sábado, 15 de abril de 2023

«Las consecuencias del amor», de Paolo Sorrentino, un curioso thriller existencial.

 

Entre Monsieur Hire y Uno de los nuestros, una visión personalísima sobre la corrupción mafiosa.

 

Título original: Le conseguenze dell'amore

Año: 2004

Duración: 100 min.

País:  Italia

Dirección: Paolo Sorrentino

Guion: Paolo Sorrentino

Música: Pasquale Catalano

Fotografía: Luca Bigazzi

Reparto: Toni Servillo; Olivia Magnani; Adriano Giannini; Antonio Ballerio; Gianna Paola Scaffidi; Nino D'Agata; Ana Valeria Dini; Diego Ribon; Giovanni Vettorazzo; Giselda Volodi; Gaetano Bruno; Gilberto Idónea; Pietro Manigrasso; Angela Goodwin; Vittorio Di Prima; Rolando Ravello; Raffaele Pisu; Roberta Fossile; Arturo Muselli.

 

         Paolo Sorrentino domina muchos registros cinematográficos, pero en todos ellos sabe imprimir el sello de su particular percepción de la trama y de los personajes, que siempre suelen caracterizarse por alguna singularidad que los identifica y, en cierta manera, los «condena», porque muchos de ellos sufren una angustia e incluso ansiedad muy propia de nuestro siglo y de la última década del anterior.. La cámara se acerca a un personaje misterioso que vive en un hotel suizo desde hace ocho años y cumple con una regularidad exquisita un programa de vida que, mediante la voz en off del protagonista, se nos explica a los espectadores. Dado el hermetismo y el laconismo del personaje, amén de su notabilísimo desprecio hacia cuantos lo rodean, sea el servicio, sean otros huéspedes, sea su propio hermano que lo visita brevemente, para su disgusto, nada sabemos de él, excepción hecha de esa suficiencia, de esa altivez, que nos lleva a pensar en un filósofo misántropo que, por ignotas razones que no parece que vayan a explicitarse, ha decidido vivir en el anonimato de un hotel y ligado a unas rutinas que no excluyen un chute de heroína una vez por semana a la misma hora.

         La primera parte, llena de silencios y de alguna levísima actividad social, como las partidas de cartas con dos huéspedes fijos como él, dos aristócratas muy venidos a menos, que sobreviven vendiendo la obras de arte que aún les quedan de su herencia —una pareja de ancianos muy parecida a la que en La gran belleza se alquila para ciertas fiestas— nos permite penetrar, a través del juego de miradas que el protagonista dirige a los demás, a la calle y, sobre todo, a la camarera del hotel, con quien se niega tajantemente a cruzar ni una sola palabra de las contadísimas que salen por su boca.

         ¿Qué hace ese hombre ahí? De repente, le llega una maleta que, al día siguiente, en un lujoso coche que tiene aparcado en el hotel, lleva con notable solemnidad a un banco suizo para ingresar su contenido en dólares. Como el encargado lo llama «Director», y lo trata con absoluto desdén, llegamos a pensar que se trata de un extraño banquero —pensemos que Pessoa se inventó un curioso y congruente banquero anarquista…—, pero la visita poco después, a su habitación, de dos pistoleros mafiosos que  han de hacer un trabajito en la zona, nos abre definitivamente el ángulo de visión y pensamos enseguida en un camello, entendido en procedimientos bancario, encargado de esconder en Suiza el fruto de las ilegales actividades mafiosas en Italia.

         Hasta este último momento, todo discurría con una lentitud casi metafísica, y los silencios y las miradas dominaban sobre las palabras, inexistentes. Habíamos entrado en un ritual preciso y nada nos perturbaba, excepción hecha del deseo de saber pormenorizadamente qué demonios de personaje encarnaba Servillo con una distinción, con unas maneras y con una exquisitez absolutas. La película, de hecho, gira en torno a él, y él solo es capaz de sacar adelante la película, si bien hemos de hacer mención muy especial de Olivia Magnani, nieta de la gran Anna Magnani, con un rostro que sabe seducir a la cámara del mismo modo que seduce al antipático huésped del hotel que tanto la mira y que nunca le dirige la palabra ni contesta a sus saludos o despedidas. Cuando, finalmente, decide entablar relación con ella, una frase: «sentarme aquí, en este taburete, es lo más peligroso que he hecho nunca» va  a condicionar el resto del acelerado relato que entrará de lleno, ya, finamente, en la relación con la mafia, porque solo a su «idolatrada», como si ella fuera la sirena que ha atraído al marinero varado a su fondo salado, le contará la verdad de su peculiar situación personal.

         Desde que la película se lanza por la vía del thriller mafioso, desmintiendo la lentitud hipnótica, ¡y tan de Sorrentino!, de los movimientos de cámara, asistimos al desvelamiento de las claves que nos permiten ir poco a poco entendiendo qué juego se traen entre manos todos los personajes. No lo voy a revelar, por supuesto, pero sí puedo asegurar que he hallado una secreta vinculación entre esta película y Still Life, («Nunca es demasiado tarde») de Uberto Pasolini. Y a quienes hayan visto esta última, acaso ya les he dicho demasiado.

         En todo caso, la acción de la película no defrauda y Sorrentino es capaz de darle otra vuelta de tuerca a las películas sobre la mafia, con una violencia contenida, pero determinante, y un final admirable.

         Descubrí a Sorrentino no por La gran belleza, sino por Un lugar donde quedarse, que me pareció originalísima; pero, tras su gran éxito, he ido haciendo calas en sus obras anteriores y siempre he descubierto propuestas muy interesantes, como la presente.

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