jueves, 12 de mayo de 2016

Un western insólito: “El rastro de la pantera”, de William A. Wellman





Entre Tennessee Williams y William Shakespeare: El rastro de la pantera, un western singular de William A. Wellman.


Título original: Track of the Cat
Año: 1954
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Director: William A. Wellman
Guión: A.I. Bezzerides (Novela: Walter Van Tilburg Clark)
Música: Roy Webb
Fotografía: William H. Clothier
Reparto: Robert Mitchum, Teresa Wright, Diana Lynn, Tab Hunter, Beulah Bondi, Philip Tonge, William Hopper.


La cuestión del género no es baladí en el cine, como tampoco en otras artes, como la literatura, la música o la pintura, de ahí que El rastro de la pantera sea una película en primer lugar desconcertante, en segundo lugar sorprendente y en tercer lugar espectacular. Nada en la historia, desde que comienza, con la alerta por la posibilidad de que el felino del título esté rondando el ganado de quienes habitan en un rancho solitario en las montañas de Aspen, Colorado,  en el más crudo invierno, es lo que parece ser, hasta que poco a poco un guion excelente nos va descubriendo el entramado de relaciones podridas del núcleo familiar en el que se centra la historia, agitado por la presencia de la prometida del hijo pequeño de la familia. La presencia del felino y su búsqueda y posible captura acaba adquiriendo unos tintes metafísicos que confirma, al final,  la sabiduría del viejo indio que tienen empleado en el rancho familiar, para quien “la pantera” es “realmente” el todo, la vida, del que él y la familia forman parte, una suerte de visión totémica que se manifiesta en las figuras talladas en madera que tienen una evidente función simbólica en la película, como cuando la usa el hijo mayor en la cueva donde se ha resguardado en la noche invernal para poder seguir, al día siguiente, el rastro del animal, cuya ausencia viene a corroborar, además, esa perspectiva metafísica de la que hablamos, aunque los efectos de su presencia sean deletéreos y muy humanos: mata al tercer hijo, acaba matando al primero y solo muere a manos del pequeño, quien, a través de ese acto ritual, asume su “puesto” en la familia y consolida su opción matrimonial. Las pésimas relaciones familiares, con un padre alcohólico que dispone de un inagotable repertorio de escondites para sus botellas de güisqui, un hombre que ha sido forzado a permanecer en el aislamiento montaraz y embrutecedor del trabajo ganadero, y una madre que ejerce su matriarcado de una manera casi despótica, como si de una Bernarda Alba se tratase, con quien, por cierto, comparte la devoción religiosa a ultranza, son la esencia de la película. Se trata de ocho historias que son ocho derrotas perfectamente entretejidas en una narración en la que la puesta en escena del invierno nevado, tanto en el rancho como en las montañas que lo rodean permite juegos cromáticos espectaculares, sobre todo en la montaña, que recuerdan, en algunas escenas, los de la última película de Iñárritu, porque también hay una dimensión de lucha contra el medio. En una película de tipo psicológico como esta, en la que la acción es secundaria, la interpretación de las pasiones congénitas o desatadas, de las rivalidades enfermizas, de las evasiones a través de la drogadicción o de la maldad a ultranza dependen totalmente de sus intérpretes, y a la que alguno de ellos flojee la película puede perder todo su posible interés. No es el caso, El rastro de la pantera cuenta con un casting perfecto, en el que Robert Mitchum logra crear un personaje desagradable hasta decir basta, dignísimo hijo de su madre tiránica, aunque sea, al tiempo, el hijo preferido de su padre, pero ya se sabe que esa es la prerrogativa de los primogénitos en las familias numerosas: todos los que le siguen nunca dejan de ser “secundarios”, excepto, si acaso, el benjamín, quien, interpretado por un magnífico Tab Hunter, se mueve en la indeterminación del respeto al hermano mayor que ha defendido el rancho de quienes pretendían apropiarse de él y de la piedad filial, extensible a su hermano inmediatamente superior, con quien tenía una relación de cariño que no tenía con el primogénito. La llegada del cadáver del hermano a lomos del caballo del primogénito, que sigue en la montaña el rastro de la pantera, provoca unas escenas de duelo que nos ofrecen algunas de las mejores imágenes de la película, como la descripción que hace la cámara de su colcha estampada o la perspectiva de ultratumba desde la que se enfoca, en contrapicado, su entierro.

 Es interesante el modo como la prometida del hijo menor va adquiriendo protagonismo a medida que va inflamando de deseo a su futuro marido para exigirle que adopte una postura propia en el seno de la familia, que se haga valer y que ocupe, junto con ella, el lugar que merecen en la jerarquía familiar. La madre intentará minar esos esfuerzos y provocará un enfrentamiento que se salda con la enemiga de su hija, quien defiende a la prometida de su hermano menor y acusa a la madre de farisea, una acusación a la que se suma el padre, en una interpretación soberbia de Philip Tonge, quien representa algo así como una suerte de contrapunto al tenso, sombrío y enrarecido clima que se vive durante el desarrollo de la historia. Sus apariciones y mutis, además del ya citado repertorio de escondites de su botella de güisqui en un lugar tan reducido como la planta baja de la casa donde transcurre la mayor parte de la acción, le dan un cierto aire falstaffiano a su personaje, en abierto contraste con la severidad beata de su mujer, aunque a ambos les una su amor incondicional hacia el primogénito. Llama mucho la atención que, al cambiar de chaqueta con el hermano muerto, para que el caballo del primogénito no rechace el cadáver del hermano y pueda llevarlo de vuelta a casa, aquél encuentre un libro de poemas en el chaquetón de su hermano, que luego utilizará, desdeñosamente, para hacer una hoguera con la que calentarse en la cueva, donde la talla en madera de la pantera que también llevaba acaba teniendo un lugar preferente y convirtiéndose en la interlocutora en efigie del perseguidor. No son extrañas las pasiones en los westerns, desde luego, pero la intrincada red de amores y odios que se crea en esta familia, recuerda mucho las obras sureñas de Tennessee Williams, aunque hayamos de cambiar el bochorno de su clima por el frío del invierno. Se trata, en definitiva, de una obra singular dentro del género, de visión inexcusable para los amantes del buen cine, porque son muchas las recompensas que tendrán viendo esta película de un director, Wellmann, de quien no hace mucho reseñábamos otra singular rareza: Magic Town, una película “a lo Capra”, centrada en el mundo de la demoscopia. Que siempre ha sabido buscar un enfoque distinto a ciertos géneros lo demuestran otras películas suyas como Enemigo público  o Caravana de mujeres.

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