martes, 31 de marzo de 2020

«La muerte cansada» o «Las tres luces», de Fritz Lang, «el cine», la poesía...



Un título capital en la Historia del Cine: metafísica y narración a partes iguales en una sucesión de imágenes seductoras o el célebre soneto de Quevedo filmado: Amor constante más allá de la muerte

Título original: Der Müde Tod
Año: 1921
Duración: 105 min.
País: Alemania
Dirección: Fritz Lang
Guion: Fritz Lang, Thea von Harbou
Música: Giuseppe Becce (Película muda)
Fotografía: Bruno Mondi, Erich Nitzschmann, Herrmann Saalfrank, Bruno Timm, Fritz Arno Wagner (B&W)
Reparto: Lil Dagover, Walter Janssen, Bernhard Goetzke, Rudolf Klein-Rogge, Hans Sternberg, Erich Pabst, Karl Rückert, Max Adalbert, Wilhelm Diegelmann, Karl Platen, Georg John, Grete Berger.

Supongo que el hecho de figurar entre las obras predilectas de Bergman, Hitchcock y Buñuel bastaría y sobraría para consagrar a Fritz Lang como  «director de directores», al estilo de John Ford, y le permitiría ocupar un puesto entre los fundadores del Séptimo Arte, junto a Griffith, al propio Hitchcock -cuya obra muda tiene verdaderas obras maestras- Stroheim, Gance, Meliès, Victor Sjöström, cuya obra La carreta fantasma, con tantas similitudes con la presente, fue rodada el mismo año, Chaplin, Dreyer… y un reducido etcétera cuyas obras mudas apenas son vistas en nuestros días. Nadie a quien haya impresionado El séptimo sello, de ese monstruo cinematográfico que fue Ingmar Bergman, puede dejar de reconocer que no hubiera podido ser rodada sin La muerte cansada, de Lang.
El planteamiento es marcadamente humanista y alejado del tremendismo con que se suele tomar la muerte como motivo dramático, lírico o narrativo. La obra se abre con la imagen casi totémica de un crucero, una cruz levantada sobre unas piedras en un cruce de caminos, el lugar que los antiguos marcaban con piedras en honor de Mercurio («morcuero» ha quedado en nuestra lengua para designar ese montón de piedras que tras el cristianismo fue sustituido por una cruz), dios de los caminos y del comercio. Al poco, una diligencia en la que viajan dos enamorados y una mujer con un ganso, se detiene para que suba un pasajero enigmático, de rostro anfractuoso -una palabra que hubiérase dicho inventada para describir el rostro de Bernhard Goetzke, quien desempeña el rol de la muerte con una absoluta propiedad- que los acompaña hasta la ciudad adonde se dirigen. La vieja con el ganso se baja en cuanto sube el nuevo pasajero, curiosamente.
Nada más llegar, el enigmático viajero compra los terrenos lindantes con el cementerio y levanta un muro elevadísimo cuya altura ni siquiera puede verse en el encuadre que nos lo ofrece con una perspectiva gigantesca que sobrecoge, también por la dimensión de los sillares con que ha sido construido. Después, y esto es una maravilla, la cámara nos ofrece la descripción de varios comensales en el albergue y restaurante del pueblo, uno por uno se nos retrata a las «fuerzas vivas» de la localidad en gestos casi idiosincrásicos, auténticas biografías quintaesenciadas, y el espectador espera el momento en que se cambie a un plano general para ver a los comensales repartidos por la sala, pero nuestra sorpresa mayúscula es verlos a todos juntos alrededor de la misma mesa…
En otra cercana, los dos enamorados reciben la visita de la Muerte, quien se sienta a su mesa. Ambos enamorados beben de una misma copa y al acabar de hacerlo, ambos ven un reloj de arena en el interior de la jarra de cerveza que ha pedido la Muerte. Se sobresaltan y ella se mancha y se acerca a la cocina del albergue para asearse. Allí juega con unos gatos con los que sale al comedor, en busca de su amante, pero halla que ha desaparecido. Inicia un recorrido por el pueblo en su busca y acaba sentándose junto al muro que levantó la Muerte. Estando allí ve venir la procesión de los difuntos requeridos por la Muerte y entre ellos distingue a su marido. Luego se desmaya. La encuentra un boticario, quien la lleva a su casa. Abatida, se derrumba en llanto sobre la Biblia abierta en la que lee que el Amor es más fuerte que la Muerte. Decide suicidarse para reunirse con su amante y rescatarlo. En uno de esos planos totémicos de la película, una escalera ojival infinita por la que asciende lo que ahora es una auténtica «alma en pena», acaba entrando en contacto con la Muerte, quien la lleva al interior de su «mansión», su «sancta sanctorum», donde los humanos estamos representados por velas encendidas que van consumiéndose lentamente, una visión metafórica de primera magnitud, equivalente a la que nos describe Ariosto en su Orlando furioso, un supramundo en el que se guarda en frascos el juicio de cada cual, y hasta el que llega Astolfo para recoger el de Orlando y dárselo a beber. Tres de esas velas, separadas del resto, están a punto de consumirse, y la Muerte le dice a la protagonista que si es capaz de entregarle un alma a cambio de la de su marido, ella se lo devolverá.
Hasta ese momento todo transcurría en el presente de un pueblo alemán cuyas costumbres, incluida la embriaguez de las fuerzas vivas que abandonan el albergue a última hora de la noche, desaparecen tras las tres «aventuras» que ha de vivir la mujer para poder salvar a su marido, tres cuentos diferentes, uno en Venecia, otro en Arabia y otro en China, en los que ella ha de conseguir que su amante sobreviva a las asechanzas mortales que se ciernen sobre él en cada una de las historias, las tres, obviamente, de carácter amoroso. Está claro que aquí la influencia de Griffith , concretamente de Intolerancia, una obra capital en la Historia del Cine, es harto evidente, aunque Lang siempre mantuvo el gusto por lo exótico, como lo demuestra que, a su regreso al cine alemán, al final de su carrera, rodara El tigre de Esnapur y La tumba india , antes de cerrar su obra y su época expresionista con  Los crímenes del Dr. Mabuse , su última película.
La puesta en escena, que fue santo y seña de todo un movimiento como el expresionismo alemán, la correspondencia en el cine de la época de las vanguardias artísticas de los años de entreguerras, adquiere una importancia ambiental de primer orden en la película. Al fin y al cabo, la fidelidad a los detalles en la descripción de los mundos exóticos, añadida a los planos que nos ofrecen siempre ángulos sorprendentes desde los que contemplar la acción, constituían el reclamo de lo mirífico para unos espectadores que aun veían el cine como una ventana abierta a lo sorprendente.
Las tres breves historias, sobre todo la del mago chino, con unos efectos especiales que sorprendieron en aquella época, del modo como hizo la procesión inicial de las almas que atraviesan el muro construido por la Muerte junto al cementerio de la localidad, un muro en el que no hay ninguna puerta que permita el acceso a los terrenos comprados por la Muerte, son historias de amor trágico en las que la protagonista no puede salvar a su amante, por lo que se reconoce que el amor no es más poderoso que la muerte, para desconsuelo de esta misma, harta ya de tener que apechugar con tan ingrata tarea como la que Dios le ha encomendado. Apagadas las «tres luces», la Muerte aún le da una última oportunidad: tiene una hora para darle una vida con algo de futuro por delante. Desesperada, vuelta a la realidad, y deshecho el intento de suicidio a cargo del boticario, la protagonista comienza a pedir una vida para la muerte a cambio de recuperar ella la de su amante… Diríase que tras los tres fantásticos ejercicios narrativos y visuales que suponen las tres historias, dos de ellas exóticas, porque la primera está ambientada en la Venecia del siglo XVI, la película no guarda nada que  alimente las expectativas de los espectadores, pero como ocurre justo lo contrario, he de suspender aquí la presentación de esta obra llena de emotividad paradójica, porque todas nuestras simpatías se van con esa Muerte, cansada de sí misma, que acepta el reto de enfrentarse al amor en la más clásica de las contiendas literarias… Después de ver la película, recomiendo fervorosamente leer el soneto de Quevedo que menciono en el título de la crítica, porque hay quienes dicen que es el mejor soneto jamás escrito en lengua española.


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