domingo, 2 de abril de 2023

«Mantícora», de Carlos Vermut o la maldición del bestiario.

 

Si nadie sale indemne de mirar al abismo; tampoco de crear monstruos…

 

Título original: Mantícora

Año: 2022

Duración: 115 min.

País:  España

Dirección: Carlos Vermut

Guion: Carlos Vermut

Fotografía: Alana Mejía González

Reparto: Nacho Sánchez; Zoe Stein; Catalina Sopelana; Javier Lago; Patrick Martino; Ángela Boix; Álvaro Sanz Rodríguez; Vicenta N'Dongo; Joan Amargós; Albert Ausellé; Miquel Insúa; Ignacio Ysasi;  Chema Moro; Aitziber Garmendia.


    


 

         He repasado las críticas que le hice a Carlos Vermut de dos obras anteriores, Magical Girl y Quién te cantará, para tener una visión diacrónica de una obra corta,  pero intensa y muy interesante. Si Quién te cantará era un gran paso adelante respecto de Magical Girl, Manticora camina en una dirección muy distinta, porque Vermut se adentra en un terreno, el del terror psicológico, próximo a la película de Robert Eggers, El faro, por lo que de transformación casi diabólica del personaje comparten ambas. Hay aquí una estética menos depurada que en Quién te cantará, porque todo el peso de la narración recae en un personaje que se nos presenta ya casi alucinado desde buen comienzo, algo que juega en su contra, si bien aún hay margen para que se perciba la siniestra evolución del joven, quien es poseedor de una personalidad rayana en lo patológico.

         La mantícora es un monstruo de los bestiarios medievales a los que llegó desde la mitología persona, tras haber pasado por la griega. En la película su representación formal, que tanto influye en el protagonista, en una secuencia con un nivel de abyección y perversidad que obligó a mi Conjunta a no querer seguir viendo la pantalla, y que yo resistí a duras penas, aparece cerca ya del desenlace y forma parte, no de algo sorprendente, sino de la constatación a la que llegamos por una doble vía: la de la sugerencia en una escena temprana de la historia, y la elipsis que supondrá su despido de la empresa para la que trabaja como creador de monstruos para el mundo audiovisual y la quiebra de su relación de pareja con quien creía estar forjando una convivencia redentora de su patología.

         El protagonista es un profesional del diseño especializado en la creación de monstruos como todos los que aparecen en los videojuegos, películas de animación y otras disciplinas, a través de una herramienta de creación de realidad virtual que permite trabajar en el espacio, obra que, en el acto, se plasma en la pantalla del ordenador especializado. Huérfano de madre y con un padre con el que no se habla, el protagonista es un ser solitario, habitante de un mundo de monstruos y con notables dificultades para la comunicación espontánea, natural. Tras salvar a un niño, vecino suyo, de un incendio casero que logra aplacar con un extintor, el protagonista sufre un episodio de ansiedad que lo lleva a urgencias.

         En una fiesta de la empresa conoce a una joven, estudiante de Historia del Arte, y amiga de una compañera de trabajo. Se produce el clásico encuentro chica-chico y a partir de entonces se inicia una relación que progresa simultáneamente a las dificultades patológicas del protagonista, quien, en una escena apenas insinuada, ha usado el equipo profesional para diseñar un proyecto con, al parecer, una finalidad erótica. Que a ese diseño le haya puesto la cara enigmática de la joven tiene que ver, y mucho, con la evolución de los acontecimientos. La historia de amor es espléndida y está muy bien narrada, incluida la visita a Sitges —aunque la elipsis de la vuelta a Madrid deja al espectador en ese terreno del «¿pero dónde están ahora?» que podría haberse evitado—. A ello contribuye poderosamente, incluso por encima del protagonista casi hegemónico de la película, la presencia magnética de Zoe Stein, quien consigue una actuación de las que se retienen para siempre en la memoria. Mucho antes de ver la película, comentándola con Pau Perramon, director de cine, le dije que se fijara en la imagen de Stein en esta película, porque parecía una persona «diseñada por ordenador», como en aquel Tintín de Spielberg. El contraste entre el vestuario y su imagen chocan con la naturalidad expresiva de su registro, incluido el drama familiar que, hasta cierto punto, comparte con el protagonista.

         La historia de un creador de monstruos que acaba devorado por sus propias inclinaciones oscuras y perversas sería equivalente, por ejemplo, a un caso como el del personaje de El perfume, de Tom Tykwer, entre muchas otras, por supuesto, cuyo paradigma se remonta a  El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, de Stevenson, por supuesto, tan fértil narrativamente. Lo sobresaliente en esta ocasión, nada nueva en el cine, es la creación de una atmósfera y un pathos, a partir, sobre todo, de los ojos delirantes del protagonista, que va tiñendo de sombras húmedas la narración, y que tan dura de ver es para los espectadores. Ya se sabe que las perversiones que tienen por objeto de deseo a los niños suponen un  grado de retorcimiento que nunca encuentra la complicidad de los espectadores, a quienes nos disgustan sobradamente, tanto como para sentir inmediatamente un rechazo visceral a lo que, en sí mismo, es una narración impecable y un acierto expresivo de primer orden. Más aún cuando esa larga secuencia de seducción de ignota finalidad —y la indefinición del deseo es un fino acierto en el planteamiento; del mismo modo que la elipsis que ha de rellenar el espectador sobre las razones por las que expulsan de su trabajo al protagonista— se convierte en el prólogo a la decisión que desencadena y precipita los acontecimientos que nos llevan a un desenlace que, a los filólogos nos recuerda la novela de Pardo Bazán, La prueba.

         La dimensión mítica de los bestiarios unida al diseño por ordenador, como una de las profesiones liberales más recientes, acaba desvelando que en el fondo del deseo del corazón humano está habitado por ángeles y demonios en igual medida. Y que no siempre sabemos por qué unos u otros rigen nuestros actos.

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