La historia de
una familia bávara con la que se cruza de forma aciaga la devastación de la Gran
Guerra, y su exaltado nacionalismo que aún tendría fuelle para la Segunda Guerra
Mundial.
Título original: Four Sons
Año: 1928
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Philip Klein, Herman Bing, H.H. Caldwell , Katherine Hilliker
(Historia: I.A.R. Wylie)
Música: Carli Elinor, Erno
Rapee (Película muda)
Fotografía: George Schneiderman, Charles G. Clarke (B&W)
Reparto Margaret Mann, James
Hall, Charles Morton, Ralph Bushman, George Meeker, June Collyer, Earle Foxe,
Albert Gran, Frank Reicher, Archiduque Leopoldo de Austria, Ferdinand
Schumann-Heink, Jack Pennick.
Por un lamentable error, tenía
tachada en mi lista de películas vista de Ford Four Sons, pero hace unos días me percaté
de que, lamentablemente, la confundí con Four Men and a Prayer. Deshecha
la confusión, la he visto con esa emoción particular con la que siempre me acerco
a cualquier obra de Ford y me he llevado la morrocotuda sorpresa de volver a
descubrir una auténtica obra maestra, una más de las muchas que jalonan la vida
de este «hacedor de westerns», un Director dotado como pocos para la
comedia coral en pequeñas poblaciones, que es lo que nos describe la película
en su inicio: una pequeña aldea de Baviera que bien puede catalogarse como una
suerte de pequeño paraíso de la vida buena, tranquila y hermosa, en la que el
recorrido del engalanado cartero del pueblo para repartir el correo, saludando
a diestro y siniestro, sonriente y feliz, es la viva imagen de la vida idílica.
El uniforme, muy parecido al del protagonista de El último, de Murnau,
no es la única coincidencia con la obra del genio alemán, porque Cuatro
hermanos está rodada en los mismos decorados que usó Murnau para rodar Amanecer,
una película que revolucionó, como pocas, la manera de entender el cine en
Usamérica. Solo tenemos que observar, y disculpen que me adelante en la
historia, a la visión espeluznante de la sombra del cartero recorriendo el
pueblo para llevar el sobre con ribete negro de luto con el que se comunica a
las familias el fallecimiento de sus hijos en la contienda bélica cuya
declaración tan alegremente recibió la población, como si de a ver una jira
campestre se tratase.
La gracia con
la que observamos la presentación de los protagonistas, los cuatro hijos de la
matriarca Bernle, eje de la acción, mientras esta guarda en los cajones de la cómoda,
con el nombre de cada hijo, la ropa de cada cual, va a dar paso al primer
anuncio de lo que se presagia, con la llegada a la localidad del nuevo jefe
militar, un oficial prusiano de maneras despóticas con quien uno de los hijos tendrá un
encontronazo, a resultas del cual, porque el carro de heno que pasa al lado del
militar lo deja lleno de yerba, un bofetón que no osa replicar, pero que le
confirma en el camino que quiere seguir: el de la emigración a Usamérica, desde
donde un compatriota le pide que vaya, que tendrá muchas oportunidades.
La acción se centra en el festejo por el
cumpleaños de la señora Bernle, cuya bondad roza el retrato pastel, pero
recordemos que la idealización de la vida rural bávara en contraste con el jinete
apocalíptico de la guerra acepta ese contraste solo levemente exagerado. El retrato
amable está lleno de detalles deliciosos, como la taberna donde le preparan el
cochinillo asado en su honor. La familia
que la atiende se mueve, para servir a los clientes, con unos pasitos de
puntillas de un ballet tan curioso como divertido. Esos pequeños detalles con
los que Ford construye auténtica vida popular y simpática.
Cuando estalla la Gran Guerra, el pueblo
despide, entusiasmado, a quienes cree que son sus héroes. Los dos hijos de la
señora Bernle son llamados a filas, y no tarda el cartero en iniciar su camino
de sombras amenazadoras con las terribles noticias para una madre resignada a
un ciego amor a la patria contra el que no protesta. Finalmente, pierde también
el único hijo que le quedaba como todo consuelo, porque del mayor no sabe nada.
De forma paralela, sin embargo, la acción se desplaza a Nueva York para seguir
la vida del hijo emigrado, quien, tras montar su propio establecimiento, se
alista en el ejército para ir a luchar a Europa. Las breves secuencias del
conflicto y el melodramático encuentro de los dos hermanos en el campo de batalla,
antes de que el pequeño reconozca a su hermano y muera acto seguido, son
momentos, con el movimiento del emigrado recortándose contra la niebla en el
campo de batalla, de extrema belleza y emotividad, aun a pesar de ese carácter
melodramático. Es impresionante cómo, después del armisticio, anunciado por las
campanas de la iglesia, la entrada de dos tullidos de guerra a la misma le
sirven a Ford para resumir en un plano los desastres de la guerra; del mismo
modo que la llegada del cartero contemplada desde dentro de la casa de la madre
Bernle, con quien intercambia la desolación de la pérdida, ella detrás del
arcón cuya tapa bajada le permite ver al cartero, y este al otro lado de la
ventana, derrumbándose por el dolor sobre el alféizar, mientras la madre hace
lo mismo sobre el arcón. No entro en las relaciones del nuevo mando militar con
su batallón y con la población, porque a través de ese retrato Ford se adelanta
una década al comportamiento criminal que vivirá la humanidad con el ejército hitleriano, pero cinematográficamente son momentos que el aficionado goza con
delectación.
Es notable el retrato de la capacidad de innovación de la mujer del protagonista, Joseph, quien, mientras el marido está en la guerra, es capaz de mejorar y ampliar el negocio. June Collyer, que está espléndida como enamorada y como mujer emprendedora, trabajaría poco después con Ford en La huerfanita.
La llegada de la carta del hijo emigrado,
Joseph, nos devuelve al principio de la película, con el detalle de la disputa
entre el cartero y los vecinos, el tabernero entre ellos, por ser quienes le
entreguen a la madre de Joseph la buena nueva de la carta en la que le pide que
vaya a reunirse con él. Como una exigencia de la inmigración usamericana es que
los emigrantes conozcan el alfabeto, como conocimiento mínimo para ser
admitidos en la «tierra de promisión», son realmente tiernas las escenas en las
que la ya abuela, porque su hijo Joseph tiene un hijo que echa de menos a su
abuela, ha de ir a la escuela con los niños pequeños. Hay un mucho de
berlanguiano en esas escenas que don Luis seguro que hubo de ver y rever una y
mil veces, porque su estilo está empapado de esa coralidad popular cuya
espontaneidad más nos da la impresión de estar grabando directamente de la
realidad tal cual, en vez de ser una obra de artificio.
Y aquí lo dejo, porque el último tramo de
la película entra de lleno en el melodrama clásico y, aunque bien resuelto,
queda algo por debajo del resto de la película, una obra realmente excepcional.
Cambien los irlandeses por los bávaros y no notarán la diferencia en el amor
con que Ford se acerca a vidas elementales deshechas, en este caso, por la
tragedia de la guerra, ofreciéndonos la comedia y la tragedia de la vida como
manifestaciones fatales de la especie, de las que él es un observador
privilegiado.
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