jueves, 20 de abril de 2023

«La experiencia», «Un traje para la boda», «*¿Dónde está la casa de mi amigo?», «*Y la vida continúa», «*A través de los olivos» [*La trilogía de Koker], «El sabor de las cerezas», «Diez», «Copia certificada»: 37 años de cine en la vida de un director excepcional: Abbás Kiarostamí.

 

Una aproximación crítica a la obra magna de un genio de la Historia del cine: Abbás Kiarostamí o una mirada singular a la vida: el espejo (motorizado) a lo largo de los caminos…

 

        

         No ignoro que, a pesar de tener alguna película como El sabor de las cerezas, que triunfó en Cannes, la obra de Abbás Kiarostamí (a veces sin tildes) tiene un altísimo valor por el conjunto de toda ella y por su especial manera de filmar, entre el documental y las premisas bressonianas de rodar con actores aficionados y con amplia libertad para la ejecución del guion. La tendencia propia del director a la metaficción consigue, además, en lo que se ha denominado La trilogía de Koker una magnífica plasmación llena de sabiduría narrativa y profunda emoción vital. Con todo, tal y como advertimos en la repetición compuliva de una escena en A través de los olivos, evocando la grabación de la misma escena en ¿Dónde está la casa de mi amigo?, poco deja al azar Kiarostamí en su recreación de lo que casi nos parece un rodaje de documental.

He recurrido en el título a la metáfora stendhaliana del espejo en el camino para caracterizar el afán objetivista del autor y, al mismo tiempo, cómo se llega a él desde una subjetividad en la elección de sus temáticas y de sus personajes, porque solo desde ese compromiso humanista con la vida real de las gentes de Irán, en ciudades y, sobre todo, en las zonas rurales, tiene sentido la obra de Kiarostamí. He añadido «motorizado» porque el coche tiene un valor muy destacado en la obra de Kiarostamí y, por consiguiente, las calles y los caminos, sobre todo estos últimos, tomados con vistas panorámicas que crean una belleza deslumbrante. Kiarostamí tiene una especial sensibilidad para los planos de la naturaleza, o quizás es la misma que posee para filmar las personas y los pueblos perdidos del Irán «profundo», donde la vida tiene otro ritmo y se rige por otras normas y costumbres en muy marcado contraste con las de la ciudad. De que los personajes de Kiarostamí se «echen al camino», pudiera inferirse que hay una emulación quijotesca en su deambular constante, y que los anima el generoso y encomiable propósito de «desfazer entuertos», pero pronto advertimos que se trata de espectadores maravillados que en modo alguno quieren alterar el objeto de su visión con el que no establecen, por lo general, más nexo que el de la convivencia cotidiana mínima, y a veces ni eso, como ocurre cuando una vieja quiera sacar una pesada alfombra de una casa en ruinas, devastada por el terremoto que asoló el norte de Irán y el protagonista alega una incapacidad lumbar como disculpa para no ayudarla.

Eso sí, el amor con que semejantes realidades es observado, difícil parangón halla en otros cineastas, y ello se advierte en el modo estético con que Kiarostamí retrata una vida anclada en la noche de los tiempos, por más que la modernidad asome contantemente su patita embrujadora por debajo de cualquier circunstancia. Incluso en el empecinado viaje de Y la vida continúa, rodada cinco meses después del terrible terremoto que fue portada de prensa en todo el mundo, y que rememora el viaje que hizo el propio Kiarostamí con  su hijo pocos días después de los trágicos hechos, los supervivientes, albergados en campamentos o entre los restos habitables de sus casas de adobe y madera, están pendientes de la instalación de una antena en una loma cercana para poder seguir el partido del mundial, Brasil-Argentina, tres días después de la catástrofe, pero, como dice un personaje: «Los terremotos se dan cada cuarenta años y el Mundial cada cuatro», ante la perplejidad del urbanita que no acaba de entender que pueda derivarse la atención hacia el fútbol en medio de una realidad tan adversa. Pero el «fatalismo« tradicional de quienes saben que sus vidas no están en sus manos, sino en las de Dios, permea no solo esta película, sino buena parte de su filmografía.

La selección que ha hecho Filmin de su obra nos permite hacer varias calas muy significativas en ella, porque del conjunto de las recogidas sacamos una clara idea del «mundo» de Kiarostamí, que no es otro que el propio de su país, Irán, y de sus paisanos, cuyas vidas nos ofrece, además, con una dimensión trascendental que habla a la conciencia del mundo entero, salvando el color local de sus tradiciones y formas de vida. Donde mejor se advierte esa trascendencia es en El sabor de las cerezas, en la que se plantea el tema del suicidio, una decisión que desafía de forma valiente la condena religiosa del mismo, lo que ya da a entender que su plasmación cinematográfica constituía un arriesgado desafío al poder teocrático instalado en Irán tras la revuelta contra el Sah que entronizo, en 1979,  a otro sátrapa, pero con el Corán bajo el brazo: Jomeini.

Está claro que la etiqueta de cine «étnico» no ha ayudado a que la obra de Kiarostamí sea tan reconocida como la de otros directores de países o continentes que, para los occidentales, pueden resultar acaso «exóticos», sea China, sea África, sea incluso la mismísima Australia, si las películas se centran en sus aborígenes; pero lo cierto es que los modos de hacer del director iraní poco tienen que ver con la exaltación de la «diferencia» y sí mucho con la condición humana que no conoce de fronteras, aunque sí de modos de vida muy disímiles. La mirada de Kiarostamí a las zonas menos desarrolladas de Irán se alternan con la que lanza sobre la modernidad, como admiramos en Diez, una película que roza la genialidad, y en la que el uso del coche, uno de sus tótems cinematográficos, alcanza su más lúcido protagonismo.

Si algún rasgo define el modo de realización de Kiarostamí yo  elegiría el de la «delicadeza», el modo como se acerca con la cámara a seres, objetos, espacios, naturales o civilizados, animales y a los caminos, la mayoría de ellos polvorientos. Nada le es ajeno, al realizador, y su obra está llena de amor a los detalles y al silencio, apenas roto por conversaciones cotidianas, lejos de la retórica de mensajes que el artista nos quiera hacer llegar: el mensaje son sus poderosas imágenes y la naturalidad con que los seres humanos se adaptan a su medio o, desde la modernidad, se rebelan contra las opresiones políticas e ideológicas o e vacío existencial. De todo ello nace una obra plural, con muchas direcciones y propuestas fílmicas muy variadas. Veamos algunas. 

 

Título original: Tadjrebeh [La experiencia]

Año: 1973

Duración: 53 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami, Amir Naderi

Fotografía: Ali Ahmad Zarrindast

Reparto: Hossein Yar Mohammadi, Andre Gwalovich, Parviz Naderi, Mostafa Tari, Firuzeh Habibi, Behruz Adriun, Morteza Said, Sirus Kajaki, Shirin Razvan, Kamal Ramzani, Aziz Talebi.

 








Título original: Lebassi Baraye Arossi[Un traje para la boda]

Año: 1976

Duración: 57 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami, Parviz Davayi

Fotografía: Firuz Malekzadeh

Reparto: Hashem Arkan, Mohammad Fassih Motaleb, Reza Hashemi, Babak Kazemi, Mehdi Nekui, Mohammad Bagher Tavakoli, Massud Zendbegleh, Irach Zehtab

 

         La experiencia y Un traje para la boda son dos mediometrajes que exploran un mundo demasiado normalizado en ciertos países y muy penalizado en Occidente hasta que fue prohibido: la explotación infantil. Son anteriores al derrocamiento del Sah y nos muestran una Teherán muy distinta de la actual. El omniprotagonismo del niño Hossein Yar Mohammadi recuerda el de Antoine Doinel de Truffaut, y, además, el director lo asocia con el mundo de la imagen a través de su trabajo como chico de los recados en un estudio de fotografía, donde vivirá ciertas peripecias que reflejan la crueldad con que eran tratados. La aparición del enamoramiento y los deseos de mejorar profesionalmente dotan a la película de una dosis de esperanza que se pierde en esas calles atestadas y ruidosas de la gran ciudad como una maldición. La cámara en la calle, muy al estilo de la nouvelle vague, capta el latido de la vida ciudadana y del joven en su seno más como una víctima propiciatoria de un modo de vida despiadado que como un canto a la esperanza vital que, contra viento y marea, encarna el niño. Hay en los planos de Kiarostamí una radiografía de la crueldad social que contrasta vivamente con el rostro del protagonista, diríase que inundado de un deseo interior de progreso que se lo ilumina, y en ese contraste se nos encoge el ánimo y sobrellevamos el metraje entre la congoja y la compasión. A título anecdótico, resulta muy chocante el modo como tienden en la casa del protagonista las camisas: dobladas por la mitad y abrazando la cuerda de tender, manga contra manga… ¡Lo nunca visto!

         En la anterior falta, salvo la dulce ternura con que se contempla el «atisbo de romance» del protagonista y su humilde elegancia,  lo que se nos regala con generosidad en la segunda: el humor. La anécdota es simple: una mujer va con su hijo al sastre para que le haga un traje para asistir a una boda. Todo gira en torno a dicha transacción comercial, y ahí la elección de los personajes, la madre y el niño, el sastre y su menudo ayudante son clave, porque en ningún momento el espectador tiene la sensación de estar ante actores, aficionados o profesionales, sino ante un trozo de vida popular de la gran ciudad rodada con afanes documentales. La amistad del ayudante con otro joven explotado en el bazar comercial en que ambos trabajan lo lleva a cederle el traje para quedar bien en una cita, aun sabiendo que a la mañana siguiente vendrán a a hacer la última prueba y llevárselo. ¿Anodino, el motivo? Pues Kiarostamí lo rueda como si se de un thriller se tratase, al más puro estilo del suspense de  Hithcock. Y si no, véanla, y ya me contarán. 

 

Título original: Khane-ye Doust Kodjast [¿Dónde está la casa de mi amigo?]

Año: 1987

Duración: 83 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Amine Allah Hessine

Fotografía: Farhad Saba

Reparto: Babek Ahmad Poor, Ahmed Ahmed Poor, Kheda Barech Defai, Iran Outari, Aît Ansari.

 








Título original: Zendegi va digar hich [Y la vida continúa]

Año: 1992

Duración: 95 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Homayon Payvar

Reparto: Farhad Kheradmand, Buba Bayour, Hocine Rifahi, Maassouma Berouana, Ferhendeh Feydi, Mahrem Feydi, Bahrovz Aydini, Mohamed Hocinerouhi, Hocine Khadem, Ziya Babai.

 

 

 

 

 



Título original: Zire darakhatan zeyton [A través de los olivos]

Año: 1994

Duración: 103 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Hossein Jafarian, Farhad Saba

Reparto: Hossein Rezai, Tahereh Ladanian, Zariefh Shiva, Farhad Kheradmand, Mohamad Ali Keshavarz, Babek Ahmad Poor, Ahmed Ahmed Poor.

 

 

         La trilogía de Koker es una de esas experiencias cinematográficas que, como La condición humana, de Masaki Kobayashi,  La trilogía de Apu, de Satyajit Ray o la trilogía de El Padrino, de Coppola conviene no perderse, porque es mucho lo que se pierde, si no se ve, y mucho, también, lo que se gana, si se ve. Estas tres obras de Kiarostamí destilan un lirismo en el tratamiento de la trama y de los personajes que, unido a la perspectiva metacinematografica de las dos últimas, convierte la trilogía no solo en el descubrimiento de unas formas de vida concretas, sino en una reflexión sobre el propio arte cinematográfico. Aventiro que sin la primera película de la trilogía hubiera sido imposible, a mi parecer, la realización de otra película iraní, Buda explotó por vergüenza, de Hana Makhmalbaf que, como la presente, es de las que te llega al corazón, te lo destroza y, al tiempo, hace que sientas una piedad y una compasiónn genuinas e infinitas por la protagonista, Bakthay, interpretado por la actriz infantil  Nikbakht Noruz, de una historia emocionante sobre la «necesidad» de una niña de ser instruida en la escuela, en un contexto tan hostil como el del dominio de los talibanes en Afganistán. Las peripecias de esa encantadora criatura son de lo que no se olvida, ciertamente. Pues antes de esa película de Hana Makhmalbaf, Kiarostamí, sin la poderosa carga ideológica de la película actual, rodó un pequeño cuento sobre la presión que sufren los niños en la escuela y la amenaza de expulsión que sufre uno de ellos por no haber llevado el cuaderno con los deberes hechos. El protagonista, interpretado por Babek Ahmad Poor, se da cuenta al llegar a casa desde la escuela de que, inadvertidamente, se ha traído con sus libros el cuaderno de su amigo, que vive en una aldea próxima, aunque él ignora exactamente dónde. Gobernado por la madre con mano de hierro, que lo distrae de los deberes para mil asuntos de la casa, aunque presiona para que vuelva a hacerlos inmediatamente después, el niño, la pura representación del candor infantil que despierta el instinto protector en el espectador, le insiste a su madre en que ha de devolverle el cuaderno a su amigo. Finalmente, aprovechando que ha de ir por el pan, el chiquillo se escapa y va corriendo a la aldea próxima para intentar descubrir dónde vive su amigo y entregarle el cuaderno. La pesquisa en una aldea sin barrios ni números de casa, porque el pueblo está construido como si se hubieran seguido al detalle los planos de un laberinto…, lo va a poner en contacto con varios personajes que lo llevan de aquí para allá, sin dar con su objetivo. El encuentro con un viejo carpintero que ha construido puertas y ventanas de varios pueblos y se lamenta de los nuevos usos, visto desde la perspectiva occidental, aporta una intriga que, por deformación nuestra, derivamos hacia un peligro criminal para la criatura, porque se mueven juntos por el pueblo con la parsimonia del anciano al que le cuesta incluso caminar y se nos mete muy adentro la posibilidad de un final oprobioso, por trágico. La aventura del chiquillo y su manera de porfiar en ella para «salvar» a su amigo se resuelve de la manera más lógica, con una elipsis oportuna para no recrearse en los temores insoportables de la vuelta de noche a casa por un camino oscuro y oyendo los ladridos amenazadores y poco amistosos de un perro en la lejanía. La expresión del jovencísimo actor, tan entregado a su devota amistad, es, insisto, un hallazgo absoluto. Su sola presencia, su manera de «lidiar» con su abuelo impertinente y mandón o con su autoritaria madre son una maravilla. El director aprovecha para marcar las diferencias entre los nuevos y los viejos tiempos encarnados en los habitantes de esos pueblos perdidos en las montañas del norte, donde el pueblo iraní se confunde con el pueblo kurdo. Es llamativo el sistema educativo que expone el abuelo de la criatura: «Mi padre me daba una paliza cada quince días y una paga al mes; a veces se le olvidaba darme la paga, pero jamás se le olvidó darme la paliza…»

         Tras el terremoto que causó más de sesenta mil víctimas en la región donde rodó Kiarostamí su película, este, junto con su hijo, se lanzó en su coche a interesarse por el destino de sus protagonistas. Cinco meses después rehízo cinematográficamente el viaje, siendo interpretados, ambos, por Farhad Kheradmand y Buba Bayour, respectivamente. Toda la película es la crónica de ese viaje en busca de sus actores, y el coche —se usó para el rodaje el del propio Kiarostamí— tiene en ella, como en buena parte de su obra, un papel muy principal, dado que raras veces padre e hijo echan pie a tierra. Lo que vamos a descubrir es el paisaje desolador dejado por el terremoto y las dificultades que en una más que singular «road movie» van a encontrar los protagonistas para poder llegar a Koker, dado que muchas carreteras están cortadas o soportan un tráfico que cuesta dios y ayuda ordenar. Son numerosos los planos panorámicos que nos muestran el desplazamiento del coche por carreteras polvorientas jalonadas, de tanto en tanto, por aldeas derruidas cuyos habitantes tratan de rehacerse de la tragedia sufrida. La sensibilidad tan intensa con que Kiarostamí filma caminos, gentes y pueblos destruidos tiene mucho que ver con la serenidad con que la gente ha aceptado su nueva situación, y cómo siempre hay lugar para la esperanza o las extrañas fuentes del consuelo, como la preocupación de los habitantes de cerca de Koker por sintonizar la señal televisiva para ver el encuentro Brasil-Argentina del mundial de ese año. Hay un hermoso momento en que el conductor se detiene junto a un bosque y oye llorar a un niño. Se interna en él y descubre una hamaca con la criatura. La madre no tarda en llegar. En ese momento, oye que lo llama su propio hijo y regresa junto al coche. Es un momento mágico, cinematográficamente hablando, por el bosque, por la luz que se derrama por él, por el silencio… Lo reseño porque es uno de los signos de identidad del cine de Kiarostamí, el lirismo. Van a Koker, cierto, pero el coche jamás llega allí, aunque a cuantos muestra el retrato del niño casi todos dicen conocerlo, e incluso llevan en el coche a un personaje que actuó en la película y que se queja de que lo sacaran más viejo de lo que está…

         A través de los olivos se centra en el rodaje de la película anterior, y, en este caso, el director es interpretado por Mohamad Ali Keshavarz, quien abre la película escogiendo en un casting sin interpretación a los actores y actrices de la extraña historia de amor que va a rodar en el pueblo asolado por el terremoto y en el que sus moradores intentan seguir con la vida corriente de cada día. La imbricación del rodaje con la vida de los habitantes del pueblo nos va a deparar un fresco de la vida rural iraní, con un personaje, el del novio, pobre y sin instrucción, pero bondadoso e inflamado de amor por una joven que lo trata con casi absoluta indiferencia, que llega al alma. Hay, sí, lugar para el humor, como las tomas repetidas que recuerdan las de Fernando Fernán Gómez en Viaje a ninguna parte, dirigida por él. Se trata de una culminación imaginativa de una historia que arranca desde la más tierna experiencia de la amistad y que concluye con los difíciles caminos del amor. ¡Inolvidable!

 

 

Título original: Ta'm e guilass [El sabor de las cerezas]

Año: 1997

Duración; 98 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía: Homayon Payvar

Reparto:  Homayoun Ershadi; Abdolrahman Bagueri; Safar Ali Moradi; Afshin Khorshid Bakhtiari; Mir Hossein Noori; Nisar Ahmad Ansari; Elham Imani.

 

         El sabor de las cerezas es una fábula moral compleja y, cinematográficamente, casi abstracta, que toca un tema prohibido por la ideología dominante en el Irán teocrático: el suicidio. De nuevo un coche y un espacio fantasmagórico a las afueras de la gran ciudad, una suerte de cantera desierta con un sendero lleno de meandros que recorre el conductor como si se hallara en uno de los círculos del infierno, y donde ha cavado la tumba en que yacerá su cuerpo tras su suicidarse. ¿Qué busca? A alguien que lo cubra de tierra, tras asegurarse suficientemente de que está muerto, no vaya a ser que esté simplemente dormido, porque la perspectiva de ser enterrado vivo le aterra mucho más que la propia de quitarse la vida, ya que el método elegido es el de la sobredosis de somníferos. Durante toda la película, el hombre recorre parte del centro de Teherán y luego esa cantera buscando la persona caritativa y necesitada que, mediante una buena recompensa, le ayude en su propósito. Al principio, el espectador intuye que el hombre busca una relación homosexual, algo acaso tan o más prohibido en el régimen iraní que el suicidio, máxime ante los rodeos que da para abordar a sus «presas». Hemos de esperar a que recoja al primero que accede a subir con él al coche para saber a ciencia cierta su propósito. El joven militar que se dirige a un cuartel le sigue la corriente y, con enormes recelos, le oye como quien oye a un loco, a un «pervertido» o a un asesino del que, en cuanto ve la ocasión propicia, se escapa a la carrera cantera abajo y arriba, cruzando en diagonal hacia su cuartel. Después del militar sube a un joven seminarista a quien escandaliza su pretensión y, finalmente, a un profesor de anatomía que, incluso contra sus propios principios, se aviene al trato, quizás porque él, que salió un buen día a hacer lo mismo con una soga al hombro, trepó a un cerezo y la ingestión del dulcísimo fruto le hizo cambiar de idea, aunque entiende el drama interior del hombre que no puede seguir viviendo, a quien la vida se le ha vuelto un dolor insoportable y necesita abandonarla para que cese. Este aspecto del drama sí que es representado con una expresión más que adecuada por Homayoun Ershadi, en cuyo rostro descubrió Kiarostamí, por azar, yendo en su coche, claro…, al único protagonista posible de su cuento moral. Son numerosas las imágenes que deja para el recuerdo el vagabundeo motorizado de un personaje angustiado por recibir sepultura y no quedar expuesto, muerto, al albur de los elementos. La película avanza, silenciosa, siguiendo las mismas curvas que recorre una y otra vez el prisionero de la vida, y tiene un final anticlimático, tras una suerte de fundido en negro que incluye una tormenta que contrasta con el secarral en que se ha desenvuelto toda la historia, pues con una grabación tosca de videoaficionado observamos al equipo de grabación de la película, e protagonista incluido, dispuestos para grabar la última secuencia: un grupo de soldados que hacen ejercicio cerca de la tumba del protagonista. El final metacinematográfico está abierto a toda clase de interpretaciones, pero la angustia existencial del protagonista ha sido reflejada con una honestidad extraordinaria. 

 

Título original: Bad ma ra khahad bord [El viento nos llevará]

Año: 1999

Duración: 115 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Peyman Yazdanian

Fotografía: Mahmoud Kalari

Reparto: Behzad Dourani; Noghre Asadi; Bahman Ghobadi; Shahpour Ghobadi;  Reihan Heidari; Masood Mansouri; Frangis Rahsepar;  Farzad Sohrabi; Masoameh Salimi; Roushan Karam Elmi; Ali Reza Naderi; Lida Soltani.

 

         Con El viento nos llevará, Kiarostamí vuelve a un pueblo del interior, perdido en la geografía y en el tiempo, adonde un grupo que viaja en un coche que se estropea a la entrada del pueblo, como si entrar en él con el vehículo fuera una profanación, ha de hacerlo a pie, guiados por un niño que jugará un papel de «guía» local para orientar al protagonista, pues pronto sus compañeros quedan eclipsados, desaparecen, quedando él como nexo entre una instancia capitalina con quien cruza mensajes crípticos y con un objetivo que apunta en la dirección de hacer un documental sobre las ceremonias tradicionales del lugar, en este caso el entierro de un conocido de alguien de la ciudad que sabe que está a punto de morir. El niño se convierte en guía de a quien llaman en el pueblo «ingeniero», y este, a su vez, se convierte en guía perplejo del propio espectador que se mimetiza con él para explorar la vida tranquila de un pueblo colgado en la ladera de un monte y con una extraña y laberíntica red de escaleras que permiten pasar de unos planos a otros de una red de viviendas que harían las delicias de los amantes de las comunas, del modo como todas ellas parecen comunicarse y facilitar la vida comunal. La situación del equipo técnico desplazado, a la espera de órdenes, resulta, al principio, inquietante para el espectador por la nula información sobre qué hacen en esa aldea perdida. El rudimentario teléfono móvil del protagonista —de hecho, el protagonista es la vida del pueblo en sus muy diversas facetas y manifestaciones…— no capta bien la señal y este ha de coger el coche y subir por un camino que recuerda mucho al de ¿Dónde está la casa de mi amigo? hasta lo alto de un cerro próximo, junto al cementerio, para poder hablar sin que se corte. De todos modos, del casi siempre agrio intercambio de mensajes, poco en claro saca el espectador, quien sigue acompañando a su guía, como una cámara precisa que registra rincones, paisajes, gentes, paisajes, silencios y relaciones humanas muy variadas. La propia del personaje-cámara y el niño-guía se agría por momentos y nos confunde, porque el niño ha de preparar un examen y no puede estar al servicio exclusivo de los forasteros. La presencia del doctor que asiste a los vecinos y que lleva en su moto a nuestro extraño personaje, quien parece odiar tener que seguir alargando su estancia en el pueblo, en vez de volver a la ciudad, añade una nueva perspectiva a esas vidas aisladas, dedicadas a las faenas agrícolas e inmersas en un tiempo que no es el de los calendarios, sino el de los ritmos circadianos llenos de pausas, sitos y tradiciones tan naturales como la propia respitración. La secuencia de la búsqueda de la leche, para lo que primero ha de conseguir un recipiente, nos sumerge en una especie de inferno bajo tierra, porque personas y bestias siempre han convivido en el mismo espacio, las bestias abajo y las personas arriba, en donde una niña cuyo rostro no vemos, porque lleva el candil muy bajo, ordeña la vaca para venderle la leche al forastero en una cueva misteriosa en la que parece ejercer como una bruja hechicera que nos regala un alimento primordial. En ese contexto misterioso, casi mágico, el personaje recita el poema del que uno de sus versos da título a la película. Se trata de un momento emocionante y poético, en el que los versos adquieren un sentido que va más allá de la retórica, porque se funde con las ansias de liberación de la pequeña, que ya ha dejado sus estudios pero sueña con volver a retomarlos. No se le pida a la historia momentos trascendentes ni un desarrollo narrativo que pase por las tres fases propias de la narración. La película, próxima al afán documental, aúna belleza y respeto hacia unas formas de vida muy alejadas de los estándares modernos urbanos. 

 

Título original: Ten (Dah) [Diez]

Año: 2002

Duración: 91 min.

País: Irán

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Fotografía:Abbas Kiarostami

Reparto: Mania Akbari; Amin Maher; Kamran Adl; Roya Arabshahi; Amene Moradi; Mandana Sharbaf; Katayoun Taleizadeh.

 

         Diez viene a ser la antítesis de la anterior y de la trilogía de Koker, porque toda la película transcurre en el interior de un coche en el que microcámaras enfocan bien al acompañante bien a la conductora, quien lleva en su coche a diferentes personajes, lo que le permite al autor trazar un retrato vigoroso y espléndidamente interpretado de la vida urbana moderna en el Teherán de nuestros días, aunque la película tiene, ya, mas de veinte años, pero la viveza de las con versaciones, las interpretaciones fuera de serie, especialmente la del hijo de la protagonista, que ha sufrido el divorcio de los padres y vive el natural desgarro de tener que ir pasando de uno a otro. Y aunque la madre se queja de que el padre lo predisponga contra ella, el hijo tiene claro que toma partido por el padre y le reprocha a su madre haberlo abandonado para casarse con otro. Hacía tiempo que no veía una interpretación  infantil de la categoría de la de Amin Maher, quien alcanza tal grado de perfección que logra incluso hacer odioso su rechazo maternal, tan injustificado como comprensible. Lo cierto es que la protagonista absoluta de la cinta, Mania Akbari, también cineasta, da réplica a todos los personajes que acaban subiendo a su coche, sea su hermana, que vive la tragedia amorosa del abandono, una historia de amor romántico que acaba convirtiéndose en un drama personal que alcanza cotas existenciales sorprendentes, sobre todo para una persona como su hermana que representa la modernidad y no comulga con la visión anticuada de su hermana y mucho menos con la de su hijo, por supuesto. A ese respeto, cabe señalar, por el valor sociológico de su aparición en la pantalla, el diálogo con la prostituta que recoge, a quien los espectadores no vemos nunca la cara y sí solo de espaldas cuando se baja del vehículo y se acerca a una calle donde paran dos coches para solicitarla, yéndose ella con el segundo de ellos. El coche, con el que hemos viajado hacia el Irán desconocido y hemos buscado un cómplice para el suicidio, se convierte en algo así como un confesonario en el que los distintos personajes que ocupan el asiento del acompañante revelan su intimidad con una facilidad tan asombrosa como desconcertante, imagino, para la propia sociedad iraní. La mujer al volante es, en sí, casi un desafío a la represiva teocracia reinante y la conductora lleva el velo de un modo que ahora mismo podría ser detenida por ello. Hay un componente tan oportuno de costumbrismo en las interpelaciones que dirige a otros conductores que nos hace la película muy cercana, porque los problemas del tránsito son universales. La película se llama Diez porque diez son los viajes que se filman, y en ellos se repiten los personajes del hijo y de la hermana, lo cual nos permite conocer mejor una historia que, en puridad, no avanza hacia ningún lado, a pesar de estar continuamente en movimiento. Hay sí, algún momento especialmente intenso, como la decisión que toma la hermana de raparse al cero, lo que da pie a un hermoso diálogo de comprensión y afecto fraternal.

         A pesar de que el interior del coche sea el espacio básico de la historia, en ningún momento, teniendo en cuenta las extraordinarias interpretaciones que ha conseguido el director, sentimos opresión alguna; antes bien al contrario, queremos que suban más personajes que nos peritan seguir conociendo los entresijos de la vida iraní, esa que tanto nos interesó en películas como Nader y Simin, una separación, de Asghar Farhadi, otro gran director de un cine como el iraní, tan desconocido, sin embargo, para el gran público, o como la angustiosa El círculo, de Jafar Panahi, actualmente en prisión, después del frecuente acoso que ha sufrido por el poder autocrático, una película militante contra la opresión de la mujer y la ausencia de derechos en la sociedad iraní, y de la que Diez es una visión menos hiriente. Panahi, por cierto, asistió a Kiarostamí como ayudante de dirección en A través de los olivos 


Título original: Copie conforme (Roonevesht barabar asl ast) [Copia certificada]

Año: 2010

Duración: 106 min.

País:Francia

Dirección: Abbas Kiarostami

Guion: Abbas Kiarostami

Música: Varios

Fotografía: Luca Bigazzi

Reparto: Juliette Binoche; William Shimell; Jean-Claude Carrière; Agathe Natanson; Gianna Giachetti; Adrian Moore; Angelo Barbagallo; Andrea Laurenzi; Filippo Trojano.

 

         Copia certificada es una incursión en el cine «occidental» por parte de un autor que parece sentirse perdido lejos de sus espacios y sus gentes. La película, formalmente, está muy bien realizada, una larga conversación en el coche incluida, y desarrolla una historia con la que el título guarda estrecha relación. Un no especiaista en arte, pero que ha estudiado el mundo de las copias certificadas para comprobar hasta qué punto los simulacros, las copias, pueden tener tanto o más valor que los originales, llega a una ciudad italiana a dar una conferencia sobre el libro que ha escrito. La propietaria de una tienda de antigüedades lo invita a comer con ella y decide llevarlo a un bello pueblo próximo, en la Toscana italiana. A lo largo de la relación de ambos, que parecen no conocerse pero compartir algo que se intuye, el espectador va dándose cuenta de —y espero con esto no arruinarle al tal uno de los giros de guion que dotan a la trama de notable interés— que ambos han sido pareja y padres de un niño que, curiosamente, ni se inmuta ante la presencia de su propio padre, excepto que pincha a su madre con la insinuación de que ella quiera que el la corteje… Al estilo de Te querré siempre, de Rossellini, de la que casi podría decirse que es una versión, Kiarostamí explora el doloroso mundo del desamor y del desencuentro, del amor roto que no puede volver a componerse, so pena de crear una copia de lo que fue, pero sin valor alguno. Las interpretaciones de Binoche y William Shimell, barítono de profesión y protagonista de una sola película, esta, su debut en el mundo del cine, en el que, por cierto, se desenvuelve con unas maneras muy británicas y muy adecuadas para el personaje de la historia, confieren a la película una calidad lo suficientemente ata como para que se independice del modelo original y adquiera, como se discute una y otra vez en la película, valor por sí misma. Yo no creo que sea equiparable a la de Rossellini, pero reconozco que la película, por sus escenarios toscanos se ve con agrado y se sigue con congoja una historia dramática muy de nuestros tiempos, y de todos…

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