Anatomía del malditismo y la celebridad: Pollock y Oscar
Wilde entre el éxtasis del triunfo y la miseria de la marginalidad y la
injusticia.
Título original: Pollock
Año: 2000
Duración: 122 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Ed Harris
Guion: Barbara Turner, Susan
J. Emshwiller (Novela: Steven Naifeh, Gregory White Smith)
Música: Jeff Beal
Fotografía: Lisa Rinzler
Reparto: Ed Harris, Marcia Gay
Harden, Tom Bower, Jennifer Connelly, Bud Cort, John Heard, Val Kilmer, Robert
Knott, David Leary, Amy Madigan, Sally Murphy, Molly Regan, Stephanie Seymour,
Matthew Sussman, Jeffrey Tambor, Sada Thompson, Norbert Weisser.
Título original: The Happy Prince
Año: 2018
Duración: 104 min.
País: Unido Reino Unido
Dirección: Rupert Everett
Guion: Rupert Everett
Música: Gabriel Yared
Fotografía: John Conroy
Reparto: Rupert Everett, Colin
Firth, Emily Watson, Tom Wilkinson, Colin Morgan, Anna Chancellor, Julian
Wadham, Béatrice Dalle, Ronald Pickup, Joshua McGuire, Daniel Weyman, John
Standing, Edwin Thomas, André Penvern, Tom Colley, Alexis Julemont, Ciro
Petrone, Benjamin Voisin, Patrick Hannaway, Christian Tye, Riccardo Ciccarelli,
Oliver Cater, Jean-Luc Bubert, Alister Cameron, Toby Sherborne, Antonio
Spagnuolo, André Pasquasy, Sam Barrett, Giovanni Scotti, Franca Abategiovanni,
Howard Perret, Christian Bronchart, Torren Simonsz, Laurent D'Elia.
Agrupo,
por mor de no aburrir en exceso a los potenciales lectores de estas críticas,
dos películas que comparten planteamiento y, hasta cierto punto, objetivo y
métodos: se trata de dos empeños individuales de actores importantes, pero no «estrellas»
de la galaxia cinematográfica, Ed Harris y Rupert Everett, que han aprovechado
un parecido más o menos fiel a sus biografiados para representarlos en la
pantalla. Son, ambos, proyectos que les ha llevado mucho tiempo y muchos esfuerzos
económicos sacarlos adelante y, finalmente, se trata de dos artistas, Pollock y
Wilde, de quienes se nos muestra con más énfasis su lado «oscuro» que una
celebridad «cómoda» que apenas conocieron en vida. Brian Gilbert rodó un Wilde,
con protagonismo espectacular de Stephen Fry, el homosexual con SIDA de Los
amigos de Peter, de Kenneth Branagh, en 1997, pero hay un abismo entre aquella
visión colorista y hasta bienhumorada de Wilde y el retrato en tenebroso claroscuro
que rueda Everett de los últimos años del ingenioso y represaliado autor de La
importancia de llamarse Ernesto, El retrato de Dorian Gray o el
cuento El príncipe feliz que da título a la versión original y que tiene
una función narrativa estructural dentro de la trama, porque la narración del
cuento a sus hijos se encadena con la narración a dos pícaros de los bajos
fondos parisinos con quienes se relaciona Wilde en sus miserables postrimerías,
cuando se presentaba bajo el pseudónimo de Sebastián Melmoth. He de reconocer
que la película de Everett no tiene recato alguno en presentarnos la delicada
situación de empobrecimiento de Wilde, ni tampoco la feliz inconsciencia de un
personaje muy distante del de sus mejores épocas, pero exactamente idéntico en
lo esencial: la fidelidad a su magnifico espíritu de libertad y la firme convicción
de su superioridad intelectual. Todo ello lo sigue el espectador, con un ir y venir
del amante que le causó la ruina y lo llevó a la cárcel, donde pasó dos años de
trabajos forzados que minaron su salud. La película, con una actuación
magistral de Everett, en quien vemos a Wilde con toda la crudeza de su última
situación, se recrea no solo en la miseria parisina en la que sobrevive como
puede, gracias a las ayudas de sus amigos protectores, sino también en esa
suerte de «canto del cisne» que constituyó la aventura en Nápoles con lord
Alfred Douglas, un tramo de la película realmente muy meritorio, por la
ambientación y por el tono crepuscular de una relación sitiada por las amenazas
de privar a ambos amantes de los fondos imprescindibles para poder sobrevivir en
un estado de irresponsabilidad total. Es cierto, no lo niego, que la presentación
de los personajes despistará a los espectadores no familiarizados con la vida
de Wilde, pero no es menos cierto que deben de ser pocos a los que tal cosa
ocurra, no solo por la película anterior, Wilde, sino porque se trata de
un autor muy conocido, representado y estudiado. En todo caso, el retrato del
autor, ajustadísimo a la biografía real del artista, supone una revisión de su
biografía para centrarse en esos terribles momentos de la privación, el
abandono y el olvido. El patetismo de no pocas escenas de la película golpea la
conciencia de los espectadores y nos recuerda la fragilidad de la celebridad y
la gloria artística si enfrentadas a los prejuicios sociales y a los estándares
de vida represivos que le tocó vivir al autor. Con todo, la película permite
enfrentarse a la lectura de su obra con una perspectiva insólita. Ahora mismo,
por ejemplo, está en la cartelera de Barcelona una adaptación de The
Importance of Being Earnest, A Trivial Comedy for Serious People, La importància
de ser Frank, en catalán, que supuso el fin de su brillante carrera
dramatúrgica al ser condenado, pocos meses después, a dos años de prisión. La
película de Everett, insisto, se ve con tanto interés como tristeza, y en modo
alguno excluye la propia caricatura de sí mismo en que el propio Wilde
convirtió el final de su vida, aun a pesar de haber mantenido intacta la llama
de la pasión por su joven amante, cuyo destino fue tan miserable como su
traición a Wilde merecía. De sobra está decir que la tradición británica en la
ambientación, el vestuario y, por supuesto, la interpretación, tiene en esta
película un nuevo ejemplo de esa categoría confirmada en tantas y tantas
películas y series televisivas, un marchamo de calidad que nos permite seguir
el desarrollo de la historia con total admiración a la misma.
Pollock,
por su parte, también perfectamente ambientada en los años finales de los 40 y principios
de los 50, tanto en Nueva York como luego en el pequeño pueblo de las afueras
de la metrópolis donde el matrimonio se aparta del mundo para que el pintor
pueda centrarse en su arte sin los riesgos de sucumbir a sui tendencia al alcoholismo
de la que, sin embargo, una vez conseguido el triunfo y haber roto la
convivencia con su mujer, no logrará librarse, hasta convertirse en la causa de
su temprana muerte. Estamos, pues, ante otro caso de «malditismo» que tiene mas
que ver con la fragilidad psicológica del pintor, el peor enemigo de sí mismo, que
con la fatalidad o la incomprensión.
Ed
Harris levanta el retrato de un ser problemático que combina a partes iguales
la seguridad en sí mismo y la convicción de que nunca llegará a ser reconocido,
máxime en un mercado como el del arte siempre expuesto a caprichos que, a
menudo, tienen poco que ver con la calidad intrínseca de las obras. La suerte
de Pollock fue que la también pintora Lee Krasner se cruzara en su camino y se
convenciera de su «genialidad», por la que renuncio a su propia carrera para
que no se frustrara la de él, por la que batalló con un ahínco que tuvo la
recompensa de ver cómo se convertía, cuando reinvento la técnica de la pintura
por aspersión, goteo o dripping, en el primer pintor usamericano con la bendición
de la mecenas Peggy Guggenheim.
A
diferencia de lo que ocurre con los escritores, cuya actividad «da tan mal en
pantalla», una película sobre un pintor, como en este caso la de Harris sobre
Pollock permite la recreación de una técnica y una manera de hacer que, visualmente,
tiene una espectacularidad deslumbrante. No hay más que seguir con atención la
elaboración del documental sobre él y su técnica, una suerte de relato
metacinematográfico incrustado en la película con un acierto total, porque
vehicula una reflexión sobre la creación y el momento mágico de su concreción
que choca con la técnica cinematográfica, un arte más próximo a la
reelaboración y el retoque que a la creación espontánea.
En
todo caso, no hemos de olvidar que estamos en presencia de una biografía y que,
más allá de la obra, lo fundamental es explicarnos el comportamiento errático,
a veces violento e incluso incomprensible, de una persona que, sin la ayuda de
su mujer, probablemente hubiera acabado llevando una vida de marginación y
miseria, dada su tendencia a dejarse atrapar por el alcoholismo que aborta
cualquier esfuerzo creativo. La película solo mereció un Oscar para la actriz
Marcia Gay Harden, porque el de mejor actor se lo llevó, incomprensiblemente,
Russell Crowe por Gladiator, de Ridley Scott.
Contemplar
una trayectoria vital que va desde la marginación hasta el triunfo, aunque
fuera más por la perseverancia de su mujer que por la propia, encaja totalmente
en el espíritu usamericano del self made man y corrobora uno de los
principales rasgos genéricos de las películas biográficas sobre artistas. He de
reconocer que los cuadros iniciales de Pollock, herederos del cubismo de
Picasso y del surrealismo, son bastante mediocres, y costaba intuir en ellos lo
que Lee Krasner intuyó que podía llegar a haber, tal y como se demuestra cuando,
por vía metafórica, el goteo de una taza volcada acaba sugiriéndole al autor el
desarrollo de una técnica que llevada a su más feliz expresión consiguió cuadros
auténticamente únicos, maravillosos y de una originalidad indiscutible.
La
lucha de Krasner por que Pollock se dedicara a su arte, a pesar de la precaria
situación en la que se encuentran, aunque nunca les faltara la asignación
modesta que les facilito la millonaria Guggenheim, centra buena parte de la película, y ello incluye la
tensión matrimonial con la que tiene que lidiar sobre todo cuando su marido alcanza
la celebridad. De hecho, incluso después de haberse separado, poco antes de que
él fallezca en un accidente de coche por conducir en estado de embriaguez, a
Pollock no le duelen prendas en reconocer la importancia de su mujer en el éxito
alcanzado por su obra. La película nos ofrece un recorrido vital que incluye
una suerte de decadencia final, cuando el pintor se sobrevive a sí mismo como
un pálido reflejo desorientado de lo que, en su momento, junto a Krasner, fue
un verdadero artista. La adaptación fisiológica, un cambio de esos que tanto
les gusta a los académicos del cine usamericano, no bastó para depararle la estatuilla
que sí consiguió De Niro con Toro salvaje, de Scorsese, en su momento.
Resulta
deprimente la imagen de artista acomodado que ha renunciado a seguir explorando
los caminos de la creación, pero esa estampa de decadencia es consustancial a
la separación de quien lo empujó hacia la consecución de sus logros artísticos.
De igual modo que algunas biografías incluyen los dos nombres de la pareja, en
esta de Pollock qué duda cabe que el nombre de Lee Krasner debería de haber
figurado en el título de la misma, dado el papel de motor sine qua non que
juega en la vida de su marido.
Un artista,
por definición, es un ser egocéntrico, y ha de entenderse que no se ajuste a
los esquemas sociales o familiares del común de los mortales, y que ni siquiera
quien comparta su intimidad está exenta de padecer la incomprensión más absoluta
o la indiferencia más terrible. Quien vive solo para sí y solo se apoya en los
demás como un trampolín que lo vuelve a reunir consigo mismo en el aislamiento
de una personalidad compleja e ingrata por naturaleza es, también por
definición, un ser injusto, pero que no puede ser de otra manera, porque su
mundo, por grande que sea, se acaba en la reducida extensión de su propio
cuerpo y de su autosuficiencia orgullosa. Pollock, como buen artista esclavo de
su visión, solo se guía por sus caprichos e inclinaciones, aunque, en los
momentos de lucidez reconozca que por sí mismo no vale nada o sea incapaz de
cualquier gesta, si no es propiciada por quienes han de «sufrirlo» con la generosidad
que es, para él, un valor incomprensible.
Decía
al principio que estos dos artistas de finales patéticos tenían más en común de
lo que a simple vista parecía. Espero haberlo demostrado, así como mi
admiración por dos realizaciones comprometidas con el verdadero espíritu de la
creación artística. Un magnifico programa doble. O triple, si incluyéramos Historia
de un crimen, de Douglas McGrath, sobre cómo Truman Capote, junto con Harper
Lee, su amiga y creadora del clásico Matar a un ruiseñor, llevada a la pantalla con el
mismo título por Robert Mulligan, investigan los sucesos que dieron lugar al
género entre el reportaje y la novela que supuso A sangre fría. El
retrato de Truman Capote, excepcionalmente interpretado por Tobey Jones, su
vivo retrato, forma parte de ese grupo selecto de películas biográficas que han
supuesto una revitalización de un género tradicional en la Historia del cine
desde el Napoleón, de Abel Gance o La pasión de Juana de Arco, de
Dreyer, entre otras.
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