Entre el thriller potente y la propaganda política, una película que acaso
inspirara la “caza de brujas” del senador McCarthy.
Título original: The Woman on
Pier 13
Año: 1949
Duración: 73 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Stevenson
Guion: Charles Grayson, Robert
Hardy Andrews (Historia: George W. George, George F. Slavin)
Música: Leigh Harline
Fotografía: Nicholas Musuraca (B&W)
Reparto: Laraine Day, Robert Ryan,
John Agar, Thomas Gomez, Janis Carter,
Richard Rober, William Talman,
Paul E. Burns, Paul
Guilfoyle, G. Pat Collins, Fred Graham, Harry Cheshire, Jack Stoney.
El director inglés Robert
Stevenson, un clásico artesano que hizo obras notables como Alma rebelde, la adaptación de Jane Eyre
con Orson Welles y Joan Fontaine, o la popularísima Mary Poppins, por la que fue nominado al Oscar al mejor director,
dirigió antes de la turbulenta llegada a la escena política usamericana del
senador McCarthy una película anticomunista que, al mismo tiempo, está planteada
en clave de thriller, por un lado, y de película social, por otro, pues se dirime
en la historia, al margen de la cuestión comunista, un enfrentamiento entre
estibadores y navieros.
Robert Ryan, un hombre
que encubre un pasado como agitador comunista, es ahora, recién casado, un
directivo de la asociación de navieros, quienes delegan en él la consecución de
un acuerdo con los trabajadores para evitar una huelga perjudicial para todos.
La irrupción de su antigua novia, aún militante del Partido y activista
disciplinada, una Janis Carter exuberante y perfecta en su papel de doble femme fatale, le llevará a tener que
enfrentarse a ese pasado que creía definitivamente enterrado.
El modo como presenta la
historia a los dirigentes del Partido, propiamente como una banda mafiosa,
consigue, paradójicamente, que la carga política quede muy desustanciada,
porque a los esbirros del Partido que incluso llegan al asesinato se les acaba
viendo más como lo que realmente son, una organización mafiosa, que como los
viejos idealistas del socialismo dispuestos a conseguir una revolución al
servicio del pueblo (pero sin él, claro). Y de ello se beneficia la película, sobre todo
en el tramo final, cuando la acción ya toca de cerca a la protagonista, una enamorada
y sorprendida Laraine Day, actriz emblema de la “mujer de orden”, quien, tras
el asesinato de su hermano, que había sido seducido por quien fuera la novia
comunista de su marido, se lanza a la búsqueda de pruebas que demuestren que
esa muerte no se debió a un “accidente”.
La verdad es que, más
allá de la anécdota argumental en que se presenta poco menos que como hienas
sanguinarias a los mafiosos comunistas, la película tiene un pulso narrativo
excelente -excepto por la debilidad argumental de no querer revelar su pasado
el personaje y afrontarlo desde la legalidad, en vez desde el heroísmo
individual que tan confundido anda entre la antigua lealtad a “los de abajo” y
sus nuevas responsabilidades negociadoras entre estos y ·los de arriba” a los
que ahora pertenece. Salvando esa debilidad, ya digo, el guion nos lleva por
una vía de thriller de muchos quilates. La presencia de Robert Ryan, aunque
algo apagado, basta para ponerle ese toque de calidad indiscutible, del mismo
modo que la contribución rigurosa y apabullante de Janis Carter como la
tentación que viene de un pasado aún envuelto en luces y sombras. De hecho,
resulta incoherente la pasiva reacción del protagonista cuando contempla uno de
los asesinatos de la banda ante sus ojos, como aviso si se niega a colaborar en
el hundimiento de las negociaciones que provoque la huelga que van buscando
para sus planes agitadores.
La ambientación en el
puerto y en las barracas de feria donde la mujer del protagonista va buscando pruebas
que incriminen a alguien en la muerte de su hermano, unas secuencias en las que
Laraine Day brilla con luz propia por el modo como sabe embaucar al asesino
hasta que confiesa cómo mató a su hermano, se revela como una eficaz puesta en
escena que, en vez de hablarnos de una organización política, más retrata los procederes de una mafia. No me
parece, a tal efecto, menospreciable la selección de Thomas Gómez, de origen
hispano, como el jefe inmisericorde del Partido, dispuesto a expedir sentencias
de muerte en un abrir y cerrar de ojos.
Me abstengo de desvelar
el final, porque esas escenas de acción redondean la película, incluida cierta
moralina indispensable en este tipo de productos a los que lastra el peso de su
concepción como instrumentos de lucha ideológica. Insisto, la película se ve
con interés y con mayor aún la visión hipersesgada de la ideología que
amenazaba el american way of life…
Bien pudiera decirse que, recién acaba la Segunda Guerra Mundial, esta película,
y otras como ella, como Telón de acero,
de William Wellman, un año antes, en 1948, inauguraron oficialmente, para el
cine, la Guerra Fría.
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