domingo, 13 de junio de 2021

«Possessor», de Brandon Cronenberg o la satánica posesión científica…

Sin la exquisitez formal de Antiviral, una fábula de posesiones asesinas que sacian la sed de hemoglobina del gremio entero de los vampiros…

 

Título original: Possessor

Año: 2020

Duración: 104 min.

País:  Canadá

Dirección: Brandon Cronenberg

Guion: Brandon Cronenberg

Música: Jim Williams

Fotografía: Karim Hussain

Reparto: Andrea Riseborough, Christopher Abbott, Jennifer Jason Leigh, Sean Bean, Tuppence Middleton, Kaniehtiio Horn, Hanneke Talbot, Rossif Sutherland, Christopher Jacot, Gage Graham-Arbuthnot, Raoul Bhaneja, Deragh Campbell, Ayesha Mansur Gonsalves.

 

         Pues parece ser que a Brandon Cronenberg, a pesar del apellido y de su excelente primera aparición como director con Antiviral, no le están poniendo las cosas fáciles. Ocho años de distancia entre la primera y la segunda película es casi una barbaridad, teniendo en cuenta, ya digo, el excelente nivel de su debut. Bueno, eso permitirá, sin duda, convertirlo de aquí a nada en esa cursilería de «director de culto», un marbete que indica procesos de creación que se apartan de la senda trillada de los superventas y aspiran a crear películas que respondan más a una necesidad creativa que a una decidida voluntad exhibicionista. No estamos acostumbrados al cine que se mira en sí mismo sin pensar inmediatamente en el espectador, pero Brandon Cronenberg lo practica con notabilísima habilidad, y Possessor es buena prueba de ella, no solo porque la complicación argumental te ponga muy difícil, a veces, saber quién está a los mandos de quién en esta obra en que una agresiva terapia cerebral permite el control remoto de los asesinos, sino porque las propias empresas que se persiguen ocupan una suerte de espacio de sombra en el ámbito de la realidad virtual que no ayuda a comprender «exactamente» de qué diablos se habla, al margen de que sea totalmente diabólico el asunto. Los espectadores, al menos este suprafirmante, pecamos de ese afán de conocer con exhaustividad lo que se nos está ofreciendo, y cualquier ambigüedad que mantenga su penumbra nos incomoda sobremanera.

         Como la película gira en torno al asesinato guiado a distancia por quien abandona su propio cerebro para meterse en el del verdugo o ejecutor en cuestión, la apertura de la película nos indica enseguida el nivel de «gore» al que nos vamos a enfrentar, porque la propia incisión craneal, con esa sangre espesa que rezuma, nos indica que entra dentro de lo posible que haya sangrías espectaculares, auténticos derroches de hemoglobina perfectamente utilizados no solo como elemento propio de cierto terror de origen paterno del autor, sino también con una voluntad estética y simbólica que se recogerá, a modo de cierre narrativo, en el desenlace.

         No creo que podamos hablar de cámara subjetiva en la película, pero sí, decididamente, de exploración de la subjetividad, en una suerte de viaje a medio camino entre lo psicodélico y lo chamánico, como se recoge en el propio cartel de la película en la que el coprotagonista, Christopher Abbott, ¡magnífica su interpretación a medio camino entre la depresión, el misticismo y la llamada irracional de una violencia que parece dominarle sin que él entienda el porqué de su comportamiento!, acaba ocultándose tras la máscara desfigurada de la asesina a distancia que lo guía en la orgía de destrucción y sangre que protagoniza y de la que, por un «fallo del sistema» no puede salir, al fallar el «pull me out» que pone, volándose la cabeza de un disparo, fin a la posesión asesina. Es ese fallo, precisamente, el que da pie a lo mejor de la película, que se centra en el último tercio de la misma, y para el que lo anterior no ha sido sino una morosa presentación sin la cual, sin embargo, no podemos apreciar la extraordinaria intensidad del tramo final.

El hecho de que el hombre/herramienta se acabe confundiendo con su poseedora genera una tensión servida con excelente factura visual, aunque siempre haya cabos sueltos que requerirían alguna explicación complementaria. Da igual, estamos dispuestos, viendo lo que vemos, a perdonarlo todo, porque esa suerte de lucha a distancia entre la poseedora y su posesión adquiere tintes casi épicos y, por supuesto, nos conducen hacia un desenlacen el que… Eso ya han de verlo todos ustedes por sí mismos.

         Como todo lo relativo al mundo cibernético, a la vicaria existencia virtual que amenaza con condicionar nuestra percepción sensorial de la realidad, todo lo que rodea el mundo de esas experiencias tiene algo de laboratorio de diseño, con una puesta en escena que combina múltiples realidades, entre las que una de las primeras es la consulta de una supuesta psiquiatra o consejera psicológico-empresarial que recibe a la «agente» con unas sillas cuyos asientos y respaldo parecen sostenerse como un esqueleto en el aire, ¡un impacto visual magnífico!, quizás el primero de los muchos que van a seguir en el desarrollo de la trama. Está fuera de toda duda que la puesta en escena es determinante en este tipo de obras en que lo distópico se nos presenta siempre como una realidad futura, nunca de nuestro presente. En la base de tanta aventura hay esquemas míticos básicos como la esquizofrenia de la protagonista, una sorprendente Andrea Risoborough, dividida entre sí mismo y su poseído, con quien lucha tanto como se sirve de él, y de un modo que va a sorprender mucho a los espectadores, desde luego, aunque insisto en que ni puedo ni debo adelantar nada. Con todo, ¡atención a la mariposa roja!...

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