sábado, 1 de septiembre de 2018

“La verdad”, de H.G. Clouzot o la pasión ante la Justicia.



La mejor película de Brigitte Bardot: La verdad o el drama de la belleza vulgar. 

Título original: La Vérité
Año: 1960
Duración: 130 min.
País:  Francia
Dirección: H.G. Clouzot
Guion: H.G. Clouzot, Jérome Géronimi, Simone Drieu, Michèle Perrein, Christiane Rochefort
Música: Igor Stravinsky
Fotografía: Armand Thirard (B&W)
Reparto: Brigitte Bardot,  Sami Frey,  Charles Vanel,  Marie-José Nat,  Paul Meurisse, Louis Seigner,  Jacques Perrin.

Después de una semana sin mi dosis fílmica diaria, he regresado a mi pantalla de estar (ante ella) con ímpetus renovados y con, me está mal decirlo, fina intuición, porque de la selección que hice en el apartado de clásicos de Filmin, ya llevamos dos de premio especial del jurado: Madame de… y la presente, La verdad, de Henri-Georges Clouzot, de quien nunca se me despintan ni Las diabólicas ni El salario del miedo, esta con un Yves Montand tan superlativo como lo está en La verdad una sorprendentemente convincente  Brigitte Bardot, de quien, he de reconocerlo, no me esperaba semejante interpretación, tan llena de matices, de vida y de complejidad, porque representar la inanidad y la mediocridad no es tarea fácil. Si, además, incorporamos lo mucho que su papel tiene de “mujer fatal”, capaz de atraer a los hombres con una fuerza erótica descomunal, casi estoy por decir que este fue “el papel de su vida”. Cuantas películas he visto de ellas, jamás me ha parecido que fuera una actriz, aunque en Y dios creó a la mujer se acerca bastante a una actuación próxima a la de la película de Clouzot. La verdad es un drama judicial que va alternando el desarrollo del juicio y, en flash-backs, el desarrollo de los desgraciados amores entre un futuro director de orquesta y una joven que quiere independizarse de sus padres a toda costa, razón por la que, finalmente, tras un intento de suicidio, los padres ceden y la dejan ir a París con su hermana, violinista. Mientras este se aplica al estudio de su instrumento; su hermana busca relacionarse con el mundillo bohemio de la ciudad en e que se va integrando hasta conseguir instalarse por su cuenta, para evitar la fiscalización y los reproches de su hermana. Antes de ello, ha conocido/seducido al joven director de orquesta que “sale” con su hermana, en una de esas escenas prodigiosas que tiene la película: la actriz, desnuda bajo las sábanas, boca abajo, bailando con las nalgas al ritmo de una canción  pura salsa: “Yo tengo una muñeca”, de Xavier Michell, recibe al estudiante que busca a su hermana. A partir de ahí, una vez que hemos visto la insufrible relación entre ambas, seguiremos el proceso de amores” entre ambos jóvenes tan distintos, hasta llegar al asesinato del músico y el posterior intento de suicidio de la joven, que es lo que se juzga. No descubro nada, porque ese es el punto de partida de la película, que se ofrece a los espectadores como una indagación para determinar la exacta responsabilidad de la joven en los hechos y si la tipificación del delito ha de incluir la consideración de “crimen pasional”, que defiende el abogado defensor, o de la de asesinato a sangre fría,  por venganza, que defiende el defensor de la madre del joven asesinado. En esa narración contrapuntística, Clouzot nos permite acercarnos a la vida real de la Justicia por de dentro, esto es, el desarrollo de un juicio según los procedimientos franceses, cuyas “maneras” son muy distintas de las inglesas, las italianas o de cualesquiera otros países. Recordemos Testigo de cargo, por ejemplo, y enseguida advertiremos, en los comportamientos y la manera de interpelarse entre los abogados y la actuación del juez, una distancia abismal con el muy protocolario sistema inglés. Hay una naturalidad tan apabullante en las escenas del juicio, que bien podría decirse que estamos ante una filmación de un juicio real, un auténtico documental. El ritmo entre la sesión judicial y el proceso de amores está perfectamente pautado, de modo que en ningún momento cabe, a pesar de la duración de la película, más de dos horas, sentir el más mínimo desasosiego por la posible lentitud con que progresa la trama, porque no hay tal. Clouzot nos muestra, al margen de la historia de amor, llena de malentendidos y abarrotada de deseo sexual, una suerte de crónica de la heroica vida bohemia de jóvenes “rebeldes” que aún no han encontrado su 68, pero al que se dirigen ineluctablemente, por sus gustos, su manera de vivir, su independencia y su oposición a lo establecido. En ese ambiente, Dominique solo encaja como mujer “decorativa” cuya belleza le abre todas las puertas del deseo de los hombres, no solo el de quien, tras no pocas tensiones, acabará convirtiéndola en su mujer,  para compartir la pobreza, sino también el de su jefe en el club nocturno; pero su afán de diversión, de llevar una vida alegre y despreocupada, sin ningún interés profundo por nada, a pesar del esfuerzo que hace por asumir la pasión musical de su amante, la convierte en una outsider que, tras el desengaño de su relación arruinada con Gilbert, no pensará sino en recuperarlo, aunque sepa que él ha retomado su relación con su hermana Annie. A ese respecto, las escenas del juicio en las que declara la hermana son de un dramatismo absoluto, tan poderoso que la tragedia se ramifica en unas direcciones, la del cainismo, por ejemplo, que le añade una densidad excepcional. Y en todos esos registros: el de la mujer enamorada que defiende la pasión que guiaba sus actos, y el de la hermana infradotada que no soporta la “rectitud” burguesa de su reverso familiar, por ejemplo, Brigitte Bardot sabe exhibir un rostro, un cuerpo y unos sentimientos que logran conmover y seducir  a los espectadores. Estamos, sí, ante una tragedia compleja, la de la banalidad, la de los amores incompatibles, la del despecho y la de la espontaneidad sin restricciones morales, porque, un bajo  moral continuo de la película es, en las escenas del juicio, la implacable condena moral de los asistentes al mismo, un público, sobre todo femenino, y de aspecto burgués, cuyos subrayados de indignación y reproche recoge la cámara como una suerte de bordoneo gestual y murmurante que condena, como el coro griego, la inmoralidad de una joven apasionada y realmente enamorada. Se trata, pues, de una película que no forma cliché de los jóvenes iconoclastas  y que se afana en ofrecer al espectador un desarrollo de los acontecimientos que habrá de juzgar con toda la información que le ha sido ofrecida, que no es poca. Rodada en un blanco y negro irreprochable, Clouzot muestra los ambientes de la juventud, sean los de los cafés, sean los serios del conservatorio de música o las calles de Mont Martre con un rigor de cineasta clásico, dejando que los actores evolucionen dentro el plano y le den vida al contenido de los mismos. No se trata de buscar encuadres sorprendentes, sino efectivos, desde el punto de vista narrativo, y hay pocos en los que sorprendamos a Clouzot recreándose en la estética, en vez de en la ética de los comportamientos de los protagonistas. A ese respecto, queda claro que el enfrentamiento entre los dos amantes tiene su paralelo en el enfrentamiento entre los dos abogados, la defensa y la acusación, en el juicio. Y no nos puede sorprender el final, desde luego, pero sobre él si que me callo. La muerte del amante no es el fin de todo, en efecto.

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