martes, 13 de abril de 2021

«La noche del demonio» y «Los intimidadores», del «outsider» Jacques Tourneur.

Dos muestras del exquisito hacer de Jacques Tourneur poco antes de su canto del cisne: Stars in my Crown. 

Título original: Night of the Demon (Curse of the Demon)

Año: 1957

Duración: 95 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jacques Tourneur

Guion: Charles Bennett, Hal E. Chester (Historia: M.R. James)

Música: Clifton Parker

Fotografía: Edward Scaife (B&W)

Reparto: Dana Andrews, Peggy Cummins, Niall MacGinnis, Maurice Denham, Athene Seyler, Liam Redmond, Reginald Beckwith, Ewan Roberts, Peter Elliott

 

Título original: The Fearmakers

Año: 1958

Duración: 85 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jacques Tourneur

Guion: Elliot West, Chris Appley (Novela: Darwin L. Teilhet)

Música: Irving Gertz

Fotografía: Sam Leavitt (B&W)

Reparto: Dana Andrews, Dick Foran, Marilee Earle, Veda Ann Borg, Kelly Thordsen, Roy Gordon, Joel Marston, Dennis Moore, Oliver Blake.

 

         Jacques Tourneur se rebajó el caché hasta la consunción para poder dirigir Stars in my Crown y, después de un acto estético de tan elevada naturaleza, cayó en desgracia para los grandes estudios, por lo que hubo de refugiarse, para sobrevivir, en la televisión, un penoso final de carrera —él confiesa haberlo vivido como una maldición—, lo cual puede haber opacado en parte la percepción de su auténtica importancia en el Séptimo Arte, que, al menos a mi entender, lo sitúa entre los grandes realizadores de todos los tiempos. Tourneur fue, además, un director polifacético, capaz de tocar cualquier género y elevarlo a la perfección. Aquí ofrezco una crítica de dos películas suyas que, a pesar del protagonismo de un Dana Andrews, lejos ya de sus años gloriosos, pero aún con una sólida presencia ante las cámaras, bien pueden considerarse de serie B, aunque sin dejar de tener el sello de excelencia de un director que incluso de estas películas más baratas podía extraer verdaderas secuencias inolvidables y, en conjunto, obras de mucha entidad.

         La noche del demonio aborda el tema del culto a Satán en una Inglaterra en la que, como le saludan los periodistas al psicólogo usamericano que viene a desengañarlos de la verdad de tales prácticas y de sus manifestaciones en nuestra vida corriente y moliente, los fantasmas forman parte de su idiosincrasia. Los productores exigieron la aparición en pantalla de una suerte de Godzilla ortopédico que respondería a una imaginería satánica capaz de atemorizar al lucero del alba. Recordaba muy bien de la primera vez que la vi el ridículo inmenso de haber cedido a la tentación de usar un «engendro» tan penoso —Harryhausen, el rey de los efectos especiales de esa naturaleza, no pudo colaborar por estar ligado por contrato para La bestia de otro planeta y  Simbad y la princesa, ambas de Nathan Juran —, y que, para más INRI, apareciera apenas comenzaba la película. Relativamente salvado ese hándicap, la película, con una iluminación extraordinaria y un blanco y negro que crea una atmósfera inquietante, junto a la estupenda creación del malvado sacerdote de la secta satánica por parte de Niall MacGinnis, y la presencia de una habitual en el cine británico como Peggy Cummings, a quien acabo de ver en Ruta infernal, de Cy Endfield, consigue un nivel de calidad que bien podemos calificar de extraordinario, con secuencias tan estupendas como la tormenta que estalla por la supuesta mediación del jefe de la secta o la bola de niebla luminosa que sigue al protagonista en su recorrido nocturno por el bosque cuando se dirige a buscar el coche, un efecto espectacular que deja chico y ridículo el Lucifer de guardarropía impuesto por los productores y en el que Tourneur no se recrea en ningún momento, ni siquiera en el desenlace. Otra secuencia notable es la de la demostración del psicólogo a través de la hipnosis para «liberar» a un adepto de la secta, llena de tensión dramática y con un final estremecedor y resuelto con brillantez por el director. La historia se plantea casi como una partida de ajedrez entre el «creyente» y el «escéptico», como si los guionistas hubieran adaptado The ball and the Cross, de Chesterton. Y el desarrollo, con una referencia inexcusable a la escritura rúnica, como fuente de todos los prodigios sobrenaturales, se centra en manuscritos cuyos secretos arrojarían la luz definitiva sobre el imperio del Maligno en nuestras vidas. El subtexto de la Usamérica descreída frente a la Inglaterra tradicional y respetuosa para con los enigmas insolubles de ultratumba funciona como en tantas otras películas en la que se nos presenta a ingleses y usamericanos como dos pueblos a los que solo separa la misma lengua, como dijera con agudeza Bernard Shaw.

         Salvando, pues, los reparos mencionados, la película consigue lo que se propone: generar desasosiego y crear permanentemente la sensación de estar amenazados por poderes oscuros de naturaleza ininteligible. En ese sentido, la torturada expresión demacrada de Andrews, en su dura etapa de adicción al alcohol, por aquel entonces, construye un personaje que, sin renegar del empirismo de su formación académica, es capaz de abrirse a la posibilidad de la existencia de fenómenos que escapan al control de la razón, lo que confiere a la trama un plus de credibilidad con el que Tourneur juega a la perfección. La intervención decisiva de la madre del sacerdote satánico, con todo, se revela fundamental en el desenlace, que se cierra con un plano de los protagonistas en la estación lleno de sospechas, como si en el contrato hubiera quedado establecido que la película pudiera permitir una futura continuación que, por supuesto, nunca se produjo ni se dirigió.

         Lo que hizo Tourneur fue volver a Usamérica con Dana Andrews y embarcarse juntos en una película que, por su escaso eco en FilmAffinity, una sola crítica y 157 votos, me temo que es una película desconocida para el gran público, lo que esta crítica pretende remediar, hasta donde le sea posible. Es fácil comprender mi interés si añado que estamos ante la película en la que probablemente se inspirara John Frankenheimer para dirigir su excepcional El mensajero del miedo (The ManchurianCandidate), y aunque las dos películas se basan en dos novelas de autores diferentes, Darwin L. Teilhet y Richard Condon, respectivamente, algún investigador ha acusado a Condon de haber plagiado en su novela nada menos que partes del Yo, Claudio, de Robert Graves, por el lado político de ambas, y ahí lo dejo. El inicio de ambas, un militar usamericano que es sometido en Corea a maltratos psicológicos y físicos que le dejan poderosas secuelas del estilo del estrés postraumático da pie a dos tramas de naturaleza política que divergen, sin embargo, en sus objetivos: la de Condon denuncia la llegada al poder de un senador al etilo del anticomunista y dictatorial McCarthy y la de Teilhet denuncia una perversión de los sistemas demoscópicos para facilitar la aprobación de leyes que perjudican notablemente a quienes sedicentemente pretenden defender. Para entender el alcance de la trama de esta película de Tourneur hemos de pensar que en Usamérica el sistema de lobbys de influencia en los políticos está reglamentado, si bien con unas limitaciones legales escrupulosas que no pueden ser alteradas sin castigo penal.

         Como veterano que regresa a su ciudad, Washington, donde compartía un negocio con un socio que, antes de morir, lo había vendido a un empleado corrupto por una nadería simbólica, aunque no tuviera «poderes» para ello sin el consentimiento de su socio, el veterano de guerra. Contratado por el nuevo propietario de la firma, el protagonista comienza a sospechar que a su alrededor pasan cosas muy raras y no es ajena a  ellas la recomendación que en el avión, en su regreso, le hace su compañero de asiento, quien le recomienda un alojamiento donde será muy bien recibido si va de parte suya. Va, en efecto, y allí se encuentra con un panorama que aún fortalece más su teoría: algo muy turbio esconde el nuevo propietario, y algo terrible le sucedió a su socio, cuya muerte comienza a parecerle altamente sospechosa de asesinato.

         La «captación» de la secretaria para que se pase a su bando y le ayude a descubrir el pastel de la corrupción que todo parece indicar que se está produciendo es el salto cualitativo que potencia la trama como un thriller clásico, aunque de menor intensidad y brillantez que otras obras suyas como el clásico Retorno al pasado, por supuesto. Marilee Earle, la secretaria, una suerte de pin-up dejó el cine tras el rodaje de esta película y se convirtió en autora de éxito en el campo de los libros espirituales y de autoayuda, y aún vive. El entendimiento entre ambos actores permite seguir la trama con la confianza de que en sus muchos giros, hayan de superar momentos delicados, como así sucede. El final de la película, en la escalinata del monumento a Lincoln, es de los que difícilmente se olvidan, aunque haya sido escenario de muchas películas. Sin ser una joya, está claro que Los intimidadores, y no solo por sus semejanzas con The manchurian candidate, merece un visionado desprejuiciado y una valoración que devuelva estas películas de serie B de Tourneur a la estimación de los grandes públicos.

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