Un pretexto
biográfico para una road movie medieval del espíritu: el arte, la
sequedad espiritual y el triunfo de la vocación.
Título original: Andrei
Rublev
Año: 1966
Duración: 205 min.
País: Unión Soviética (URSS)
Dirección: Andrei Tarkovsky
Guion: Andrei Konchalovsky,
Andrei Tarkovsky
Música: Vyacheslav
Ovchinnikov
Fotografía: Vadim Yusov
Reparto: Anatoly Solonitsyn;
Ivan Lapikov; Nikolai Sergeyev; Nikolai Grinko; Irma Rausch; Nikolay Burlyaev; Mikhail
Kononov; Rolan Bykov; Nelly Snegina; Yuri Nazarov; Yuriy Nikulin; Nikolai
Grabbe; Stepan Krylov; Bolot Beyshenaliyev; Irina Miroshnichenko.
Que Tarkovsky
significa otra dimensión del cine es algo que apreciamos en cuanto entramos en
alguna de sus películas, sean las más conocidas, Sacrificio o Solaris,
sean las menos vistas, como Andrei Rublev o la enigmática y casi mirífica
La zona (rodada tras la destrucción accidental en un laboratorio del
primer rodaje), y no hablemos ya de La apisonadora y el violín, que
critique en este Ojo y que le sirvió de ejercicio de graduación en la
escuela de cine.
Si repasamos la
lista de «sus» diez películas predilectas, obtendremos, por así decirlo, la «genealogía»
del director ruso: 1. Diario de un cura rural (Le journal d'un curé
de campagne, 1950), de Robert Bresson. 2. Los comulgantes (Nattvardsgästerna,
1962), de Ingmar Bergman. 3. Nazarín (1958), de Luis Buñuel. 4. Fresas
salvajes (Smultronstllet, 1957), de Ingmar Bergman. 5. Luces de la
ciudad (City Lights, 1930), de Charles Chaplin. 6. Cuentos de la
luna pálida (Ugetsu monogatari, 1953), de Kenji Mizoguchi. 7. Los
siete samuráis (Shichinin no samurai, 1954), de Akira Kurosawa. 8. Persona
(1966), de Ingmar Bergman. 9. Mouchette (1967), de Robert Bresson y 10. La
mujer en la arena (Suna no onna, 1964), de Hiroshi Teshigahara. No
es una lista elaborada de cualquier manera, sino muy meditada, por lo que
advertimos enseguida la alta exigencia artística que tiene fijada como meta el
cine deTarkovsky, y, como suele suceder en estos casos, sus obras están a la altura
de las de sus admirados. Que haya dos de Bresson y dos de Bergman en una lista
tan reducida, acota aún más el horizonte de su cine. En este Ojo figura la crítica
de algunas de esas diez películas, pero, en todo caso, y por no agotar al hipotético
lector, lo remitiría a la de Mouchette, una película escalofriante.
En Andrei Rublev,
una biografía muy parcial de un artista a quien nunca se le ve en el ejercicio
de su arte y que, antes bien, nos es mostrado en una época en la que cree que, dada
la realidad que lo rodea, es poco menos que una inmoralidad dedicarse en cuerpo
y alma a cualquier arte, lo que lo sume en una suerte de sequía espiritual de
la que le va a llevar no pocos años salir antes de, reconciliado con su propio
poder artístico, manifestarlo en la pintura de algunos de los iconos más hermosos
de la historia del arte ruso.
Como un artista
trashumante, al servicio de quien lo quiera contratar, Andrei deja el
monasterio donde vive y, en compañía de sus incondicionales que lo ayudan en su
trabajo, se lanza al camino en parte para huir de la molicie de una vida religiosa
sin expectativas, en parte para reencontrarse a sí mismo y hallar una razón
poderosa para seguir pintando. La película se abre, sin embargo, con un prólogo
simbólico, el del creador de un globo que huye de la turba que se empecina en
abortar el vuelo por la fuerza, lo que no consiguen, para disfrute de quien, burlándolos,
se eleve con el rústico globo muy por encima de sus asombradas cabezas. Da
igual que ese vuelo tarde poco en fracasar, porque su simbología permea toda la
película: la osadía de la creación, el riesgo del arte y la lucha contra la
ignorancia. ¿He dicho ya que estamos a caballo de los siglos XIV y XV? Pues sépase,
porque es ese contexto medieval el que va a recrear Tarkovsky en varios
episodios que nos permiten tener un conocimiento de la vida rusa en ese
periodo.
La película,
extraordinariamente larga, 205 minutos, está divida en un prólogo y ocho «actos»,
a través de los cuales se despliega ante nosotros un fresco histórico sobre
manifestaciones de la vida medieval que van desde el acoso a los bufones
goliardescos que les cantan las cuarenta a la nobleza y al clero, hasta una batalla
demoledora de un noble, ayudado por los tártaros, contra su hermano, pasando por las prácticas
paganas y nudistas de los campesinos,
fuertemente reprimidos por el poder, y acabando en el magnificente episodio de
la elaboración de una campana por parte de quien se ofrece al príncipe como el
único a quien el campanero, su padre, ya muerto, le ha hecho depositario de su
arte para crear campanas. Bajo la amenaza de ser ejecutado si la construye y no
suena, el joven, en compañía de otros artesanos, afronta la febril tare de la
construcción. ¿Dónde está Rublev en este y otros episodios? Aunque su vida es
el hilo conductor, a veces asume un papel secundario. En el episodio de la
campana es un observador de los esfuerzos del joven desde el voto de silencio
que se ha impuesto desde que, en el asalto a la catedral donde fenecen bajo las
armas de los tártaros toda la población que allí se había refugiado, él mata con un hacha a un tártaro que pretendía violar a la joven con retraso
mental a quien él protege. La contemplación de tanta violencia desatada, que
incluso lo ha arrastrado a él, un monje, lo lleva a esa penitencia silenciosa de la que
saldrá ya para el desenlace de la película.
En el episodio
del juglar bufo en la choza donde se refugian de una tormenta que les ha
pillado en su camino, tras salir del monasterio, uno descubre, por ejemplo, que
el rap no es un invento tan reciente, dado que la suerte de danza del bufón
acompañándose de un instrumento en un ritmo sincopado es lo más parecido, pero
en virtuoso, a esa musiquilla algo deleznable. Que entren los sicarios del
noble de turno, lo secuestren y, como sabemos en otro episodio, el de la campana,
le corten la lengua, forma parte de aquellos tiempos en los que cualquier arte,
humilde o encumbrando, podía significar para sus practicantes la gloria o la
muerte.
El cine de
Tarkovsky se caracteriza por el uso frecuente de los planos secuencia, y más
aún en el formato panorámico en que está rodada Andrei Rublev,
que mezcla la coreografía de masas, como en el ataque a la catedral, con
momentos intimistas y con imágenes soberbias de carácter metafórico, como la
final de los caballos, los cisnes, la barca con el tótem religioso de los
heterodoxos nudistas que celebran en el río la noche de San Juan o la
conversación fantasmagórica de Rublev con Teófanes en la catedral destruida.
El acogimiento
de la joven trastornada, que tendrá un momento de rebeldía cuando se sienta seducida
por un joven jinete tártaro, con quien acabará huyendo de la protección de
Rublev, forma parte de esas escenas que, en plena nevada, se te meten por los
ojos deslumbrados como una herida lancinante; de igual manera, la recreación dela
crucifixión en el monte nevado alcanza cotas estéticas de máxima altura y
espiritualidad.
Curiosamente, a
continuación de este clásico inmortal, tuve la dolorosa experiencia crucial de
contemplar Barbarroja, de Kurosawa, uno de sus directores favoritos, aunque de
él escoja Los siete samuráis, pero entre Andrei Rublev y Barbarroja
hay un cierto nexo espiritual que se manifiesta en la realización, en el uso
del blanco y negro y en la fuerte veta espiritual, en el segundo caso podríamos
hablar de humanismo compasivo, que ambas comparten.
El protagonista
de la película, con quien Tarkovsky volvió a trabajar, imprime un sello muy
personal a la historia del monje y artista medieval, cuya vida nos es ofrecida
en el más rico de los contextos posibles. ¡Una gozada!, a poco que el amor a la
creación de imágenes inolvidables guíe nuestra afición al Séptimo Arte.
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