Una comedia de corte clásico, basada en un hecho real, con soberbias interpretaciones de dos «monstruos» del cine inglés: Helen Mirren y Jim Broadbent.
Título original: The Duke
Año: 2020
Duración: 96 min.
País: Reino Unido
Dirección: Roger Michell
Guion: Richard Bean, Clive Coleman
Música: George Fenton
Fotografía: Mike Eley
Reparto: Jim Broadbent; Helen Mirren; Fionn Whitehead; Matthew Goode;
Aimee Kelly; Craig Conway; Simon Hubbard; Jack Bandeira; Heather Craney; Ray
Burnet; Ashley Kumar; Charlie Richmond; Robert Jarvis; Michael Mather; Michelle
Thomas; Craig Thomas Lambert; Sarah Annett; Matt Sutton; Andrew Parker; Darren
Charman; Steve Giles; Anna Maxwell Martin; Charlotte Spencer; John Heffernan;
Sian Clifford.
El duque es una comedia
ambientada en 1961 que nos devuelve el encanto que tuvieron pocos años antes de
esa fecha las comedias de la Ealing, de las que los buenos aficionados guardan
excelente memoria: Clamor de indignación y Oro en barras, de
Charles Crichton; El quinteto de la muerte y El hombre del traje
blanco, de A. Mackendrick; Ocho sentencias de muerte, de Robert
Hamer… y tantas otras, algunas de las cuales encontrará el lector de este Ojo
aquí criticadas, son películas que buscaban un humor transparente que no
esquivaba cierta crítica social y política, incluso, pero en el que dominaban,
sin embargo, cierta ingenuidad y los buenos sentimientos. No diré que se
trataba de un cine familiar, pero sí de un cine popular que huía del humor
desgarrado o soez, aunque era muy propenso al humor negro y a la ironía lúcida
y muy inteligente.
Desde esos
planteamientos, tan netamente definidos, la película, de modesta concepción y
brillante realización, a cargo de un director que conoce a la perfección los
mimbres de la comedia , como demostró en Notting Hill, un formidable éxito de
taquilla en ese difícil género de la comedia sentimental, se basa en un hecho
histórico perfectamente recreado en esta película que, curiosamente, bien podríamos
considerar como la antítesis de la comedia sentimental, si consideramos el
desencuentro de los esposos, tan distintos y tan distanciados desde el
fallecimiento en accidente de bicicleta de su hija de 18 años, del que la mujer
hace responsable al hombre y de quien abomina que incluso haya escrito una obra de teatro con ese asunto
como materia dramática. Se trata de la última película del director nacido en
Sudáfrica, quien falleció prematuramente el pasado 2021.
La mujer
trabaja como limpiadora y el marido, que va de empleo en empleo, anteponiendo
un vago romanticismo político contestatario a la preservación del puesto y los
ingresos correspondientes, se embarca en campañas de protesta contra casi cualquier
cosa, como, en el tiempo del caso que refleja la película, contra el canon de
los televisores para recibir los programas de la BBC, aunque él esgrima que ha
desinstalado el receptor de dicha señal de su aparato y, por lo tanto, solo
puede acceder a la televisión privada.
La mezcla de ingenuidad, candor y radicalismo izquierdista a la vieja
usanza del protagonista lejos de convertirlo en un ser ridículo -que en parte
lo es- lo hace entrañable para el espectador, porque estamos en presencia del
loser tradicional, pero no al sórdido estilo usamericano, sino al irónico e
ingenioso estilo inglés, lo cual le da a la película una dimensión humanista
que no solo nos arranca la sonrisa, sino, también, un alud de buenos
sentimientos cuando se trata de que un hombre tan encantador, a quienes sus
hijos adoran, frente a lo mucho que lo desprecia su mujer, salga bien librado
frente al inevitable encontronazo que ha de tener con la justicia.
De hecho, la
película arranca con él en el estrado declarándose inocente de cuantos cargos
le caen encima por el motivo que da pie a toda la película: el robo de un
cuadro de Goya en el que se representa al duque de Wellington, adquirido por la
National Gallery tras salir a subasta, y por el que el Estado pagó casi 140.000
libras, las mismas que él pide en el rescate para fundar una asociación
altruista en defensa de los jubilados británicos. Aunque el suceso se extendió
durante cuatro años, la película lo comprime en pocos meses, lo que le da una
viveza extraordinaria y nos permite ver el doble efecto de la sustracción: en
el nivel policial, quienes atribuyen el robo a una trama sofisticada,
probablemente extranjera, de ladrones de obras de arte, en el gubernamental de
salvar el pellejo antes los media, y en el familiar, con un juego de
descubrimiento del mismo por parte de la novia del hijo mayor en una secuencia
llena de gracia e ingenio y resolución imaginativa.
La triste vida
de los esposos distanciados, las penalidades hogareñas y el hecho de, con
tantos años, haber de seguir la esposa limpiando casas ajenas, mientras el
marido por defender de una vejación a un inmigrante arriesga la continuidad en
su recién encontrado trabajo nos da a entender, también, cuál era la situación
de amplias capas de la población a comienzos de la década de los 60, aún, como
quien dice, atrapados por las consecuencias de la posguerra de la Segunda
Guerra Mundial. Ese trabajo, además, en una panificadora industrial, era la expresión
de su derrota tras los tres días en Londres en los que intenta, por última vez,
«colocar» alguna de sus obras de teatro en las que él confía para tener una
verdadera carrera literaria. Acaso por ello mismo se expuso a ser expulsado
cuando salió en defensa de su compañero pakistaní supuestamente vejado. Momento
en el que, también supuestamente, tomó la decisión de robar el cuadro que
estaba en boca de todo el mundo y que, sin embargo, no estaba custodiado con
especiales medidas de seguridad. Recuérdese, a este respecto, la aventura del
súbdito que logró colarse en los aposentos de la reina Isabel II, y no hace
mucho de ello…
Desde que el
cuadro aparece en casa de Kempton, entre él y su hijo pequeño se establece una
complicidad que aumenta, si cabe, el abismo que hay entre los esposos y que la
mujer se empeña en mantener abierto, aunque sin ensancharlo. El flashback que
articula la película se retoma una vez que, habiendo ido las cosas demasiado
lejos, Kempton decide devolver el cuadro, lo que significa entrar de nuevo —porque
sus campañas de protesta ya lo han
llevado a la cárcel varias veces— en la cárcel. Y se inicia, entonces, el
juicio, como fase final de la película, y sobre el que todo lo callaré.
Lo que me ha
fascinado de esta película, al margen de las interpretaciones soberbias de
Mirren y Broadbent, es la pasmosa facilidad con que el director ha sabido
entroncar con la tradición de las míticas comedias de la productora Ealing, que
han contribuido como pocas a definir todo un género de la cinematografía británica.
¡Que disfruten
de ella!
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