En un registro social comprometido, Otto Preminger
renuncia en parte a su esteticismo clásico para filmar un potente melodrama que
gira en torno al racismo y a la avaricia.
Título original: Hurry Sundown
Año: 1967
Duración: 146 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Otto Preminger
Guion: Horton Foote, Thomas C. Ryan (Novela: K.B. Gilden)
Música: Hugo Montenegro
Fotografía: Milton Krasner, Loyal Griggs
Reparto: Michael Caine, Jane Fonda, Faye Dunaway, John Phillip Law,
Robert Hooks, Burgess Meredith, George Kennedy, Diahann Carroll, Robert Reed,
Frank Converse, Loring Smith, Beah Richards, Madeleine Sherwood, Rex Ingram,
Steve Sanders, John Mark, Doro Merande, Luke Askew, Donna Danton, Jim Backus.
Limitado como tenía a Preminger
a sus muchos grandes clásicos, he de decir que me ha sorprendido el vigor, la
puesta en escena y la interpretación de esta película tan tardía en su
cinematografía, sobre todo en unos años, finales de los 60, en los que algunos
cinéfilos entran en ocasiones muy contadas, y no siempre para películas de
Hollywood, por supuesto. Vaya por delante que el guion de Horton Foot, a quien ha
de atribuirse buena parte del mérito de Matar a un ruiseñor, de Robert
Mulligan, es tan espléndido y medido que solo un aficionado hubiera sido
incapaz de hacer con él una mala película.
La
presente, cuyo desafortunado título en español la presenta como un drama
sexual, es cierto que peca de no pocos tópicos cuya sobreactuación acaso le
resta contundencia a la película, pero la dota de mayor espectáculo, porque la actuación
de Burgess Meredith como juez hiperracista y la actuación cómica de su esposa,
la espléndida Madeleine Sherwood, que tenemos asociada en la memoria
cinematográfica a las adaptaciones cinematográficas de Tennessee Williams,
forman parte de esas parejas espectaculares cuyas vidas respectivas, muy
diferentes todas ellas, nos permiten asistir a una típica película sureña con
los conflictos de clase y raciales incluidos.
Que la
película fuera incluida en el libro de
Michael y Harry Medved y Randy Dreyfuss, The 50 Worst Films Of All Time
(...and how they got that way), publicado en 1978, contribuyó a convertir
esta película en algo así como la película maldita de Preminger. Sin embargo, no hay más que entrar en las
reseñas críticas de IMDB para darse cuenta de la total controversia que suscita,
sin términos medios: o se la aprecia como un excelente drama sureño típico o se
la execra como una burla acartonada de los mismos.
Ajeno
a tal polémica y al conocimiento de un libro en cuya lista figura nada menos
que Iván el terrible, de Serguéi Eisenstein, yo he visto la película
movido por la historia cinematográfica del director y por la curiosidad de
sumar a mi historial la contemplación del debut de Faye Dunaway, muy poco ante
de convertirse en superstar con Bonnie&Clyde y por el anuncio
de que el guionista era el mismo que el de Matar a un ruiseñor. Una vez
vista, es cierto que la película peca de cierto abuso del tópico, de algún
personaje esperpéntico, como el sheriff protagonizado por George Kennedy
y de algún fallo de casting, como el envarado e inexpresivo John Phillip Law para
un personaje supuestamente «atormentado» aunque no sepamos por qué, al margen
de ser un soldado licenciado. Ejemplo del hombre recto y cívico, defensor de la
igualdad racial en un sur segregacionista, su papel es, sin embargo,
determinante en el desarrollo de la trama.
La
situación es simple y se traza desde el avión que sobrevuela las tierras en
disputa. Un empresario está comprando terrenos sin cultivar a los terratenientes
sureños y solo está dispuesto a firmar un jugoso contrato con una de las
terratenientes, la mujer de Henry Warren, si consigue que los dos propietarios
de las parcelas que están dentro de los terrenos que se pretenden adquirir se
avengan a vender también. El plazo es corto, y de ahí el título, Hurry Sundown,
que libremente podríamos traducir como «tienes veinticuatro horas para
conseguirlo» y la consiguiente aceleración que imprime a la acción, porque enseguida
advertimos que ni el primo de ella está dispuesto a vender ni tampoco la
propietaria negra de la otra parcela, la antigua ama de cría de la
terrateniente.
La ambivalente
posición de Julie Ann Warren, una magnífica Jane Fonda que es capaz de asumir
las contradicciones de un papel que la lleva dando tumbos entre la sumisión al
marido -la escena de sexo oral con el saxofón es ciertamente atrevida para la
época, y se granjeó el odio de los censores eclesiásticos-, la devoción a su
ama y el odio al propio marido por haber traumatizado a su hijo, que no cesa de
llorar sin causa durante toda la película, el cual presenta un retraso
cognitivo acaso debido a ese maltrato, domina la película de forma aterradora,
porque advertimos cuánto depende del capricho de una mujer no menos
traumatizada que su propio hijo.
Como se advierte, el drama no tarda en adquirir
relieves de dramón, sobre todo porque se entremezclan tramas muy distintas que
no se apartan, sin embargo, del conflicto racial y comercial: el marido de la
terrateniente, un dandy que toca el saxofón y se considera un músico
frustrado, sabe que solo de esa venta le pueden venir los dineros que le
resarzan de su matrimonio fallido, porque desprecia al hijo y manipula a su
mujer sexualmente solo para conseguir sus intereses económicos. La posición de
poder de «los Warren» en la localidad forma parte de esas viejas estructuras
caciquiles o feudales del viejo sur usamericano que chocan totalmente con el
espíritu democrático del resto del país. Ello se ve, sobre todo, cuando la
cacique denuncia al propietario negro, heredero de su madre, que ha muerto de
un ataque al corazón después de haberse enfrentado a quien cuidó amorosamente
cuando era una niña, reclamándole la propiedad de la parcela Llama la atención
que el hijo de ella se sienta perfectamente seguro en brazos de la antigua ama:
«ellos [los niños] saben perfectamente quiénes los quieren bien»
El
juicio sobre la propiedad de las tierras es uno de esos momentos en que la
película, como buena parte del resto, trasluce la poderosa influencia de John
Ford en el diseño de las secuencias y en la actuación: hay una naturalidad
perversa en todo el procedimiento que recuerda enormemente al maestro de
maestros. El puntito irónico lo pone la maestra negra que lleva a sus alumnos
al juicio para que vean «cómo funciona la democracia». A esa perversión racista se suma el núcleo de
kukluxkaneros aficionados y siempre dispuestos a montarse con los rifles en un
camión para hacer una razzia en territorios negros respaldando a un
sheriff que, sin embargo, es «amigo» de ellos, lo cual permite, en tono de
comedia, relajar algo la tensión acumulada y en cualquier momento dispuesta a estallar.
Se ha
criticado la idealización de la comunidad negra en la película, pero conviene
destacar que la maestra que acaba enamorándose del «resistente» que no quiere
vender su parcela viene de una experiencia de maltrato y busca refugio, lejos
de Nueva York, en una comunidad más amable.
Insisto,
que nadie espere una película como las muchas a las que nos acostumbró el
autor, pero no es menos cierto que se llevarán una grata sorpresa con este
drama sureño vigorosamente realizado y exquisitamente fotografiado en unos
escenarios muy apropiados. La película, además, está llena de escenas muy
conseguidas en todas las parejas alrededor de las cuales se articula la trama,
y tiene momentos dramáticos, como el ataque de pánico del hijo, encerrado por su
padre en el despacho de la roulotte de la constructora, magníficos. En esa
línea está una subtrama que resulta importantísima en el desenlace de la
película: la admiración que por su tío Henry (Michael Caine) tiene el hijo
mayor del soldado que vuelve a casa, quien ni siquiera se acerca a saludarlo
cuando llega. Tanta es la admiración que siente que no dudará en pretender que
su tío lo adopte como hijo. Y a partir de aquí nos precipitamos, enérgicamente,
en un desenlace que conviene seguir sin perder ripio y que no decepcionará a
los espectadores, porque está a la altura de todo lo sembrado con anterioridad.
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