martes, 2 de mayo de 2023

«Una bala sin nombre», de Jack Arnold en el «Far West».

 

Un pacífico pistolero intimidante desvela la podre social de una localidad.

 

Título original: No Name on the Bullet

Año: 1959

Duración: 77 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Jack Arnold

Guion: Gene L. Coon. Historia: Howard Amacker

Música: Herman Stein, Irving Gertz

Fotografía: Harold Lipstein

Reparto: Audie Murphy; Joan Evans; Charles Drake; Virginia Grey; Warren Stevens; Simon Scott; G. Armstrong; Willis Bouchey; Karl Swenson; Jerry Paris; John Alderson; Whit Bissell; Russ Bender; Charles Watts; Sam Savitsky; Guy Wilkerson; Herman Hack; Jack Perrin; Bob Steele; William Mims; Jess Kirkpatrick; Al Haskell.

 

         Extraña película del «mago» de las películas tremendistas de serie B Jack Arnold, perteneciente al género del western y producida en esa misma división, pero, a diferencia de lo que ocurre con sus grandes obras, que traspasaron enseguida esa frontera para devenir películas admiradas mundialmente,  Una bala sin nombre se ha mantenido en un discreto segundo plano que en modo alguno merece, porque el planteamiento, la trama y las actuaciones de la película dan de sí para que esta miniatura de producción tuviera un éxito como el conseguido por sus clásicos. El western es género agotador, y se han rodado miles de ellos de toda clase y condición, pero la original historia que se narra en este por fuerza debería de haber captado la atención no solo del gran público, sino de los muy aficionados y cinéfilos en general. Sí, es cierto que no hay nombres de renombre y que el hecho de que se trate más de una película psicológica que de una de «acción», con sus ensaladas de tiros y sus luchas «saloonescas», ha podido impedir ese éxito popular, pero ya es tiempo de que se repare el error de apreciación y se mire con otros ojos a esta película que atrapa desde el comienzo y no deja de mantener el interés a lo largo de un rodaje muy ajustado, porque la historia da de sí lo que da, y Arnold no se anda por las ramas ni es amante del «relleno».

         La llegada de un pistolero cuya fama se extiende por todos los estados y cuya presencia física parece desmentir su sanguinario oficio, alterará la vida de toda una ciudad, Lordsburg, cuando se extienda por la localidad la noticia de su llegada. Su solo nombre John Gant obra el milagro de infundir el terror en los habitantes de la ciudad,  miedo que, en algunos de los prebostes de la ciudad, se convertirá en pánico. Sobre todo porque nadie sabe quién será su objetivo, a quién busca. Lo único que saben de coro es que Gant jamás ha sido el primero en desenfundar, lo que le ha valido una completa impunidad al obrar en defensa propia. La situación, por lo tanto, lo tiene todo de tensión psicológica por parte de quienes, por su oscuro pasado, creen que viene por ellos, lo que incluso precipitará a alguno, como el director del banco, al suicidio, antes de que se precipite su «caza» por parte del banquero.

         El pistolero acaba anudando cierta elegante amistad con el doctor y veterinario forzoso de la localidad, pues ambos hombres se comportan con exquisitos modales y son amigos de la conversación inteligente entre quienes saben no poco sobre la psicología humana. La afición de ambos al ajedrez, por ejemplo, permite componer una visión e ambos, jugando en un porche, que parece desmentir el objetivo criminal del pistolero.

         Lo fundamental en el desarrollo de la historia son, en consecuencia, las alteraciones que sufren en sus conductas aquellos que se consideran potenciales víctimas del pistolero. Incluso varios de ellos logran formar una turba dispuesta a matar al sanguinario pistolero, pero, en una escena magistral, el asesino con cara de ángel y modales de gentleman los detiene de un modo espectacular. Solo frente a la turba les hace reflexionar un momento, diciéndoles, con sus habituales modales sin alteración en la voz ni en sus gestos, que, antes de caer liquidado, habrá conseguido matar…, y entonces señala una por una, por sus nombres, las víctimas escogidas en la primera fila de los asaltantes, los instigadores que se amparan en la masa para deshacerse de la amenaza que aún no saben a quién persigue. Ahí es cuando los agitadores se tientan las ropas y se preguntan qué sentido tiene acabar con él si él acabará con ellos, y lo que no pueden dudar es de que su legendaria rapidez y puntería falle en un momento tan comprometido. Deshecha la turba como un azucarillo en el café, vuelve la lentitud de la vida cotidiana, los paseos parsimoniosos y las conversaciones educadas e incluso confianzudas con la prometida del doctor, a quien no le gusta nada de nada que ella, que es, además, la hija del juez, tenga relación con alguien de tan baja catadura moral, porque, a su manera, el médico encarna la figura del pacifista que se ampara en la ley para la preservación del orden y los derechos de cada cual.

         Así, se van estrechando las posibilidades de los candidatos naturales a ser eliminados por el pistolero sin escrúpulos y sobrado de profesionalidad. Él es, es cierto, una pistola que se vende al mejor postor, pero el desenlace también nos mostrará una implicación que va más allá de lo profesional para recalar en la intimidad del personaje.

         El protagonista absoluto de la película es Audie Murphy, el soldado más condecorado del Ejército en la Segunda Guerra Mundial, y solo por ello un actor muy famoso y notable reclamo para el público. Aquí se ha de reconocer que el director podría haber tenido la tentación de usar un clásico «malo» reconocido como tal a primera vista, pongamos Jack Palance, por ejemplo; pero el contraste entre la mirada dulce, pero fría, del personaje, sus maneras corteses y su habla suave y delicada contribuye a crear un contraste que le da una mayor densidad psicológica.

         En fin, no sé si es mejor que Sangre en el rancho, de él mismo, pero no cabe duda de que los westerns de Arnold tienen una dimensión social y psicológica que los hace elevarse mucho por encima de la media.

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