Una rareza rodada en Mijas, Cuevas de Almanzora, el Caminito del Rey y otros: El amor fou sin desmayo… y «la Bardot».
Título original: Les
Bijoutiers du clair de luneaka
Año: 1958
Duración: 95 min.
País: Francia
Dirección: Roger Vadim
Guion: Roger Vadim, Jacques
Rémy. Novela: Albert Vidalie
Música: Georges Auric
Fotografía: Armand Thirard
Reparto: Brigitte Bardot; Stephen
Boyd; Alida Valli; José Nieto; Fernando Rey; Maruchi Fresno; José María Tasso.
Olvidémonos de
verosimilitudes, originalidades, congruencias e incluso del sentido común sobre
esta película de enigmático título no explicado en ella, Los joyeros del
claro de luna, que vendría a significar «ladrones con nocturnidad» o, según
el título provisional que se barajó durante el rodaje, Los fugitivos del
claro de la luz, porque, en efecto, la historia gira en torno a la huida de
dos amantes que no lo son aunque una lo desee profundamente y el otro dude si
atreverse o no, en un martirio antológico, encarnado por Stephen Boyd, quien
saltó de este papel de vengador del honor familiar en un pueblecito español,
matando al aristócrata rijoso, al papel que lo hizo célebre en el mundo,
Mesala, en Ben-Hur, de William Wyler.
Olvidemos todo
eso, sugiero, y vayamos a lo sustancial: un rodaje con la mítica sex symbol del
séptimo arte en aquellos tiempos, Brigitte Bardot, hecho en España, en Málaga y
Almería, en localidades como Mijas, Alhaurín el Grande, Álora, Cártama, El
Chorro y el Desfiladero de los Gaitanes (actual Caminito del Rey) y, muy
especialmente, las casas cueva de San Juan de los Terreros en Pulpí, Almería,
hoy desaparecidas, y que compiten con ventaja con la que sirvió de escenario para la infancia del protagonista
de Dolor y gloria, de Almodóvar. Añadamos
el color, el cinemascope y un buen ramillete de planos panorámicos de unos
paisajes que, como dice un crítico popular de IMDB, compiten en belleza con la
propia de BB. Una fotografía archiespléndida de Armand Thirard completa una creación
artística notabilísima, porque el esmero, la originalidad con que Vadim escoge
los ángulos más insospechados para seguir las peripecias de sus personajes, amén
del juego ocultamiento y desnudez que envuelve a la protagonista, confiere a la
película un valor propio que está bastante más allá de su pobre anécdota
narrativa, aunque he leído que se trata de una floja adaptación a España de una
aventura específicamente francesa.
España, la Andalucía
del 58 que aparece ante la cámara de Vadim diríase que es, mutatis mutandis, la
propia de las estampas que legaron a Europa los primeros viajeros románticos
ingleses. Desde este punto de vista, la colección de tópicos, desde los aristócratas
depredadores sexuales hasta la fiesta de los toros, pasando por la colección antropológica
de los rostros atávicos de los lugareños, que parecen extraídos de un cuadro de
Solana, ciertamente, o de las pinturas del también muralista famoso Vela
Zanetti, revelan la existencia de un país muy atrasado, aún en franco
subdesarrollo al que un rodaje así parecía venirle de perlas para abrirse a
Europa, aunque lo rodado y visto por las autoridades llevo a impedir que la película
se viera en España, por supuesto.
Hay una clara deriva «documental» en la película
que no deja de manifestarse en los planos de los hermosos pueblos blancos del
sur como en los paisajes desérticos o en los interiores habitados por una luz
extraordinaria de las cuevas antes citadas. En todos esos escenarios, Brigitte
Bardot, secundada por Stephen Boyd, se nos aparece como un centro de fulgor y
deseo que seduce al protagonista con una fuerza operística que cuando los dos
huyen y se internan en el desierto, nos parece estar asistiendo al último acto
de Manon Lescaut, de Puccini, tal y como suena.
La historia no puede ser más tópica. Un
joven mecánico de barcos vuelve a su pueblo y acusa a un aristócrata de haber
seducido y empujado al suicidio a su hermana. Lucha con él, lo mata, y abandona
el lugar en compañía de la joven novicia que, salida del convento, va a vivir a
casa de sus tíos en España, y a quien su propio tío le ha tirado algo más que
los tejos. La tía, interpretada por una sobria y lasciva Alida Valli, que ha clavado
sus ojos en Lamberto, el apuesto joven, se sentirá herida cuando, seducida por
él, sepa que buscaba en ella una coartada, no un compromiso amoroso. Detenido
de nuevo, acusado del crimen del conde, vuelve a escapar y otra vez se suma a
él la sobrina, quien lo aleja del lugar en su Ford rojo Fairlane, que cruza los
caminos desde tomas panorámicas como una fresa ambulante por los áridos
desiertos del sur. Finalmente, cambian el coche por un burro y un cerdo y se
alejan hacia las zonas desérticas. La pasión de la protagonista por su burro y
su cerdo forman parte, insólita, de la propia vida de la actriz, porque dicen
que solía tenerlo con ella en la habitación el hotel y se lo llevó de vuelta a
Francia. El enfrentamiento entre Lamberto y ella cuando él quiere sacrificar al
lechón para poder comer no es una escena baladí, sino algo que ella interpreta
desde muy adentro de sus convicciones, que luego acabaron dando sentido a su
vida como acérrima defensora ecologista, uno de cuyos mayores triunfos fue
concienciar al mundo sobre la inmisericorde muerte de las focas apaleadas para
no dañar su preciada piel.
La película es visualmente muy golosa, y,
más allá de los tópicos, muy agradable de ver. La secuencia junto al molino,
muy poco antes de mezclarse los protagonistas con el pueblo en un mercado de
animales en el que compran el burro, es extraordinaria, como la de la garganta por
donde huyen de la Guardia Civil, un escenario espectacular. El amor contrariado
de Florentine, la tía de la protagonista es un motor trágico de la acción que
llevará a un fatal desenlace muy conseguido, pero sobre cuál sea, mejor el
espectador se lanza a verla y lo ve por sí mismo. A mí me cabe subrayar lo muchísimo
que he disfrutado con tantísimas secuencias en que la vida de aquella España se
nos ofrece con una verdad inconfundible, de puro peculiar y mísera, no muy
distinta de la que yo conocí, sobre esas fechas, en un pequeño pueblo de
Extremadura.
Solo con esos ojos curiosos de quien
recibe imágenes impactantes del pasado de su propio país, ahora que muchos de
esos paisajes urbanos e incluso geográficos han sido radicalmente modificados (como es el caso de Las Algas, donde vive la protagonista, una
desaparecida casa a pie de playa, en la ahora turística zona de La Carihuela.
La vivienda era contigua al club Montemar-El remo, cuya piscina la actriz
frecuentó durante su estancia) la película admite un visionado que, a pesar de
los cambios de lengua, de los acentos tan extraños de los personajes, del doblaje
en español de Fernando Rey, por ejemplo, etc., no deja de seguirse con interés,
dada la impecable realización de Roger Vadim, en esta ocasión, muy alejado de
los preceptos de la Nouvelle vague, pero no del gusto por el encuadre suntuoso
y fotográficamente muy eficaz.
¡Que la disfruten!
P.S. A título anecdótico, cabe reseñar que un cartel de Los
joyeros del claro de luna aparece en la película Shadows («Sombras») de John Casavettes.
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