianas de los sicarios de la Yakuza para, sobrevenido el
desplazamiento a Okinawa, convertirse en una colección de encuadres y
secuencias de una poesía desbordante. Los planos fijos panorámicos que
atraviesan los personajes, en ciertas escenas, son algo así como una “marca de
la casa” de Kitano, quien juega, incluso, con una acción que sale y regresa a
ese plano fijo que no se corresponde ni con el ojo del espectador ni con el de
otros personajes de la trama, sino con una suerte de objetividad pasmosa a la
que podríamos confundir con el “destino”. Kitano es un excelente creador de
imágenes, como hemos dicho, y, sobre todo en esta película, la palabra resulta
casi completamente prescindible, de ahí la importancia de aquellas y el poderoso
don narrativo que tienen para poder seguir la trama, construida, en parte,
siguiendo el modelo del western que tiene a la venganza como eje de la acción.
Con tanta sobriedad y laconismo como poder visual, Kitano construye un retrato
casi lírico de un asesino a sueldo que ha de enfrentarse a la traición y al cul-de-sac en que ella convierte su
destino de hombre enviado a plantarle cara. La relación del viejo asesino con
sus jóvenes ayudantes, sin embargo, indica ese relevo generacional en el que
otros métodos y otra mentalidad muy distinta de la suya van a enterrar definitivamente
códigos de honor mafiosos que tienen su origen en el propio de la Yakuza,
creada cuando los viejos samuráis, prescindibles en tiempos de paz, se unieron
para formar bandas que vivían del robo y del control de negocios como el juego
y la prostitución.
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