lunes, 24 de abril de 2023

«La vaca y el prisionero», de Henri Verneuil, una comedia bélico-ecológica.

A la mayor gloria de Fernandel, una divertida comedia que exalta la entente cordiale entre franceses y alemanes fuera de los frentes de guerra. 

Título original: La vache et le prisonnier

Año: 1959

Duración: 119 min.

País: Francia

Dirección: Henri Verneuil

Guion: Henri Verneuil, Jean Manse, Henri Jeanson. Historia: Jacques Antoine

Música: Paul Durand

Fotografía: Roger Hubert (B&W)

Reparto:  Fernandel; Pierre-Louis; Elen Schwiers; Ingeborg Schöner; Heinrich Gretler; Richard Winckler.

 

         Fernandel es un cómico muy popular, acaso de la talla de Alberto Sordi, por ejemplo, y está muy asociado a un personaje que le dio la fama, Don Camilo, personaje creado por Giovanni Guareschi. No ha sido, sin embargo, cómico de mi predilección, pues pertenece a esa estirpe de cómicos como De Funés y Terry Thomas en las antípodas, para mí, de genios como Jerry Lewis, pongamos por caso, sin recurrir a los grandes clásicos del cine mudo. Sin embargo, reconozco su naturalidad y una vis cómica que hace muy creíbles y humanos sus personajes, justo lo que necesita el protagonista de esta lírica historia en la que asume prácticamente todo el protagonismo en exclusiva.

La situación de partida es original: un prisionero francés destinado a colaborar en las granjas alemanas cuyos hombres han sido llevados al frente se harta de su situación, a pesar de ser un privilegio respeto de los que están en campos de prisioneros militares, los stalag, y, acompañado de una vaca, como camuflaje, para justificar sus desplazamientos, decide caminar unos doscientos kilómetros, hasta Sttutgart para tratar de colarse como polizón en algún tren con destino a Francia. Así pues, llevando como toda impedimenta un cubo para ordeñar la vaca, un zurrón y la vaca Margarita se echa al camino en lo que pertenece, por derecho propio, al género de las road movie.

Como exigen las características del género, los diferentes encuentros que va teniendo en su peregrinar constituyen la esencia de la historia, y todos ellos están contemplados desde un punto de vista cómico que, sin esconder la dureza de la situación bélica y el riesgo que corre el prisionero fugado, ofrecen al espectador una amable, lírica ¡y aun ecológica! historia que le va ganando el corazón a medida que la relación entre el prisionero y la vaca se va destacando como una de las principales bazas de la historia. Aunque la primera salida acaba en fiasco, porque vuelve al punto de partida, después de haber pasado por una unidad de trabajo en un aserradero, una secuencia  muy divertida, porque los prisioneros han ensayado todas las maneras posibles de rendir lo mínimo en el trabajo, la segunda, inmediatamente después del fracaso de la primera, sí que tiene éxito.

 En la medida en que los sucesivos encuentros nos permiten ver la interacción de un hombre de natural bondadoso y poco amigo de enfrentamientos de ningún tipo, y menos militares, un hombre sencillo que solo ansía poder volver a su Marsella natal, la película se convierte en un hermoso alegato antibelicista. Ni siquiera falta el escarceo amoroso de Margarita con un bravío toro en una granja donde el protagonista es invitado a comer, porque el hijo está destinado en Marsella, de donde él es natural. La hija sirve de intérprete y la escena diríase sacada de un manual de confraternización entre granjeros franceses y alemanes, como si las guerras, esa sería la tesis última del autor, fuera cosa de las élites militares y políticas dominantes, no un impulso genuino de quienes están «a sus labores», apegados a la tierra.

Encuentro emotivo, así mismo, es el del protagonista con los prisioneros rusos hambrientos, a quienes el cubo de leche que les lleva les parece una bendición de los cielos. Al mejor registro de cine cómico pertenece el intercambio de propuestas que se hacen: el protagonista quiere ropa de civil para no llamar la atención al coger el tren y los prisioneros, todo esto mediante dibujos, están dispuestos a conseguírselas a cambio de que él les dé la vaca para comérsela. En ese momento es tan grande el cariño que le une a la vaca que de ningún modo acepta cambiar su vida por un simple traje. Y sigue su camino.

En este punto es imprescindible revelar que la peregrinación del prisionero francés recorre unos paisajes de extraordinaria belleza y bosques frondosos que, cuando no está con alguien, el protagonista comenta en un monólogo en off que jamás se hace pesado. Hay momentos en los que, por azares de la situación, Margarita se aleja de él, como cuando ha de esconderse entre unos arbustos justo donde una unidad alemana levanta su campamento, otra muestra de las fuertes raíces cómicas que tiene la película en el cine mudo; pero hombre y vaca acaban reencontrándose para seguir su camino. Aunque sea en blanco y negro, hay una versión coloreada, la fotografía de Roger Huber, que también firmó la excepcional de Los niños del paraíso, de Marcel Carné consigue una calidad de imagen, una iluminación contrastada que crea atmósfera y fisicidad en los espacios naturales. Escenas hay en las que, en  los primeros planos de Margarita, tiene uno la sensación de sentir la calidez de su hermoso pelaje, del mismo modo que la degradación física de los prisioneros, franceses o rusos, se nos impone con una presencia casi intimidatoria.

Al llegar al Danubio, cuyo puente más cercano ha sido volado por la aviación, el prisionero se encuentra con un pelotón que quiere cruzar el puente formado por los zapadores y no consigue hacer retroceder al animal para dejarles pasar. La situación, comiquísima, porque en ella forma parte sustancial la terquedad animal contra la que los hombres, ¡una terquedad de seiscientos quilos!, poco pueden hacer. Cómo se resuelve es algo que se lo reservo a los espectadores, porque esta es una película que fue un bombazo en la fecha de su estreno, consiguiendo, ¡en 1959!, más de ocho millones de espectadores, y que bien harían los espectadores de hoy no perdiéndosela, porque es una película de exaltación de valores nada alambicados y que no contiene ningún discurso bombástico sobre los mismos, sino la mayor de las naturalidades, una espontaneidad fenomenal y un amor por la naturaleza, los animales y las personas muy encomiable. De hecho, cuando el protagonista ha de separarse, finalmente, de Margarita, le promete que jamás volverá a comer ternera en su vida… Con eso creo que está dicho todo. El destino de su peregrinación es la estación de Stuttgart, pero de lo mucho y muy gracioso que ocurre en ella, solo quien la vea lo sabrá.

Esta película puede ocupar un lugar muy destacado entre las películas antibelicistas, y ello desde el género de la comedia, que no siempre es bien entendido cuando de tratar realidades humanas tan sangrantes se trata.

 

 

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