Aun dentro de los esquemas soviéticos, un elogio lírico
del arte y de la amistad… Un mediometraje lleno de buen gusto por arrobas.
Título original: Katok i
skripka (The Steamroller and The Violin) aka
Año: 1961
Duración: 46 min.
País: Unión Soviética (URSS) Unión Soviética (URSS)
Dirección: Andrei Tarkovsky
Guion: S. Bakhmetyeva, Andrei Konchalovsky, Andrei Tarkovsky
Música: Vyacheslav Ovchinnikov
Fotografía: Vadim Yusov
Reparto: Ígor Fomchenko, Vladimir Zamansky, Nina Arkhangelskaia, Marina
Adjoubey, Youra Brussev, Slava Borisov, Sasha Vitoslavski, Sasha Ilin, Kolia
Kozarev, Gena Klyachkovski, Ígor Kolovikov, Genia Fedhenko, Tania Prokhorova,
Antonina Maksimova, Lyudmila Semyonova, G. Jdanova, M. Figner.
Nacido
como trabajo de fin de carrera de la Escuela de Cinematografía, El violín y
la apisonadora es bastante más que un trabajo académico y nos sitúa en una perspectiva
sobre la realidad que anuncia ya los serios problemas que tuvo después un
espíritu libre como el de Tarkovski con las autoridades comunistas rusas, hasta
que decidió exiliarse, exilio en el que murió, aún muy joven, de un cáncer de
pulmón. No hace mucho que, por curiosidad, vi su primer corto, Los asesinos,
que Tarkovski y los otros dos directores con los que trabajó en equipo basaron
en el relato de Hemingway, The killers, y ya sorprendía la capacidad
para no solo crear una puesta en escena convincente, sino para adentrarse en la
vida torturada y torturadora de los personajes, con muy pero que muy escasos
medios. Me acordé, entonces, del primer corto de Godard, Une femme coquette,
tan « de calle » como el de Tarkovski es “de estudio”, pero, en ambos
casos, los resultados dan a entender el buen criterio de quienes están detrás
de la cámara.
La
historia, sencilla y muy limitada a un momento concreto de la vida d ellos personajes,
nos narra la súbita amistad que se da entre el operario de una apisonadora que
pavimenta una plaza a la que da la vivienda del protagonista y un niño que,
estudiante de violín, sufre un cierto acoso por parte de los niños de su vecindario,
quienes se burlan de esa dedicación artística. La intervención del trabajador,
ahuyentando a los mocosos, para que dejen en paz al niño es el arranque de esa
amistad que va a llevar a que el niño pueda cumplir su sueño de conducir la
apisonadora, mientras que el trabajador aprecia con exquisita sensibilidad el
valor artístico de la dedicación del niño, ¡nada menos que ser violinista!, en
vez de un mecánico que, sin embargo, tantísimo llama la atención del niño, quien,
andando la historia, se sentirá orgulloso ante su madre de tener las manos
pringadas de la grasa del motor que continuamente anda ajustando el apisonador.
La
descripción del examen del niño con la profesora de violín, en cuya antesala
coincide con una niña que también va a examinarse, un delicioso momento de cine
mudo resuelto con una elipsis fantástica, me ha recordado a la película de
Bollaín, Yuli, por la tremenda exigencia que una disciplina como la música,
equivalente en todo a la de la danza, cae sobre los hombros de quienes aún son
muy niños cuando se inician en ella.
La
película contempla también la presencia de una mecánica apisonadora, enamorada de
su compañero, aunque este parezca insensible a esa atracción, sobre todo cuando
advierte que puede desplegar su protección paternal con el niño, a quien cuida,
realmente como un padre. La presencia en la casa de la madre sola no certifica
que sea huérfano de padre, pero se da a entender que sí.
El
único momento de «tensión» que se produce en la película tiene que ver con la
contemplación del derribo de una casa, con la típica bola que golpea el
edificio, ante la admiración de los viandantes, cuando el mecánico pierde de
vista al niño y hasta que lo encuentra, finalmente. Complemento de esa tensión
es la pelea que tiene el niño con un abusador de otro niño, a pesar de la gran
diferencia de corpulencia que hay entre ellos, razón por la que es golpeado
duramente hasta que vuelve a hacer acto de aparición el mecánico salvador,
quien se reviste a ojo del chiquillo de un halo salvador de todo punto
equiparable, según la ortodoxia soviética, a la labor del Estado para con sus
ciudadanos.
Por
demás está decir que los valores soviéticos sobre la igualdad entre hombre y
mujer para cualquier trabajo, la protección de los débiles, el elogio del
trabajo industrial y la valoración de la dedicación artística, en plano de
igualdad, sin embargo, con el primero, la visión patriótica, etc., así como el
justo castigo de los «asociales», representado en el niño algo más grande que
se pavoneo ante los demás de su fuerza y de su bicicleta, aunque acaba chocando
con a apisonadora y queda «hecho unos zorros», ridiculizado ante todos
Llama
la atención, porque pone de relieve las «exigencias» propagandísticas del comunismo
soviético que habían de tener las producciones artísticas, que el hombre quede
con el chiquillo para ir juntos al cine que hay a pocas calles de su casa,
aunque ahí entra en juego la madre, quien le prohíbe al niño hacer tal cosa,
porque tenían una cita previa y porque, por los «aires» exquisitos de la madre y la
corrección de los vulgares usos coloquiales de que hace gala el niño, no parece hacerle mucha gracia la nueva «amistad»
del niño. En todo caso, la película que iban a ver es Chapáyev, de los
hermanos Georgi y Sergei Vasilyev ,
sobre un popular héroe ruso tanto bajo los zares como bajo las autoridades soviéticas,
tras participar con entusiasmo y sabiduría militar en la Revolución de Octubre.
Con todo, ha de decirse que Chapáyev no era un héroe ortodoxo, sino muy popular y
ajeno al «rigorismo» moral soviético.
La realización
juega mucho con los efectos de la luz, los reflejos -como los bellísimos planos
en los charcos- la exploración de espacios comunes, como la escalera del
edificio y los encuadres muy variados, con el uso de la grúa para no pocos
picados. Tengamos presente que la puesta en escena apenas sale del espacio de
la plaza y algunas calles aledañas, así como los interiores de la clase de
música y la casa del niño. Las tomas, así pues, tanto de la apisonadora como de
los otros motivos dinámicos de la acción nos llevan a una variedad que consigue
un dinamismo narrativo suficiente como para paliar la nimiedad de la anécdota.
El uso del color, tan marcadamente «pastel», es otro de los valores de la
película, sin duda.
Por
encima de los valores de la realización, está claro que sin la naturalidad e intensidad
de dos actores como Vladimir Zamanski, el mecánico, e Ígor Fomchemko, el niño,
la película no tendría ni una décima parte del enorme valor que tiene. El
pequeño violinista es, sin lugar a dudas, un prodigio, y está claro que de
haber nacido en Usamérica hubiera sido uno de tantos niños prodigios como nos
suele deparar aquella filmografía, aunque su carrera se limitó, al parecer a esa
sola película, hasta donde mi búsqueda ha surtido efecto, claro. Solo por él ya
merece la alegría ver esta película, llena de lirismo, de nobles sentimientos y
de impecable realización.
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