viernes, 26 de marzo de 2021

«El beso de la muerte», de Henry Hathaway o la eclosión de Richard Widmark.

Cine negro de excelente calidad parcialmente lastrada por la moralina. 

Título original: Kiss of Death

Año: 1947

Duración: 94 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Henry Hathaway

Guion: Ben Hecht, Charles Lederer (Historia: Eleazar Lipsky)

Música: David Buttolph

Fotografía: Norbert Brodine (B&W)

Reparto: Victor Mature, Richard Widmark, Brian Donlevy, Coleen Gray, Karl Malden, Taylor Holmes, Mildred Dunnock.

 

         ¡Lo que me dan de sí mis carreras estáticas! No conocía esta cinta de Hathaway, autor excelente de obras como A 23 pasos de Baker Street , La hechicera blanca y Barreras de orgullo, que he criticado en este Ojo, El póker de la muerte, Sueño de amor eterno y, por supuesto, Niágara, con Marilyn Monroe, entre otras. Director muy versátil, tocó muchos géneros y todos ellos con una seguridad y un estilo que, aun no deparándole ningún sonado galardón, lo han colocado entre los favoritos del público, a fuer de recordado y visto. Cualquier película de Hathaway tiene una profesionalidad que roza la excelencia. Criado en el mundo del espectáculo desde niño, sus padres eran actores, pasó pronto a convertirse en auxiliar de Dirección, donde aprendió los fundamentos de su oficio junto a Victor Fleming y, sobre todo, con Josef von Sternberg, a quien asistió en La ley del hampa, uno de los primeros ejemplos del cine de mafias, criticada también en este Ojo y donde descubrí a Clive Brook, de quien también critiqué la única y notable película que dirigió.

         La historia de El beso de la muerte es ciertamente sencilla: un atraco fallido a resultas del cual un hombre ha de afrontar la cárcel, separándose de su mujer y de sus dos hijas, por quienes siente auténtica pasión. La policía le ofrece ventajas procesales si delata a los compañeros que lo acompañaron en el atraco y, sobre todo, si denuncia al jefe de la banda. El hombre se niega y pasa tres años en la cárcel. Le renuevan la oferta y  al final, accede, aunque el trato incluya que haya de subir al estrado para acusar al jefe, a quien el jurado, sin embargo, exculpa por falta de pruebas concluyentes, lo que deja al protagonista y a su familia expuestos a la venganza del jefe.

Victor Mature jamás ha sido un actor de mi predilección, a fuerza de su inexpresivo hieratismo y su escaso repertorio de emociones, aunque aquí destaca en la expresión de la angustia que le provoca la separación de sus hijas. Muy destacables son dos escenas: cuando las visita en una institución, porque consideraron a la madre poco idónea para educarlas y cuando, haciendo vida de delator reintegrado a la sociedad, escenifica una capacidad de seducción sexual que Coleen Gray, quien hace su debut como protagonista femenina, nos transmite con mucha gracia y delicadeza. Esta película tiene la fortuna de contemplar el debut de dos figuras de diferente dimensión, la propia Coleen Gray, de relativamente discreta carrera,  y quien devendría una superestrella de Hollywood: Richard Widmark, quien encarna al despiadado delincuente Tommy Udo, capaz de lo más atroz —atentos a una escena que ha pasado a la historia del cine como una de las de mayor crueldad jamás vista, mucho antes de que apareciera Tarantino en este mundo del séptimo arte— y cuya risa nerviosa, reflejo del sadismo del personaje, emparenta su personaje con el de Joker, de quien parece una prefiguración. Esa actuación no sirvió para encasillarlo en papeles de perturbado, como le ocurrió a Anthony Perkins tras roda Psicosis, de Hitchcock, y no tardó en mostrar una versatilidad enorme, lo que le deparó papeles del otro lado, el de la ley, o westerns tan famosos como El Alamo, entre tantos éxitos como consiguió a lo largo de una extensa carrera.

         La película mezcla con extraordinario oficio los momentos de tensión con los típicos del cine auténticamente negro, y de ahí el generoso uso del claroscuro para muchas escenas. La estética propia de los noir de los 40 tiene cabida en esta película: las gabardinas largas, los sombreros de ala ancha, los pantalones con pinza, los coches clásicos de las películas de gánsters, las celadas policiales y los errores impulsivos de los delincuentes mentalmente trastornados, como Udo. Al frente de la policía, un veterano, Brian Donlevy, el inolvidable doctor Quatermass o el protagonista de Los verdugos también mueren, de Fritz Lang. Esa solvencia en el reparto es lo que consagra esta película como una obra excelente, muy ceñida al desarrollo del caso y poco propensa a perderse en intermedios que nos apartan de la acción, salvo los necesarios para marcar el contraste entre la vida redimida del soplón y el peligro constante de ser asediado por quien busca venganza a toda costa: esas escenas familiares de quien quiere dejar atrás su turbulento pasado son un magnifico contrapunto a la sórdida relación entre Bianco y Udo, perfectamente ambientada en lugares públicos donde Udo humilla a quienes lo rodean, sean amantes o sicarios. La narración se ajusta escrupulosamente a la terrible decisión de convertirse en soplón, y esa condición de colaborador de la Justicia marcará al personaje a lo largo de la historia, que se convierte en una emocionante «caza del hombre» por parte del mafioso traicionado.   

         Se trata, pues, de una película marcada por el género al que pertenece y en el que destaca, si acaso, la aparición de un villano como hacía tiempo que no se veían en el cine negro; un villano entre refinado y demente que hará las delicias de cualquier aficionado al cine negro.

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