lunes, 24 de abril de 2023

«Almas en pena en Inisherin», de Martin McDonagh o la agreste taciturnidad de los isleños.

 

Terrible retrato de «un corazón sencillo»: el atroz padecer del zonzo y su víctima.  

Título original: The Banshees of Inisherin

Año: 2022

Duración: 114 min.

País: Reino Unido

Dirección: Martin McDonagh

Guion: Martin McDonagh

Música Carter Burwell

Fotografía: Ben Davis

Reparto: Colin Farrell; Brendan Gleeson; Kerry Condon; Barry Keoghan; Pat Shortt; David Pearse; Gary Lydon; Jon Kenny.

 

         Tenía el firme propósito de convencerme por mí mismo si la última película del excelente director de Escondidos en Brujas era o no un fiasco, a tenor de algunas críticas de las que había oído hablar y una, la de Boyero, demoledora, que leí y que, aunque me enfrió los ánimos, no me sedujo para prescindir de su visionado. Ahora, pasado el tiempo de su «actualidad», algo a lo que cada vez se llega antes, voy a escribir la  crítica de una película de 2022, y la distancia respecto de su momento de gloria me la aleja hasta casi dos décadas atrás, o así lo percibe mi reló crítico. Y lo primero que quiero decir es que, a pesar de la expresión afortunada de la traducción del título, se limita en buena parte la comprensión de la película si se elimina de él las banshees, esto es, la encarnación femenina de la muerte, los ángeles caídos, que tan destacado papel tiene en la trama, y que nos recuerda la vieja presencia de la muerte en El séptimo sello, de Bergman, incluso formalmente. Recordemos que el «compositor» quiere titular la canción que le dé la fama póstuma The banshees of Inisherin, por ejemplo, siquiera sea por mor de la aliteración.

         Inisherin, por su parte, formada con el comienzo del nombre de la isla mayor del archipiélago de Aran, Inishmore, y el nombre «Erin», que vale «Irlanda», nos da a entender que el autor ha querido plasmar en su novela ciertas constantes atávicas del, podríamos decir, núcleo duro de la idiosincrasia irlandesa, las islas de Aran, donde el gaélico resistió de forma numantina la avasalladora presencia del inglés. Es cierto que también podría referirse a la guerra civil que se libra a lo lejos en la «verde Erin», de a la que a la isla de Aran solo llega, a lo largo de la película, el retumbar de los cañones que disparan su mortífera munición, como si fuera una cosa ajena a su vida cotidiana...

         He de decir que esta película es una de las películas más tristes que mi Conjunta y yo hayamos visto nunca, del mismo modo que su desarrollo te va generando una incomodidad tan superlativa que cuesta trabajo aceptar que el infeliz protagonista encarnado por Colin Farrell no llegue nunca a darse cuenta de lo que significa  no aceptar su propia condición, fronteriza con la de otro personaje dramático que se clava en las entrañas: el hijo con retraso mental del policía, quien abusa de él y lo maltrata, razón por la cual el joven abusa en cuanto puede del alcohol, como su propio y salvaje padre.

         La hermana del protagonista, ¡ese encanto de actriz que es Kerry Condon!, es una mujer amante de la lectura, quien comparte con su hermano una casa y una vida que se le va haciendo cada vez más pequeña y asfixiante, y de la que no tardará en quererse escapar, y con mayor razón cuando se inician las «hostilidades» entre los dos hombres que solían compartir las pintas y la conversación en el pub de la zona, porque no puede hablarse propiamente de «pueblo» en esta película, aunque haya uno con puerto por donde estos seres aislados se comunican con la Irlanda, con Galway, que equivale, en su infinita ignorancia, al «mundo».

         Un buen día, Colm (¡enorme Brendan Gleeson!, que suma un papel extraordinario más a su espectacular carrera artística!) le dice a su amigo que ya no quiere volver a hablar más con él, que se ha acabado su relación y que no quiere que le moleste. La estupefacción de Pádraic (¡un inconmensurable registro interpretativo de Colin Farrell, muy alejado de cualquier papel que haya hecho hasta esta maravilla!), el hombre sencillo, espontáneo y cordial, si bien limitado intelectualmente, una especie de extraña mezcla entre el «corazón sencillo» flaubertiano y el «idiota» dostoyevskiano es de tal naturaleza que, ante la naturaleza de lo incognoscible, porque no hay, o él no la ve, ninguna razón para que le den de lado de forma  tan desconsiderada, brusca y cruel, porque se da a entender que le rompe una rutina de años, lo cual lo descolocada de un modo absoluto; la estupefacción es de tal naturaleza, digo, que de repente inicia un asedio a su ya examigo para inquirir cuál sea esa razón, si la hay. Lo terrible es que la hay, y no es fácil ni de decir ni de oír. El violinista, Colm, le revela que, dado lo poco que intuye que le queda de vida, aunque luego confirma que no está enfermo, ha decidido que ya no tiene más tiempo para soportar la aburrida conversación de su amigo, porque quiere dedicarse intensamente a crear algo, luego sabremos que una composición musical, por la que ser recordado. De hecho, Colm tiene cierta reputación como músico folclórico, y congrega a su alrededor a jóvenes que quieren aprender de él y asegurar la transmisión de esas músicas tradicionales, tan hermosas, por cierto, porque el folclore irlandés, tanto en su veta nostálgica, como en sus rítmicas variantes de baile, es riquísimo.

         Con esos mimbres, la deriva de la historia toma una dirección que ni el espectador más avezado podría imaginar, e intuyo que quienes aborrecen la película no han sido capaces de entrar en un juego de  mentalidades  aldeanas e isleñas, dominadas por la soledad, la rutina, las limitaciones y, sobre todo, el infinito aburrimiento de unas vidas, como la de Pádraic que giran en torno a sus animales, y a una cotidianidad irrelevante, como se lo hace ver Colm cuando le exige que deje de hablarle y de frecuentarlo. Todo eso se describe, por contraste y a la perfección, en la necesidad de la tendera donde vende sus productos Pádraic de que le cuenten «chismes» que valgan la pena para entretener sus días, lo que dará pie a un enfrentamiento acerbo entre el protagonista y el policía de la isla. Una tendera que parece salida, propiamente, de Bajo el bosque lácteo, de Andrew Sinclair. Que en esos estrechos márgenes de vida social irrumpa la tradición de las banshees, en forma de una vieja tan irónica como amenazadora, fortalece la narración con su trasfondo mitológico, máxime cuando las amenazas se cruzan a tres bandas: Colm y Pàdric y este y el policía. No entro en la descripción del terrible método mediante el cual Colm quiere asegurarse de no ser molestado nunca más por su vecino, porque añade un sesgo irracional a su decisión, que está en consonancia, sin embargo, con el título en español de la película; pero átense los machos los espectadores porque son escenas propiamente desgarradoras en un contexto de naturalidad que mete espanto.

         La esencia de la «cuestión» se dilucida cuando, con unos güisquis de más, Pádraic hace la apología del hombre sencillo y cordial que a Colm le resulta oneroso y, sobre todo, prescindible. Es un momento cumbre de la película, y así lo reconoce el propio Col: «Has estado a punto de volver a caerme bien otra vez». Pero luego, los tiros van por otro lado, el de la violencia que, desatada, todo lo complica.

         A mí me ha parecido una película exquisita, rodada con un tacto absoluto y con un retrato de los personajes que no es frecuente en el cine moderno, tan plano, psicológicamente hablando, cuando no sermoneador y de autoayuda. El amor a los animales, por cierto, un burro enano en el caso de Pádraic, es perfectamente comparable con el de Felicidad por su loro en la citada  Un corazón sencillo. Si le añadimos los paisajes siempre bellísimos de Irlanda, obtenemos el contraste surrealista («la belleza será convulsa o no será») que redondea la obra de arte imperecedera que es la película, diga Boyero lo que diga.

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