La mejor película de Brigitte Bardot: La verdad o el drama de la belleza
vulgar.
Título original: La Vérité
Año: 1960
Duración: 130 min.
País: Francia
Dirección: H.G. Clouzot
Guion: H.G. Clouzot, Jérome
Géronimi, Simone Drieu, Michèle Perrein, Christiane Rochefort
Música: Igor Stravinsky
Fotografía: Armand Thirard (B&W)
Reparto: Brigitte Bardot, Sami Frey,
Charles Vanel, Marie-José
Nat, Paul Meurisse, Louis Seigner, Jacques Perrin.
Después de una semana sin
mi dosis fílmica diaria, he regresado a mi pantalla de estar (ante ella) con
ímpetus renovados y con, me está mal decirlo, fina intuición, porque de la
selección que hice en el apartado de clásicos de Filmin, ya llevamos dos de
premio especial del jurado: Madame de…
y la presente, La verdad, de Henri-Georges Clouzot, de
quien nunca se me despintan ni Las
diabólicas ni El salario del miedo,
esta con un Yves Montand tan superlativo como lo está en La verdad una sorprendentemente convincente Brigitte Bardot, de quien, he de reconocerlo,
no me esperaba semejante interpretación, tan llena de matices, de vida y de complejidad,
porque representar la inanidad y la mediocridad no es tarea fácil. Si, además,
incorporamos lo mucho que su papel tiene de “mujer fatal”, capaz de atraer a
los hombres con una fuerza erótica descomunal, casi estoy por decir que este
fue “el papel de su vida”. Cuantas películas he visto de ellas, jamás me ha
parecido que fuera una actriz, aunque en Y
dios creó a la mujer se acerca bastante a una actuación próxima a la de la
película de Clouzot. La verdad es un drama judicial que va alternando el
desarrollo del juicio y, en flash-backs, el desarrollo de los desgraciados
amores entre un futuro director de orquesta y una joven que quiere
independizarse de sus padres a toda costa, razón por la que, finalmente, tras
un intento de suicidio, los padres ceden y la dejan ir a París con su hermana,
violinista. Mientras este se aplica al estudio de su instrumento; su hermana
busca relacionarse con el mundillo bohemio de la ciudad en e que se va
integrando hasta conseguir instalarse por su cuenta, para evitar la fiscalización
y los reproches de su hermana. Antes de ello, ha conocido/seducido al joven
director de orquesta que “sale” con su hermana, en una de esas escenas
prodigiosas que tiene la película: la actriz, desnuda bajo las sábanas, boca
abajo, bailando con las nalgas al ritmo de una canción pura salsa: “Yo tengo una muñeca”,
de Xavier Michell, recibe al estudiante que busca a su hermana. A partir de
ahí, una vez que hemos visto la insufrible relación entre ambas, seguiremos el
proceso de amores” entre ambos jóvenes tan distintos, hasta llegar al asesinato
del músico y el posterior intento de suicidio de la joven, que es lo que se
juzga. No descubro nada, porque ese es el punto de partida de la película, que
se ofrece a los espectadores como una indagación para determinar la exacta
responsabilidad de la joven en los hechos y si la tipificación del delito ha de
incluir la consideración de “crimen pasional”, que defiende el abogado
defensor, o de la de asesinato a sangre fría, por venganza, que defiende el defensor de la
madre del joven asesinado. En esa narración contrapuntística, Clouzot nos
permite acercarnos a la vida real de la Justicia por de dentro, esto es, el
desarrollo de un juicio según los procedimientos franceses, cuyas “maneras” son
muy distintas de las inglesas, las italianas o de cualesquiera otros países.
Recordemos Testigo de cargo, por
ejemplo, y enseguida advertiremos, en los comportamientos y la manera de
interpelarse entre los abogados y la actuación del juez, una distancia abismal
con el muy protocolario sistema inglés. Hay una naturalidad tan apabullante en
las escenas del juicio, que bien podría decirse que estamos ante una filmación
de un juicio real, un auténtico documental. El ritmo entre la sesión judicial y
el proceso de amores está perfectamente pautado, de modo que en ningún momento
cabe, a pesar de la duración de la película, más de dos horas, sentir el más
mínimo desasosiego por la posible lentitud con que progresa la trama, porque no
hay tal. Clouzot nos muestra, al margen de la historia de amor, llena de
malentendidos y abarrotada de deseo sexual, una suerte de crónica de la heroica
vida bohemia de jóvenes “rebeldes” que aún no han encontrado su 68, pero al que
se dirigen ineluctablemente, por sus gustos, su manera de vivir, su
independencia y su oposición a lo establecido. En ese ambiente, Dominique solo
encaja como mujer “decorativa” cuya belleza le abre todas las puertas del deseo
de los hombres, no solo el de quien, tras no pocas tensiones, acabará convirtiéndola
en su mujer, para compartir la pobreza, sino
también el de su jefe en el club nocturno; pero su afán de diversión, de llevar
una vida alegre y despreocupada, sin ningún interés profundo por nada, a pesar
del esfuerzo que hace por asumir la pasión musical de su amante, la convierte
en una outsider que, tras el desengaño de su relación arruinada con Gilbert, no
pensará sino en recuperarlo, aunque sepa que él ha retomado su relación con su
hermana Annie. A ese respecto, las escenas del juicio en las que declara la
hermana son de un dramatismo absoluto, tan poderoso que la tragedia se ramifica
en unas direcciones, la del cainismo, por ejemplo, que le añade una densidad
excepcional. Y en todos esos registros: el de la mujer enamorada que defiende
la pasión que guiaba sus actos, y el de la hermana infradotada que no soporta
la “rectitud” burguesa de su reverso familiar, por ejemplo, Brigitte Bardot
sabe exhibir un rostro, un cuerpo y unos sentimientos que logran conmover y
seducir a los espectadores. Estamos, sí,
ante una tragedia compleja, la de la banalidad, la de los amores incompatibles,
la del despecho y la de la espontaneidad sin restricciones morales, porque, un
bajo moral continuo de la película es, en las escenas del juicio, la implacable
condena moral de los asistentes al mismo, un público, sobre todo femenino, y de
aspecto burgués, cuyos subrayados de indignación y reproche recoge la cámara
como una suerte de bordoneo gestual y murmurante que condena, como el coro
griego, la inmoralidad de una joven apasionada y realmente enamorada. Se trata,
pues, de una película que no forma cliché de los jóvenes iconoclastas y que se afana en ofrecer al espectador un desarrollo
de los acontecimientos que habrá de juzgar con toda la información que le ha
sido ofrecida, que no es poca. Rodada en un blanco y negro irreprochable, Clouzot
muestra los ambientes de la juventud, sean los de los cafés, sean los serios
del conservatorio de música o las calles de Mont Martre con un rigor de
cineasta clásico, dejando que los actores evolucionen dentro el plano y le den
vida al contenido de los mismos. No se trata de buscar encuadres sorprendentes,
sino efectivos, desde el punto de vista narrativo, y hay pocos en los que
sorprendamos a Clouzot recreándose en la estética, en vez de en la ética de los
comportamientos de los protagonistas. A ese respecto, queda claro que el
enfrentamiento entre los dos amantes tiene su paralelo en el enfrentamiento
entre los dos abogados, la defensa y la acusación, en el juicio. Y no nos puede
sorprender el final, desde luego, pero sobre él si que me callo. La muerte del
amante no es el fin de todo, en efecto.
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