sábado, 19 de junio de 2021

«El diablo y yo», de Archie Mayo, una comedia mefistofélica…

 


El humor inteligente bajo el código Hays: El diablo y yo o un trato que un delincuente no podrá rechazar… 

Título original: Angel On My Shoulder

Año: 1946

Duración: 101 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Archie Mayo

Guion: Harry Segall, Roland Kibbee. Historia: Harry Segall

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: James Van Trees (B&W)

Reparto: Paul Muni, Anne Baxter, Claude Rains, George Cleveland, Onslow Stevens, Erskine Sanford, Marion Martin, Hardie Albright.

 

El director de Una noche en Casablanca, El bosque petrificado y la excepcional Svengali [que, como clásico que es, recomiendo encarecidamente a todos los amantes del séptimo arte], Archie Mayo, se despidió del cine con esta película, en 1946, tras haber comenzado su carrera en 1917. No figura entre los «grandes», en ese Olimpo de Ford, Welles, Dreyer, Kurosawa, Godard, etc., pero cualquier película suya, al menos las que yo he visto, no dejan indiferentes al espectador, y, en algunos casos, lo clava en el asiento con un poder hipnótico que nada tiene que envidiar al de los merodeadores habituales de ese alto pedestal glorioso.

         El comienzo de la película es impactante. Un jefe mafioso sale de la cárcel y es recogido por su lugarteniente. Van charlando animadamente y reconociéndose la lealtad mutua inquebrantable que les ha permitido sobresalir en sus sucios negocios cuando, de repente, el conductor saca una pistola con la que apunta a su jefe y le pega los cuatro tiritos que lo llevan no a mejor vida, imposible para un precito como él, sino a donde ese nombre indica: al infierno. Y aquí entramos en una escenografía del infierno bajo tierra en la que «aparece» el delincuente, que pasa de una cárcel a otra, más calurosa. No es la primera vez que el infierno aparece en el cine, por supuesto, lo hizo desde la época muda, cuando Giuseppe de Liguoro, Francesco Bertolini y Adolfo Padovan rodaron en 1911 una adaptación de La divina comedia de Dante, si bien ya en 1907 Segundo de Chomón había visitado ese espacio. Estamos, pues, en terreno conocido y bien roturado. La escenografía de la película de Mayo es archiconvincente y más aún la personificación de Belcebú como un atildado burócrata que parece haber esperado como agua de mayo la llegada del delincuente, quien, como cautivo que no piensa más que en salir de su segundo y mucho más penoso cautiverio, pues ha de trabajar como fogonero hasta la extenuación de sus fuerzas, momento en el que será «desechado» definitivamente, no duda en aceptar un trato que le propone Belcebú: ha de hacer un «trabajito» para él: meterse, como espíritu que es, en el cuerpo de un juez, de quien es el doble exacto, para desacreditarlo, porque representa lo que conocemos como «el imperio de la ley». El jefe mafioso, a cambio, podrá usar ese cuerpo para ajustar cuentas con su lugarteniente y deshacerse de él.

         Y allá emergen los dos, como espectros, en una ciudad en la que pasan desapercibidos hasta que un infarto del juez le permite a Belcebú «meter» en el cuerpo del juez el alma, ¡y la personalidad!, del delincuente, quien no conserva nada de los «saberes» y «maneras» del juez, por lo que cuando este despierta de su cardiopatía y metamorfosis, quienes rodean al juez se asombran del modo tan extraño de hablar y de conducirse de este, como si se hubiera convertido en la otra persona que en realidad es, y ello incluye, ¡y cómo no!, la relación con su prometida, una relación bastante «sosa» a la que el «nuevo» juez le va a echar una pimienta que choca en todo momento con la pudibundez del código Hays que no permitía ciertas «expansiones» de tipo sexual en las escenas, aunque  son constantes los intentos del personaje por disfrutar de los encantos de su novia.

         Claude Rains, el inmortal jefe de policía francés de Casablanca, de Michael Curtiz y el malvado enamorado de Encadenados, de Hitchcock, tiene aquí, junto al hiperversátil  Paul Muni, un papel protagonista que le hace justicia. Completa el trío Anne Baxter, que les da la réplica exacta para construir una comedia que, sin provocar grandes carcajadas, si permite verla con una permanente sonrisa, aunque cuando una banda de mafiosos quiere boicotear un discurso electoral que él mismo ya estaba dispuesto a autoboicotearse, siguiendo las indicaciones de Belcebú, el gag cómico lo acaba convirtiendo, tras enfrentarse a puñetazo limpio con ellos [«¡Que son los tuyos!» —le grita Belcebú, en medio del fregado…] en un héroe, y potenciando aún más su candidatura. De igual manera, el nuevo Juez confunde a su novia con una antigua amante suya que, por el arte de birlibirloque de los excepcionales guionistas hollywoodienses, acaba siendo llevada a su despacho de juez para tomar o no ciertas medidas cautelares. La escena

         En este tipo de comedias, el planteamiento y el desarrollo inicial suelen ser muy buenos, pero no así un desarrollo que, inevitablemente, ha de llevarnos a que el protagonista reconsidere que hay otro mundo muy distinto de su mundo de la delincuencia, la violencia, el crimen organizado, y que una vida de familia y el amor de una mujer son un futuro la mar de deseable. Con todo, ni en esos momentos «líricos», llamémoslos así, Archie Mayo deja de atrapar al espectador en la perfecta trama que este sigue con esa atención que exige siempre un desarrollo coherente con los inicios, aunque los malentendidos iniciales dejen paso a consideraciones de otro calibre. Los diálogos son, sin excepción, brillantes, y la caracterización de Muni como un bruto expansivo y arrollador, tan duro de cascos como espontáneo y vital, seduce a quienes lo ven justo como lo contrario del sutil Belcebú que lo mueve a su antojo, pero sin conseguir plenamente sus objetivos.

         Ni acaba de ser una screwball comedy ni un pastelón de la corrección política, aunque la puesta en escena infernal vale un potosí y las relaciones interpersonales del trío protagonista son un auténtico regalo para el espectador. Solo cabe disfrutarla.

        

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