sábado, 22 de abril de 2023

«Babylon», de Damien Chazelle, viejas historias sobre el viejo cine…

De la ebriedad de la fama y la amoralidad militante a la búsqueda del público «de orden»: la epopeya de la transición del cine mudo al sonoro y al color…

 

Título original: Babylon

Año: 2022

Duración: 189 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Damien Chazelle

Guion: Damien Chazelle

Música: Justin Hurwitz

Fotografía: Linus Sandgren

Reparto:  Margot Robbie; Brad Pitt; Diego Calva; Jean Smart; Li Jun Li; Jovan Adepo; Tobey Maguire; Max Minghella: Katherine Waterston; Samara Weaving; Eric Roberts; Lukas Haas; P.J. Byrne; Jeff Garlin; Rory Scovel; Damon Gupton; Spike Jonze; Olivia Wilde; Phoebe Tonkin; Ethan Suplee; Jennifer Grant; Chloe Fineman; Olivia Hamilton; Patrick Fugit; Kaia Gerber; Flea.

 

         No me atrajo mucho el tráiler de Babylon, lo reconozco, porque, además, ciertas referencias hablaban de una locura vertiginosa mantenida a lo largo del metraje, y no tengo yo últimamente el ánimo para esas jotas. Chazelle me encandiló con Whiplash y me decepcionó con La, La, La, Land, pero en esta metahistoria del cine sobre el cine, y pasado el delirio del comienzo, la película va ganando interés y, al final, aunque cuenta una historia repetida, ya sabida, logra atraparme gracias a las interpretaciones y a ciertos giros de la historia de sumo interés.

         La historia parece haberse inspirado en aquellos viejos dos volúmenes de Kenneth Anger, Hollywood Babylonia, y de ahí el tono pasado de vueltas del comienzo, con unas divertidas escenas del elefante y otras, las de la fiesta, que diríanse grabadas por Tinto Bras, al estilo de la bacanal de Calígula, su película más conocida. El ritmo sostenido y el jazz frenético me han traído a la memoria las imágenes de los bailes de una serie alemana, Babylon Berlín, emparentada con esta por los años de la trama, por la música, por el baile y porque, tras la hiperinflación del 23, los berlineses viven frenéticamente, como si no hubiera un mañana. Pensemos que a Berlín la apodaron, en aquella época, «la Chicago europea».

         Al disparate de la fiesta, llena de detalles en los que se ha de fijar uno con la calma que el ritmo de filmación no permite, le sigue el disparate de los rodajes a destajo de aquella época del cine mudo previa a la invención del sonoro y en la que la producción, aquí parodiada, era pura realidad. No se filmaban, en la mayoría de las ocasiones, largometrajes, sino mediometrajes que permitían cambiar la cartelera constantemente y hacer programas dobles o triples, y sí es cierto, también, que el consumo del público exigía un alto porcentaje de novedades en los repartos, y de ahí las carreras vertiginosas como la encarnada por Margot Robbie, un pelín sobreactuada, pero siempre excelente actriz, y con una secuencia, la de su «presentación en sociedad», que es parodia de la inicial de la película con el elefante con diarrea: espectacular.

         Que Brad Pitt encarne a la gran gloria del cine mudo cuya carrera va a tambalearse en cuanto tenga que grabar con su voz propia, y que vaya descendiendo por la escala de las subproducciones, inferiores a la típica serie B, es una garantía para los espectadores. Si añadimos la estupenda presencia del último «descubrimiento» mejicano, Diego Calva, auténtico protagonista de la película, por encima de las otras estrellas que participan, el espectador se va reconciliando con la historia que Chazelle le cuenta, llena de connotaciones históricas de un momento crucial del cine, el paso al sonoro —por eso, al final, la contemplación en el cine de Cantando bajo la lluvia supone un auténtico shock emocional para quien de la nada llega a la más alta meca de la producción cinematográfica, para acabar perdiéndolo todo. Una biografía como otras muchas que el cine y la época «consumen» aceleradamente. El cine, y eso se nos dice desde el principio, es la mejor droga jamás imaginada: y por esa razón ambos protagonistas, Robbie y Calva, quieren entrar en esa máquina trituradora aun a riesgo de aniquilar sus propias vidas.

         Son muchas las películas que escogen el cine como materia narrativa, y algunas son ya clásicos eternos, como Cautivos del mal, de Vincente  Minnelli; pero Babylon se ha planteado en otro registro que, a menudo, en el desarrollo de la historia, se aparta del mundo del cine para centrarse en la patética historia de la protagonista y sus altibajos dramáticos, a los que se suma el amor incondicional que el protagonista le tiene y que no sabrá manejar con el cuidado con que asuntos de grandes deudas se manejan en una sociedad en la que la mafia no  se anda con chiquitas. Añádase la historia del trompetista, interpretado por Jovan Adepo, con un profundo calado sociológico en una terrible escena en la que, como mulato, para no desentonar con su banda, el productor, el joven mejicano que ha hecho fortuna como productor, le pone ante el dilema de embetunarse la cara o abandonar el set de rodaje. ¡Tremendo! Como lo es la censura de la relación lésbica de una cantante china, diríase extraída del cabaret berlinés, para que a su actriz y enamorada no la devoren los escándalos.

         Cuando, para salvar a la amada, el protagonista decide asumir sus deudas ante un repulsivo jefe mafioso, extraordinariamente interpretado por Tobey Maguire, la película da un nuevo giro hacia el thriller que tiene un desarrollo muy imaginativo en la fiesta hipertransgresora que se celebra en un subterráneo de un túnel cerrado al tráfico. Allí, en una réplica subterránea donde se citan todos los excesos que al principio de la película se daban cita en las mansiones de las grandes estrellas o de los productores, el jefe mafioso se empeña en que vean un fenómeno de «feria» que recuerda tanto a Freaks, de Tod Browning como, muy especialmente, a la figura del geak, del monstruo devora pollos, a los que decapita con sus mandíbulas, en El callejón de las almas perdidas, de Edmund Goulding.

         Chazelle nos ha querido mostrar la transición de los escándalos que cimentaron las primeras mitomanías cinematográficas a un arte e industria que quiere representar a su propio público en un calco casi perfecto, excepción hecha de la dimensión mítica que se le exige al séptimo arte para servir de consuelo a la mediocridad de la generalidad de las vidas de sus espectadores. Seguimos su historia como un carrusel de emociones, como si nunca hubiera un remanso en el que tomar aliento, pero la vemos con agrado y, por qué no decirlo, también con horror, dadas las terribles situaciones que se dan en el desarrollo de la historia, por más que la perspectiva alocada con que casi toda ella ha sido rodada le quita hierro y permite incluso la carcajada, aun a fuer del humor muy negro que nos la provoca.

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