Cine negro de excelente calidad parcialmente lastrada por la moralina.
Título original: Kiss of Death
Año: 1947
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Henry Hathaway
Guion: Ben Hecht, Charles
Lederer (Historia: Eleazar Lipsky)
Música: David Buttolph
Fotografía: Norbert Brodine
(B&W)
Reparto: Victor Mature, Richard Widmark, Brian Donlevy, Coleen Gray,
Karl Malden, Taylor Holmes, Mildred Dunnock.
¡Lo que me dan de sí mis
carreras estáticas! No conocía esta cinta de Hathaway, autor excelente de obras
como A 23 pasos de Baker Street , La hechicera blanca y Barreras de
orgullo, que he criticado en este Ojo, El póker de la muerte,
Sueño de amor eterno y, por supuesto, Niágara, con Marilyn
Monroe, entre otras. Director muy versátil, tocó muchos géneros y todos ellos
con una seguridad y un estilo que, aun no deparándole ningún sonado galardón,
lo han colocado entre los favoritos del público, a fuer de recordado y visto. Cualquier
película de Hathaway tiene una profesionalidad que roza la excelencia. Criado
en el mundo del espectáculo desde niño, sus padres eran actores, pasó pronto a
convertirse en auxiliar de Dirección, donde aprendió los fundamentos de su
oficio junto a Victor Fleming y, sobre todo, con Josef von Sternberg, a quien
asistió en La ley del hampa, uno de los primeros ejemplos del cine de
mafias, criticada también en este Ojo y donde descubrí a Clive Brook, de
quien también critiqué la única y notable película que dirigió.
La historia de El
beso de la muerte es ciertamente sencilla: un atraco fallido a resultas del
cual un hombre ha de afrontar la cárcel, separándose de su mujer y de sus dos
hijas, por quienes siente auténtica pasión. La policía le ofrece ventajas
procesales si delata a los compañeros que lo acompañaron en el atraco y, sobre
todo, si denuncia al jefe de la banda. El hombre se niega y pasa tres años en
la cárcel. Le renuevan la oferta y al
final, accede, aunque el trato incluya que haya de subir al estrado para acusar
al jefe, a quien el jurado, sin embargo, exculpa por falta de pruebas concluyentes,
lo que deja al protagonista y a su familia expuestos a la venganza del jefe.
Victor Mature jamás ha sido un actor de mi
predilección, a fuerza de su inexpresivo hieratismo y su escaso repertorio de
emociones, aunque aquí destaca en la expresión de la angustia que le provoca la
separación de sus hijas. Muy destacables son dos escenas: cuando las visita en
una institución, porque consideraron a la madre poco idónea para educarlas y
cuando, haciendo vida de delator reintegrado a la sociedad, escenifica una
capacidad de seducción sexual que Coleen Gray, quien hace su debut como protagonista
femenina, nos transmite con mucha gracia y delicadeza. Esta película tiene la
fortuna de contemplar el debut de dos figuras de diferente dimensión, la propia
Coleen Gray, de relativamente discreta carrera, y quien devendría una superestrella de
Hollywood: Richard Widmark, quien encarna al despiadado delincuente Tommy Udo,
capaz de lo más atroz —atentos a una escena que ha pasado a la historia del
cine como una de las de mayor crueldad jamás vista, mucho antes de que
apareciera Tarantino en este mundo del séptimo arte— y cuya risa nerviosa,
reflejo del sadismo del personaje, emparenta su personaje con el de Joker, de
quien parece una prefiguración. Esa actuación no sirvió para encasillarlo en papeles
de perturbado, como le ocurrió a Anthony Perkins tras roda Psicosis, de
Hitchcock, y no tardó en mostrar una versatilidad enorme, lo que le deparó
papeles del otro lado, el de la ley, o westerns tan famosos como El Alamo,
entre tantos éxitos como consiguió a lo largo de una extensa carrera.
La película
mezcla con extraordinario oficio los momentos de tensión con los típicos del
cine auténticamente negro, y de ahí el generoso uso del claroscuro para muchas
escenas. La estética propia de los noir de los 40 tiene cabida en esta película:
las gabardinas largas, los sombreros de ala ancha, los pantalones con pinza,
los coches clásicos de las películas de gánsters, las celadas policiales
y los errores impulsivos de los delincuentes mentalmente trastornados, como
Udo. Al frente de la policía, un veterano, Brian Donlevy, el inolvidable doctor
Quatermass o el protagonista de Los verdugos también mueren, de Fritz
Lang. Esa solvencia en el reparto es lo que consagra esta película como una obra
excelente, muy ceñida al desarrollo del caso y poco propensa a perderse en
intermedios que nos apartan de la acción, salvo los necesarios para marcar el
contraste entre la vida redimida del soplón y el peligro constante de ser asediado
por quien busca venganza a toda costa: esas escenas familiares de quien quiere
dejar atrás su turbulento pasado son un magnifico contrapunto a la sórdida relación
entre Bianco y Udo, perfectamente ambientada en lugares públicos donde Udo
humilla a quienes lo rodean, sean amantes o sicarios. La narración se ajusta
escrupulosamente a la terrible decisión de convertirse en soplón, y esa condición
de colaborador de la Justicia marcará al personaje a lo largo de la historia,
que se convierte en una emocionante «caza del hombre» por parte del mafioso
traicionado.
Se trata, pues,
de una película marcada por el género al que pertenece y en el que destaca, si
acaso, la aparición de un villano como hacía tiempo que no se veían en el cine
negro; un villano entre refinado y demente que hará las delicias de cualquier
aficionado al cine negro.
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