Título original: Paris, Texas
Año: 1984
Duración: 144 min.
País: Alemania del Oeste (RFA)
Dirección: Wim Wenders
Guion: Sam Shepard
Música: Ry Cooder
Fotografía: Robby Müller
Reparto: Harry Dean
Stanton, Nastassja Kinski, Dean Stockwell, Aurore Clément, Hunter Carson, Bernhard Wicki.
En su momento, París,
Texas, de Wenders, me había dejado un regusto de película fallida,
artificiosa. Como en tantas otras ocasiones, la he revisitado para saber
si me “superó” en su momento, y fui
incapaz de entender su poética o si bien se confirmaban mis recelos de entonces
en la visión de hoy, 34 años después de que fuera estrenada. Lo primero que
sorprende es lo intacta que sigue la maravilla de sus imágenes y sus planos en
la parte de película que sigue los esquemas de la road movie, necesaria para ir acercándonos poco a poco al conflicto
del personaje, un ser ultrasensible que entró, como sabemos al final, en una
espiral de amor/destrucción que lo llevó, en pleno shock, a la huida y al
olvido. La película, así pues, es un viaje al pasado de un señor con traje,
corbata y gorra roja que recorre el desierto con una garrafa de agua en la
mano. Cuando se le acaba, y a pesar de que se halla en el desierto de Texas,
llega a un bar de carretera donde cae redondo. En una clínica próxima lo
“reaniman” y se ponen en contacto, por un papel que llevaba consigo, con su
hermano, que vive en Los Ángeles. El encuentro entre ambos es el encuentro
entre dos extraños, uno de los cuales, el protagonista extraviado -lleva cuatro
años vagando a la deriva por todo tipo de espacios, alejado de su mujer y de su
hijo, de quien su hermano se ha hecho cargo, junto con su mujer-parece privado
del don de la palabra, lo que acaba desesperando al hermano. Antes de que
empiece a hablar, ya ha pasado media hora de película, que conste, y sí, las
casi dos horas y media de película son necesarias porque salir del
entumecimiento físico y moral del protagonista es la verdadera aventura que se
cuenta. Digamos que nos aproximamos, en tiempo real de filmación al lento
proceso del “renacimiento” del sujeto en cuestión. La película tiene una puesta
en escena de exteriores que son todo un canto a la memoria cinematográfica del
mundo americano del director alemán. Eso ya se había producido en su obra
maestra, El amigo americano, pero,
ahora, trasplantado de Hamburgo a Usamérica, Wenders se da el gustazo de
recrear, ayudado por el director de fotografía Robby Müller, habitual de
Wenders y Jarmusch, de un imaginario usamericano que ha alimentado la formación
como espectador, primero y como cineasta después, de toda una generación de
jóvenes europeos que, gracias a la nouvelle
vague, volvieron sus ojos a la grandeza del cine usamericano, cuyos códigos
alimentaron la imaginación de cineastas transgresores como Jean-Luc Godard,
sobre todos. El desierto, los moteles, las gasolineras, los semáforos en esas
calles eternas, las carreteras que se pierden en la inmensidad, los
coches/apartamento, la conducción sin descanso, bajo el sol, bajo las
estrellas, el propio coche y dos hermanos como un microcosmos… No hay plano que
no hayamos visto en mil y una películas americanas de los años 30 a los 50, y
sería labor de investigadores expertos, ciertamente, buscar el referente exacto
de cada uno de ellos. La efectividad está fuera de toda duda. Y la película se
sigue con la satisfacción de esa puesta en escena de exteriores y con la
intriga por la historia del propio personaje, un perdedor que se engolfó en su
perdimiento como una suerte de suicidio ritual sin la pena máxima. Si la
soledad que rodea a los personajes es una vasta extensión de desierto -en la
segunda parte se cambia por el desierto habitado de Los Ángeles-, en planos
panorámicos que los sitúan como meros accidentes del azar, transeúntes sin
importancia en la majestuosidad de la naturaleza descarnada; la soledad
interior del protagonista tiene una función especular: todo ese silencio del
paisaje estremecedor lo lleva dentro, y solo a muy duras penas iremos sabiendo
por qué escogió esa identificación con el sueño alimentado por una referencia
materna: una foto de un terreno baldío y comprado en Paris, Texas, hacia donde
se dirige el personaje cifra el sinsentido de su vida, como el Godot a quien
esperan Vladimir y Estragon. En este caso es el protagonista quien va hacia él.
Por el camino vamos a descubrir el casi imposible reconocimiento por parte del
hijo, una anagnórisis imposible, dada la edad de la criatura cuando su padre lo
abandonó, y la súbita intención de “devolvérselo” a su verdadera madre. La
huida de padre e hijo en busca de la madre es una segunda road movie, esta vez en ámbitos urbanos, que acaba cuando, con
información cuya procedencia se le ha hurtado al espectador, logra el
protagonista identificar a su ex como una prostituta que ejerce en un peep-show, un espectáculo erótico de
cabinas para mirones, sin contacto físico. Esas escenas del contacto entre los
esposos a través del teléfono, como prisioneros ambos, cada uno de su pasado,
eran lo que yo recordaba con un alto grado de artificiosidad e impostura. Hoy
no me atrevería a decir tanto por supuesto, sobe todo porque hay un acto de
sincera expiación que va más allá de la incomprensible relación entre una
jovencita como la Kinski y un hombre maduro como él, y porque,
cinematográficamente, la superposición de imágenes entre ambas figuras en el
cristal o la penumbra que destaca el espejo como una suerte de ventana abierta
a las sangrantes heridas del pasado son demasiado poderosas como para obviarlas
en aras de una relación comprensiblemente fracasada entre dos seres llamados a
no entenderse. La degradación de la vida en común, el alcoholismo, la sensación
de estar atrapada en una relación tóxica que ni siquiera la maternidad es capa
de lenificar, todo ese pasado que emerge en la conversación a través el
teléfono, en una suerte de reedición de La
voz humana, de Cocteau, se va desgranando con una objetividad serena que
permite atenuar el dramatismo al tiempo que intensificarlo. Travis, el marido
errante, sabe que esa expiación no basta y que ha de seguir alejado de su ex y
de su hijo, que ella puede recuperar después de tantos años de haber sufrido en
la distancia no haber podido acompañarlo en su crecimiento. Hay una crítica de
la dificultad intrínseca de la vida en pareja, pero en esa crítica está
implícita una doble elegía, la del amor fraterno y la del amor materno. De
hecho, Travis parece perseguir, en su huida, un destino que le señala la voz de
su madre… ¡Qué injustos seríamos si no recordáramos en esta película la función
protagonista de una música de guitarra, la de Ry Cooder, que acompaña la deriva
mística del protagonista con un lirismo que no deja indiferente a ningún
espectador! Oyéndola ahora, de nuevo, me ha parecido, no sé por qué, que tenía
una cierta relación con la de Twin Peaks, de Badalamenti y, después de haber
vuelto a escuchar esta, está claro cuál fue la fuente de inspiración de
Badalamenti…, no me cabe duda, violines al margen, claro.
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