viernes, 14 de septiembre de 2018

“Los culpables”, de José María Forn, una excelente “chabrolada”.



Los apuros morales y económicos de la burguesía en la España de los 60: Los culpables o una trama de intriga criminal rodada con exquisito primor visual.

Título original:Los culpables
Año: 1962
Duración: 88 min.
País: España
Dirección: Josep Maria Forn
Guion: Luis Alcofar, Josep Maria Forn, Jaime Salom
Música: Federico Martínez Tudó
Fotografía: Ricardo Albiñana
Reparto: Tomás Blanco,  Florencio Calpe,  Susana Campos,  Félix Fernández,  Luis Induni, Yves Massard,  Gonzalo Medel,  Carmen Mejías,  Salvador Muñoz,  Joaquín Navales.

Se me pasó grabarla hace unos días, y enseguida me he apresurado a rescatarla en la web de RTVE, donde siguen disponibles durante un tiempo, para comprobar si, como se anunciaba, estábamos ante una película digna de ser recuperada o ante un fracasado intento de internacionalización de nuestro cine. Si la he calificado de chabrolada en el título de la crítica es porque reúne todos los ingredientes del cine “de provincias” de Chabrol, que tantos éxitos le ha hecho cosechar al director francés. José María Forn-el actual Josep Maria Forn- adapta la obra teatral de Jaime Salom del mismo título y la ubica en la ciudad de Gerona, con una espectacular secuencia iniciale en la que se sigue a la protagonista, Susana Campos, a través de las calles de la ciudad bajo una fuerte lluvia, vestida ella con un impermeable claro y pañuelo del mismo color, hasta llegar a una casa donde enseguida advertimos que se cuece un secreto al fuego más lento que pueda imaginarse, el de la delación que se intuye en un horizonte cercano. Enseguida se nos pone al tanto de la trama: la mujer de un empresario al borde de la bancarrota tiene una relación adúltera con un médico. El empresario -el siempre eficaz Tomás Blanco- va a ver al médico y le plantea fingir su muerte para huir de España e iniciar una nueve vida en el extranjero, adonde se hará reenviar el importe del suculento seguro de vida suscrito a causa de su afección cardiaca. La certificación de la muerte súbita, por infarto, ocurrirá en una finca de la familia del empresario, una masía fotografiada con mimo, dada su belleza, sobre todo la de la entrada con los árboles podados, como una fila de esqueletos premonitorios. La puesta en escena de la película es una de sus mejores bazas, y Forn consigue planos muy meritorios, contrapicados psicológicos incluidos, a pesar de que en modo alguno entorpece la narración de un caso hipercomplicado que irá desvelándose poco a poco, porque, la insufrible culpabilidad del médico acaba asemejando mucho el planteamiento a las narraciones de Simenon. Por un lado, el planteamiento moral de los hechos incalificables en que se embarcan los protagonistas, y que acaban atormentándolos, aunque aspiraban a conseguir la felicidad. Recordemos que el trato del marido con el médico es el intercambio de su muerte por la renuncia a su esposa para que construya una nueva vida con su amante. Por otro, una investigación criminal que, partiendo de la empresa aseguradora, acaba desvelando una trama sobre la que no entraré, porque, a poco que diga, le arruinaré la película a los posibles espectadores. Supongo que no soy el único caso de espectador al que, mediante estas películas, le gusta bucear en el pasado, en este caso, la vida en una pequeña y hermosa ciudad de provincias catalana, Gerona. ¿Qué busco? Detalles minúsculos, si se quiere, pero que permiten comprender aquellas épocas, en mi caso de mi infancia, para contrastar el conocimiento con los recuerdos. Que en la primera entrevista de un médico con un posible paciente, el médico abra una caja y le ofrezca al paciente un cigarrillo es una de esas señales de identidad de época impagables. La tercería de la propietaria de una mercería que les facilita una habitación donde encontrarse forma parte de esa tradición españolísima del celestinazgo. En este caso, además, quien interpreta a la “facilitadora” -que diríamos hoy- es una actriz como la copa de un pino, Ana María Noé, quien se prodigó en el teatro comprometido ideológicamente y, hacia el final de su carrera, también en los dramáticos de TVE. Con todos estos ingredientes, José María Forn logra levantar una película, muy en la línea de obras anteriores como Muerte de un  ciclista, de Bardem, o como el primer thriller que dirigió Borau y que ya critiqué aquí, la estupenda Crimen de doble filo. Recordemos, además, la importancia el cine policiaco barcelonés de la década de los 60, del que se despega, si acaso, por la cuidada atención a la puesta en escena y por el intento de contrastar con planos muy escogidos la miseria moral que anida en el fondo del relato. Dentro de esa arqueología de la sociedad española que supone el visionado de estas películas, no puede dejar de chocar que no le llamara la atención a la censura el modo irregular como, por ejemplo, una agencia de viajes, se convierte en instrumento de una evasión de divisas a Suiza. He de reconocer que la película tiene un antes y un después con la entrada en acción de Félix Fernández, un secundario que, como ocurría entonces en aquel cine nuestro, es capaz de merendarse la película él solito, convirtiéndose en la estrella principal. Inspector de policía que conoció al padre del protagonista, un ajustado a su tormento moral Yves Massard, desde que él entra en escena, poco a poco, con ese olfato de los comisarios a punto de jubilarse, se va esclareciendo la trama, que incluye algún golpe de efecto que logra sorprender al espectador y permite “redondearla” brillantemente. La atmósfera de la narración, insisto, es exactamente la misma de esas dos referencias francesas: Chabrol y Simenon. Y ahora que quien la vea y no lo vea, me lo reproche aquí mismo. Finalmente, a modo de apéndice, me ha llamado la atención la aparición de Luis Induni, a quien tenía visto en mil películas que no lograba recordar. Un habitual de los espaghetti western rodados en Almería que veía cada semana, ¡por partida doble”, en el cine de barrio de mi adolescencia. Lo curioso es su historia personal: Luigi Induni, luchador italiano proalemán en la Segunda Guerra Mundial, se refugió en España y pasó hambre y hasta durmió en la calle. Iquino lo “recogió” como limpiador de su estudio a cambio de un techo, y poco tiempo después comenzó su carrera, primero como figurante, y después como habitual de esos westerns almerienses.

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