sábado, 30 de agosto de 2025

«El anticuario», de Russudan Glurjidze, duras realidades del este ignoradas.


La soledad, la vivienda y la inmigración ilegal georgiana en Rusia. 

Título original: Antikvariati

Año: 2024

Duración: 132 min.

País: Georgia Georgia

Dirección: Russudan Glurjidze

Guion: Russudan Glurjidze

Reparto: Salome Demuria; Sergei Dreiden; Vladimir Daushvili; Vladimir Vdovichenkov;

Marianne Schultz; Zurab Magalashvili; Dimitri Lupol.

Música: Gia Kancheli

Fotografía: Gorka Gómez Andreu, Alexander Glurjidze.

 

          Cuarta película georgiana que critico en mi Ojo, lo cual invita a pensar que algo profundo se mueve en aquella exrepública soviética cuyas novedades cinematográficas resultan tan interesantes. Y esta, hoy, de Russudan Glurjidze, más aún, y principalmente por la labor de un artista español que va cuajando una carrera muy notable, Gorka Gómez Andreu, responsable de una fotografía que le da a la película un empaque de obra de calidad evidente en todos sus planos, pero, sobre todo, en los planos exteriores del río Neva congelado y en las panorámicas de una ciudad dominada por el río, y por la que se mueve el protagonista de la película con una fragilidad física y mental que lo convierten en el retrato de las postrimerías no solo de un ser humano, sino, todo lo da a entender, de un modelo social asociado, dada su edad, al viejo régimen soviético en el que hubo de transcurrir toda su vida, aunque estemos, sin embargo, en la Rusia del sátrapa Putin, cuyo régimen nada tiene que envidiar, policialmente, al de la anterior Rusia soviética. Que Georgia, en su idioma Sakartvelo, haya sido una de las repúblicas de la extinta URSS añade un elemento de interés muy notable a la represión de la inmigración georgiana contra la que luchan las autoridades putinescas con ardores trumpianos, porque dios los cría y ellos se emulan, el uno al otro… E invito a los espectadores que lean esta crítica a interesarse por el «problemón» independentista de Georgia: Abjasia y Osetia del Sur. 

          El esquema narrativo es bien simple: una trabajadora en un taller ilegal de reparación de muebles artísticos que le llegan de contrabando de otras repúblicas, Georgia entre ellas, tiene que buscar alojamiento en San Petersburgo, para radicarse en la ciudad como proyecto de vida. Antes de que llegue a la vivienda de un jubilado ruso a quien su único hijo nunca visita, una agente inmobiliaria le enseña el piso a una pareja de «jóvenes», así los califica, que frisan la cincuentena; visita que se tuerce cuando, finalmente, ha de comunicarles el único «inconveniente» del piso: que han de alquilarlo con el inquilino dentro. Este planteamiento da mucho de sí, y la película de Bernabé Rico, así titulada, El inconveniente, lo demuestra, si bien desde la perspectiva cómica, o tragicómica. Los últimos días de una persona metódica, amante de la ópera y la música clásica en general, celosa de sus pertenencias y de su espacio vital, que quiere que le respeten tal y como él lo conserva, sin intervenciones de mano ajena que se lo puedan, como de hecho ocurre, «desfigurar», se convierten en una morosa descripción de las postrimerías, a través, además, de un hombre enfermo, pero autónomo, y con la amenaza permanente de la demencia senil, de la desmemoria o, en última instancia, de la desorientación típica de las edades avanzadas. Hay algo de epopeya en la descripción de esa supervivencia del hombre apegado a su kéfir y celoso de su «territorio», aunque, por necesidad, haya de compartirlo con una inmigrante georgiana a quien mira desde una suerte de racismo primario que se confunde con el rechazo al «otro», esto es, a la amenaza de invasión de lo suyo propio, primero, preludio de la expulsión definitiva de su hogar.

No se trata, pues, de un personaje con el que el espectador pueda empatizar o por quien pueda sentir un mínimo de compasión, a pesar de su aparatosa decadencia, si bien no tardamos en advertir que hay algo de metafórico en su existencia, un signo premonitorio de la vieja Rusia que perece con él, y que fue la Rusia que acabó a su vez con la vieja Rusia de su atormentada historia, y no hay más que reparar en el desencuentro radical entre padre e hijo para darnos cuenta de ello.

La inmigrante, Medea, es una mujer emprendedora que dirige una empresa de restauración de antigüedades, al servicio de una persona que, y de nuevo otra metáfora…, la controla telefónicamente desde la contemplación del ojo de las cámaras de vigilancia donde trabaja Medea, a modo de Gran Hermano anónimo que salva su identidad frente a una posible redada de las fuerzas de orden para acabar con los extranjeros ilegales que trabajan en el país. Su amante georgiano está empleado en ese tráfico clandestino de muebles antiguos, pero tiene la desgracia de caer en una de las redadas que hacen imposible su reencuentro con Medea, quien había comprado la casa, incluso con el «inconveniente» para convivir en ella con él.

Quien hace su aparición en la casa, sin embargo, es el hijo del protagonista, que contempla la presencia de Medea con un doble rasero: una aventura sexual y una intrusa que puede privarle de un bien heredable. Coinciden de nuevo en la tienda y todo parece que discurra entre ellos con una cierta complicidad, hasta que revela al hijo que ha comprado la casa de su padre, lo que es recibido por este como un desafío al que está dispuesto a contestar. En ese punto la historia decae desde el punto de vista de la congruencia, porque  pasa por delante la narración del proceso de extradición de los inmigrantes ilegales, deportados en vuelos nocturnos a sus lugares de origen, en condiciones infrahumanas, llega el deshielo de la primavera y la mujer parece sustituir, con sus paseos en bicicleta, los paseos del jubilado por la orilla del imponente Neva helado.

Estamos ante una película descriptiva que, aun teniendo el marco de la represión de la inmigración ilegal en Rusia, se centra en dos personajes muy distintos, Medea y el jubilado, quienes llegan, a pesar de todo lo que los distancia, a establecer un trato cordial que sorprende a ambos, y ahí está la contemplación del curling, esa suerte de juego de petanca helada en la que se mitiga la fricción de la piedra barriendo el hielo ante ella, como emblema de una identidad nacional sin apenas espectadores, como se refleja en pantalla. La discreción de la mujer, respetuosa, no impide que, en su afán de favorecer la comodidad del anciano, se lance a una limpieza poco respetuosa de la casa y provoque un feroz enfrentamiento con el agonizante propietario. Otros significados más complejos pueden advertirse en la aparición de un armario de la familia, llevado por el hijo, y que habrá de servir como escondite para la mujer durante la irrupción de la policía en el taller y la detención de los inmigrantes que en él trabajan. Estrechamente asociado a la biografía del hijo, el armario acaba convirtiéndose en una suerte de mueble salvífico al que Medea debe su permanencia en el país.

En una película tan de «ambientes», y con una puesta en escena que homenajea la degradación, pero desde una exquisitez fotográfica, el trabajo del cinematografista español Gorka Gómez Andreu es una pieza fundamental en el acabado estético de la película, y le confiere un valor que no solo se exhibe en la descripción de los interiores, sino, sobre todo, en la dimensión fantasmagórica, y casi apocalíptica, del invierno en San Petersburgo, con ese anciano deambulando por un escenario nevado con el fondo del río y con unos planos panorámicos de inmensa belleza que nos acercan la historia a la fábula y aun hasta al mito.

Bellísima. Un poema a estrofa lenta en un marco de absoluta crueldad.   

           

viernes, 29 de agosto de 2025

«Daniel», de Sidney Lumet, o el cine político con fundamento.

Recreación de la ejecución de los Rosenberg y la histeria anticomunista del macartismo. 

Título original: Daniel

Año: 1983

Duración: 130 min.

País: Reino Unido

Dirección: Sidney Lumet

Guion:  E. L. Doctorow. Novela: E. L. Doctorow

Reparto: Timothy Hutton; Mandy Patinkin; Lindsay Crouse; Ed Asner; Ellen Barkin; Julie Bovasso; Tovah Feldshuh; Joseph Leon; Carmen Mathews; Norman Parker; Amanda Plummer; Lee Richardson; John Rubinstein; Colin Stinton; Peter Friedman.

Música: Bob James

Fotografía: Andrzej Bartkowiak.

 

          Sidney Lumet ha hecho siempre un cine con un alto contenido social y, algunas veces, explícitamente político, como en este caso o en de la película que dirigió cinco años después, Un lugar en ninguna parte. En esta, como en la presente, Sidney Lumet es muy crítico con una suerte de compromiso político que margina la realidad personal individual en aras de una utopía: la revolución socialista en Usamérica. Daniel toma el título del hijo mayor del matrimonio Isaacson, que es un trasunto de los Rosenberg, que fueron ejecutados en la silla eléctrica por la vaga acusación de estar conspirando para facilitar datos de la bomba atómica usamericana a la URSS, según delación del propio hermano de Ethel Rosenberg, quien trabajó en el complejo de Los Álamos.

          La película, basada en una novela de E.L. Doctorow, cuya novela Ragtime fue llevada al cine espléndidamente por Milos Forman, con el mismo título, narra la historia del matrimonio Isaacson, trasunto de los Rosenberg, si bien quedan muy veladas las acusaciones, adjudicándoselas a uno de sus camaradas, quien lo hace para salvar su propio pellejo. La historia recrea la vida familiar de un miembro del partido comunista volcado tanto en la actividad del partido como en la educación de sus hijos, sobre todo del mayor, Daniel, a cuyo cuidado quedará la hermana pequeña cuando ambos esposos sean detenidos. La estructura narrativa es, pues, la de una indagación por parte del hijo de la causa de la detención y la acusación que llevo a sus padres a la silla eléctrica. Acogidos primero por una familiar que se los lleva a vivir con ella muy a su pesar, acaba renunciando a la tutela, que pasa a un matrimonio amigo de los padres, con quienes crecen como hijos adoptivos. La historia alterna la narración del pasada y del presente, de los tiempos felices familiares y del presente en el que ambos hermanos adoptan posiciones enfrentadas a costa del destino que han de dar al dinero familiar que recibirán al cumplir la mayoría de edad. La hermana, combativa como la familia, pretende crear una fundación que contribuya a dinamizar la misma lucha en la que perdieron los padres su vida; Daniel, ultraescéptico respecto de esos ideales ingenuos, lo ve como un pozo sin fondo por donde se irá todo el dinero sin un provecho cierto. El enfrentamiento entre ambos hermanos es total, y la hermana se burla de los estudios universitarios de Daniel y de su «acomodo» en un sistema explotador del que se beneficia. De hecho, la película se abre con la voz de Daniel recitando fragmentos de su tesis doctoral sobre la lucha de la Izquierda usamericana en los años 40 y 50 y los métodos de eliminación de los oponentes y/o disidentes. Más tarde, tras aquel enfrentamiento filial, no tardaremos en descubrir que la hermana acaba internada en un sanatorio mental tras un intento de suicidio, lugar de donde no volverá para ser dueña de su vida y reanudarla.

          Lumet, a diferencia del autor, Doctorow, ha privilegiado la recreación de la vida de los idealistas comunistas de los años 50, y ha destacado esa ola de entusiasmo religioso de sus militantes, lo que se manifiesta en la excursión colectiva a un concierto del cantante mítico de la izquierda, Paul Robeson, Premio Stalin de la Paz, en  Peekskill, tras el que los asistentes cayeron en una emboscada de los supremacistas blancos que atacaron sus autobuses, un secuencia en la que el protagonista resulta salvajemente atacado por esas hordas racistas ante la mirada perpleja de su hijo, Daniel, quien vive desde una perplejidad constante la entrega de su padre a la ideología comunista.

          En realidad, la historia pone el acento en la búsqueda del o de los delatores de sus padres y va alternando momentos dramáticos de la vida de los hijos, quienes se han de despedir de sus padres en la cárcel, teniendo el convencimiento social de que los ejecutarán y comprobando cómo el padre ha sufrido un serio trastorno mental que viene a explicar, genéticamente, el que sufrirá posteriormente su hija.

          Hay escenas de gran mérito, como la «explotación» propagandística de los hijos de los Issacson, cuando son llevados en volandas sobre una multitud congregada para protestar contra la detención de sus padres, y son exhibidos, después, en el escenario desde donde se han lanzado las arengas pertinentes. De todo ello, el director escoge, con buen criterio, la mirada atravesada de interrogantes del hijo mayor como muestra de la desconexión radical entre la «causa» y la vida corriente y moliente. De hecho, es una constante de la película la devoción absoluta hacia los padres asesinados que experimenta la hija y los reproches por haber sido tan abandonados por ellos que expresa Daniel. Esta claro que entre un héroe de la revolución y un padre, Daniel hubiera escogido siempre un padre, y ninguna explicación ideológica va a consolarlo de cuanto ha perdido. Y de ahí la búsqueda y el interés político en estudiar la vida de sus padres, la actividad del partido y el caso personal de su triste destino, tras la delación correspondiente.

          Las interpretaciones brillan a gran altura, en todas las épocas de la película, y los protagonistas niños, Ilan Mitchell-Smith y Jena Greco, realizan actuaciones de mucho mérito. Llama la atención, frente al joven activista del presente que es Timothy Hutton, el «investigador» cuya voz mantiene el hilo narrativo, la actuación de un irreconocible Mandy Patinkin, como el padre Isaacson, convertido, tiempo después, en una celebridad por su papel de Saul Berenson en la magnífica serie  Homeland. Algo más anodina resulta la interpretación de la entonces casi desconocida Ellen Barkin, en su tercera película,  y muy convincente, como corresponde a su reconocido prestigio, Ed Asner.

          La puesta en escena de los años cincuenta es muy apropiada, y marca perfectamente el contraste con el presente de Daniel, de su hermana y de sus padres adoptivos, así como el del abogado que defendió a sus padres y los amparó siempre. Bien puede decirse que la película tiene una parte «de época», exactamente la del macartismo, muy bien producida y llevada a la pantalla con una fotografía que resalta ese regreso en el tiempo a una época magníficamente retratada. En eso se ha de reconocer que la película no ha escatimado en gastos, y se nota y se agradece.

          La evolución política del protagonista, sujeta a toda la crítica que se quiera, es una fiel representación del carácter testimonial de ciertas actitudes vitales, pero está claro que el derecho a manifestación es, acaso, la única vía de expresión que tienen quienes no disponen del «cuarto poder» ni, por supuesto, de los otros tres.

viernes, 15 de agosto de 2025

«Sorda», de Eva Libertad, o una ópera prima reivindicativa.

Una intensa aproximación hiperrealista a la sordera, no exenta de voluntad combativa.

Título original: Sorda

Año: 2025

Duración: 99 min.

País: España

Dirección: Eva Libertad

Guion: Eva Libertad

Reparto: Miríam Garlo; Álvaro Cervantes; Elena Irureta;  Joaquín Notario.

Música: Aránzazu Calleja

Fotografía: Gina Ferrer.

 

          El corto que anunciaba en cierta manera esta película ya era, de por sí, lo suficientemente impactante, para darnos cuenta de la trascendencia de lo que es la vida corriente para una persona sorda en un mundo de hablantes, y el grado de aislamiento en que se puede llegar a vivir, amén de las dificultades de orden práctico que ello supone para la vida cotidiana.

          Sin relación temática con el corto, Sorda nos cuenta la historia de una pareja mixta, hablante y sorda, que viven felices su unión amorosa hasta que deciden dar el paso que la mayoría de las parejas estables dan: tener descendencia. A partir de ese momento, y muy gradualmente, va a ir desarrollándose una historia en la que aparecen elementos comunes a las vidas de todos: una relación difícil con los padres, y muy difícil entre madre e hija, aunque solo hacia el último tercio de la película sabremos que era por la imposibilidad de la madre de aceptar la sordera de su hija y que no pudiera entenderla ni supiera qué decirle, quedándose bloqueada e incapacitada de expresar el amor que toda madre, en principio, siente por la criatura a la que ha traído al mundo.

          Todo, ya digo, parece transcurrir con absoluta normalidad, cada uno de ellos atiende a su trabajo, ella en una fábrica de cerámica de uso doméstico, y en un escenario casi de ensueño, en una casa de planta baja en un pueblo de Murcia, acaso en la propia Molina de Segura, localidad natal de ambas artistas, la protagonista y la directora, su hermana.

          El color inicial de las primeras secuencias, algo chillón, para mi gusto, muy brillante, me dio mala espina, y creí que iba a ver otra película como la anodina Los destellos, pero enseguida las interpretaciones de Cervantes y Garlo se adueñan con absoluta naturalidad de la escena y, tamizada la luz en los abundantes interiores, todo comienza a discurrir por la buena senda del realismo perfectamente plasmado. Que la mujer, aunque sorda, sea capaz de pronunciar palabras aisladas y frases mínimas, alivia no poco la tensión de lo que, en un principio, creí que iba a ser la opción de la película: plasmar el silencio de la sordera desde la que se ve el resto del mundo de los hablantes. Eso sucede en el último tercio de la película, y se agradece, porque hubiera sido excesivamente dura la experiencia total desde el inicio de la historia.

          Es un notable acierto de la película que la pareja comparta dos núcleos de amistades: las que son hablantes y las que son sordas, aunque en estas últimas suele haber sordos y hablantes, porque una misma madre tiene dos hijos, una niña sorda y un hijo hablante, y enseguida deviene la gran escisión en dos mundos que tienden a separarse: sordos con sordos, hablantes con hablantes, como si obrara la selección natural de las especies o algo por el estilo. Lo que la película deja claro es que los dos lenguajes son compatibles: el de los signos y el oral, y que, en el fondo, a lo que los sordos deben aspirar es, en el caso de tener hijos hablantes, a tener hijos bilingües. De hecho, el marido de la protagonista es el mejor ejemplo de ese bilingüismo, que practica constantemente, aunque la mujer le reproche que no «signa» todo lo que debiera, lo que va en detrimento de ella, en primer lugar, y de la comunicación fluida de ella con su hija, después.

          La película tiene una decidida voluntad combativa en defensa de una minoría, de un «colectivo», y ahí es donde, a mi parecer, algunos extremos del guion fuerzan demasiado la naturalidad de las cosas como para no apearse del lado combativo, desdeñando soluciones perfectamente normales que sí se usan en otras circunstancias. Por ejemplo, que las otras madres de la guardería ignoren la condición de sorda de la protagonista, con la «violencia» psicológica que ello implica al anular una comunicación que perfectamente puede darse por escrito, como es un chat de padres.

          Esa tendencia, en parte, al refugio entre «los propios, los cercanos, los miembros del colectivo», una dinámica tradicional del espíritu de grupo o de clan, va a provocar, una vez han tenido la criatura, un deterioro en la vida de los esposos, porque, y eso es un logro tremendo de la película, ninguno de los dos tiene una plantilla de cómo han de tratar, desde la sordera, la relación con una hija hablante, y resultan algo patéticos, la verdad, los intentos de la madre de «ensordecer» con cascos a su hija para que esta siga la comunicación con la madre a partir del lenguaje de signos. Hará más de treinta años que leí en el País una entrevista con dos madres que querían tener un hijo, pero querían asegurarse, genéticamente, si ello era posible, de que naciese sordo, porque no entendían que pudiera ser parte de su familia si no lo era. Para ellas, sordas, ser sordo era una bendición, y por nada del mundo querían que su hijo no fuera como ellas. Esta película me lo ha recordado.

          De las tiernas escenas íntimas, muy notables todas ellas, y de una asombrosa naturalidad por parte de ambos protagonistas, relativas a la búsqueda del nombre de la futura criatura, la película avanza hacia el embarazo y, en dos patadas, nos plantamos en el parto. La protagonista, por miedo, quiere tenerlo en casa; él, por la inercia social, ni se lo plantea. En el hospital todo va bien, mientras él puede traducir las órdenes del personal médico, pero cuando el parto se complica levemente, lo primero que hacen es sacar al hombre del primer plano desde el que traduce de forma automática lo que se espera de la paciente que haga. Alejado de ella, hay un momento en que la protagonista se ve sola, aislada y como si lo que ocurriera no formara parte de su realidad, aunque acabe todo felizmente. Se ha extendido, últimamente, lo que ciertas corrientes feministas llaman la «violencia obstétrica», y de ahí el resurgimiento de la tendencia a tener a los hijos en un espacio propicio para la madre. La otra cara la representa la película Fragmentos de una mujer, de  Kornél Mundruczó, tan espeluznante que me dejó sin fuerzas para hacer la crítica. En fin, cada cual que siga lo que le dicte el instinto. En todo caso, la película deja bien clara la agresión que sufre la protagonista y lo que le cuesta recuperarse de ella, así como de la pronta ausencia de leche en el pecho para alimentar a la criatura.

          Cuando todo se va complicando, por la incomunicación y la incomprensión, algo forzado todo, también hay que decirlo, estalla la convivencia en una pelea violentísima en que ambos cónyuges se lo dicen todo sin tapujos y sin censura ni correcciones políticas que hayan de ser respetadas, en un momento de esos de «a calzón quitao», cuando, probablemente, no habla por nosotros la razón, sino el resentimiento y las múltiples heridas que, supurantes o cicatrizadas, siempre «están ahí», en el arsenal de agravios, dispuestas como se apilan las bombas para cargar en los aviones o en los cañones. Una de las mejores escenas del cine español de muchos años acá: su intensidad, su verdad y la magnífica interpretación hiperrealista de los intérpretes, deja en juego de niños la tan ensalzada de Driver y Scarlett Johansson en Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach.

          No quiero que se me olvide reseñar que todas las escenas de grupo, sean la de los amigos sordos, sean las del colegio o las de los amigos hablantes están rodadas con una naturalidad envidiable, exactamente igual que las hospitalarias, y no tengo la información, pero estoy por decir que estamos hablando de actores no profesionales, al estilo de Bresson, y se nota: no hay ni pizca de afectación, lo cual se ha de agradecer muchísimo, porque esas escenas grupales tienden a la sobreactuación, como en los anuncios publicitarios, y se acaban volviendo un demérito de la película. No en esta, por supuesto. A quienes somos murcianicos de corazón y adopción por haber vivido allí y tener tantas amistades profundas, ¡cómo dejar de agradecer que ese deje tan entrañable del castellano aparezca con tanto protagonismo! Muy ato deja el listón de la exigencia esta ópera prima para la siguiente película. Seguiremos atentos a la pantalla…

           

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

«La chica de la aguja» y «Sweat», de Magnus von Horn, un cine que golpea.

 

Título original: Pigen med nålenaka

Año: 2024

Duración: 113 min.

País: Dinamarca

Dirección: Magnus von Horn

Guion: Line Langebek Knudsen, Magnus von Horn

Reparto: Victoria Carmen Sonne; Trine Dyrholm; Besir Zeciri; Joachim Fjelstrup; Ari; Alexander; Søren Sætter-Lassen; Tessa Hoder; Thomas Kirk; Anna Tulestedt; Benedikte Hansen; Peter Secher Schmidt; Lizzielou Winding Refn; Petrine Agger; Magnus von Horn;

Anna Terpilowska; Ragnhild Kaasgaard; Clara Kokseby; Jacob Højlev Jørgensen; Anders Hove.

Música: Frederikke Hoffmeier

Fotografía: Michal Dymek (B&W).

 

 


Título original: Sweat

Año: 2020

Duración: 100 min.

País: Polonia

Dirección: Magnus von Horn

Guion: Magnus von Horn

Reparto: Magdalena Kolesnik: Julian Swiezewski; Aleksandra Konieczna; Zbigniew Zamachowski; Lech Lotocki; Magdalena Kuta; Wiktoria Filus; Katarzyna Cynke; Mateusz Król; Andrzej Soltysik; Karolina Krawczynska; Diana Krupa; Adrian Budakow; Karolina Bialek; Tomasz Orpinski; Dominika Biernat; Katarzyna Dziurska.

Música: Piotr Kurek

Fotografía: Michal Dymek.

 


 

La exploración del fracaso y del horror ahora y hace más de cien años. La confirmación de un joven cineasta lleno de talento.

 

          Empezaré por  la más antigua, Sweat, de la que no hice crítica en su momento, y ahora casi que me veo obligado a hacerla, aunque sea breve, para dar razón de la importancia de un cineasta como Magnus van Horn, cuya última película, La chica de la aguja, deja literalmente sin habla y con el espanto metido en el alma, por tratarse de un caso real, uno de esos que todos quieren olvidar hasta que un cineasta pone sus ojos en la historia y decide construir lo que van Horn ha hecho: un despiadado cuento de terror que nos remite a lo mejor del expresionismo alemán, tan lleno de ellos. Esta película ha sido, yo diría que casi incomprensiblemente, candidata al Oscar a la mejor película extranjera en la última edición de los Oscar, y no me extraña, porque, más allá del tenebroso asunto del que trata, la realización formal adquiere niveles de perfección raramente vistos en las últimas producciones que copan las pantallas.

          Sweat («sudor»), a su manera, también es un cuento, o una fábula con moraleja,un poco al estilo del Decálogo de Kiewsloski porque la historia sigue los pasos de la joven Sylwia Zajac, una influencer en el campo del entrenamiento deportivo para mantenerse en forma, quien aspira a pasar de las redes sociales a la televisión, dar el gran salto que la consagre para las grandes audiencias, aunque ella tiene la suya, fiel y muy numerosa, para la que literalmente vive todas y cada una de sus horas, porque retransmite en tiempo real cuanto vive y sus seguidores interactúan con ella permanentemente.

          Un encuentro con una vieja amiga va a hacerla reflexionar sobre el significado real de su vida, tan expuesta como vacía, sin un reducto interior al que pueda llamar «suyo» o «su yo»…, lo cual va a adentrarla en una fase irritable y depresiva, si bien se trata de un estado no inapacitante, porque puede cumplir con sus compromisos, llena, aparentemente, de esa energía que es el «producto» que ella «vende», sin darse ni cuenta de que su rol social la lleva a identificarse consigo misma como el producto que «llena» parte de la vida de los demás, pero, ¡ay!, no la propia.

          Sylwia vive con una mascota —otra señal de esta modernidad confundida en que las parejas ya no tienen hijos, sino mascotas, aunque la protagonista no tiene ni pareja, y la que se le insinúa como tal, su agente, le provocará un rechazo frontal tras su actuación salvaje en un suceso que va a condicionar buena parte del resto de su aventura vital en la historia, porque decide revelar a sus seguidores que está atravesando un momento complicado en su vida.

          El suceso consiste en el descubrimiento de un acosador al que sorprende en el interior de un vehículo masturbándose con la contemplación de uno de sus programas. Su agente, a quien se lo revela, baja a la calle y le da una paliza que lo deja medio muerto. Ella lo echa del piso, baja y lleva al golpeado al hospital.

          La deriva desestabilizadora se confirma en una reunión familiar en la que el enfrentamiento con su madre, casada en segundas nupcias, resulta determinante para el agravamiento del conflicto que padece, una disociación entre el esplendor de la vida social y el vacío de su vida íntima. La interpretación de Magdalena Kolesnik es extraordinaria, pues carga con el peso de la película sin que desfallezca en ningún momento el interés del espectador por la pseudovida de la influencer narcisista, dramáticamente llevada al paroxismo por su depresión progresiva.         

          Vaya por delante un aviso sobre La chica de la aguja: las personas hipersensibles a la contemplación del sufrimiento extremo deben abstenerse de verla. Sí, en efecto, se trata de una de esas películas que obligan a apartar la vista o a refugiarse en el hombro de la pareja. La crudeza de ciertas imágenes, y sobre todo de situaciones angustiosas no es plato para todos los paladares. La película comienza como un folletín del XIX, una empleada seducida por el rico director de una fábrica que la deja embarazada y de quien se desentiende por expreso decreto de la madre. Hasta ese momento, la vida de la empleada, que ha sido expulsada del cuarto que habitaba por no poder pagar el alquiler, atraviesa una situación crítica, y acaba habitando un espacio infecto y degradado del que el romance con el cojo director mayor que ella parece que vaya a redimirla. De hecho, hay un contraste muy intenso entre el lirismo de esa relación amorosa y el marco en el que se desarrolla, porque en ningún momento el enamorado le paga una habitación decente en un espacio no degradado. Solo cuando la lleva a conocer a su madre, porque se ha quedado embarazada y quiere «cumplir» con ella, como un caballero, se torcerán las cosas. Lo primero es el humillante reconocimiento médico para «certificar» que está embarazada; lo segundo, y ante la impotencia del hijo que llora, sumiso, ante la prohibición de la madre, el ser despedida de la casa tras anunciarle que ya no se la necesita en la fábrica.

          Y en ese momento aparece el marido ausente, un vencido de la Primera Guerra Mundial, en la que luchó, aunque danés, en el ejército alemán. Y ahí sí que tenemos una de las primeras muestras de realismo estremecedor de la película, aparte de los espacios degradados que hemos conocido: el marido esconde tras una careta, la dramática deformidad de un rostro arrasado por la metralla. Se trata de los heridos maxilofaciales de presencia física tan espantosa para el resto de los mortales que el ejército alemán los recluyó en hospitales de los que no podían salir, para evitar que la visión de sus destrozos minara el espíritu bélico de la población, indispensable para seguir haciendo frente a una guerra carnicera como pocas. Otros inválidos, cojos, mancos, incluso tullidos de medio cuerpo que se arrastraban sobre una tabla con ruedas podían ser vistos en las grandes avenidas berlinesas como la Kurfürstendamm vendiendo sus cruces de hierro, cerillas, o cualesquiera objetos con los que sobrevivir en la penosa época de la posguerra inmediata.

          El embarazo de la joven, el parto y el intento de aborto en unos baños públicos no solo están descritos con un puntillismo neorrealista que pone los pelos de punta, sino que son el punto y aparte para un giro de la historia de la que todo lo visto hasta ese momento constituye una suerte de prólogo que ni de lejos alcanza las cotas de terror que vendrán a continuación. Del intento de aborto en los baños públicos la salva  Karoline una mujer entrada en años, Dagmar, de muy buena presencia, que se le presenta como su salvadora, porque, por una módica cantidad, ella buscará a la futura criatura una casa de gente con posibles donde la criatura tendrá una vida confortable y dichosa, en las antípodas de la de la madre.

          En la medida en que se describe una sociedad en la que sobrevivir en la posguerra de la Primera Guerra Mundial no era tarea fácil, ningún ejemplo mejor de ello que la «actuación» del marido, como si de Freaks, de Tod Browning, estuviéramos hablando, en un circo en el que exhibe su rostro deforme ante el espantado público, del que, alma caritativa…, una joven embarazada se levanta y se acerca al escenario para introducir su dedo en la cuenca vacía del rostro e incluso, en el súmum de la compasión, regalarle al infortunado soldado un beso en los labios, para delirio de los ojos morbosos que lo contemplan. El propio nacimiento de la criatura sobre el montón de patatas que las operarias trasladan de un sitio a otro, con nulas condiciones higiénicas, mete ya el espanto en el cuerpo a cualquiera. Cuando llega con el hijo que no es del marido, quien está imposibilitado ya para tenerlos, y decide aceptarlo como propio, es ella quien, a hurtadillas de él, que lleva una cuna de madera a la cochambrosa habitación donde viven, sale corriendo para llevárselo a quien le pareció una filantrópica dama, elegantemente vestida y llevando de la mano a una hermosa niña de unos siete u ocho años, su hija.

          Cuando llega a la dirección para entregársela y llama a la puerta, le abre la puerta un hombre vulgar con tirantes sobre la camiseta interior, quien avisa a Dagmar de que la visita es para ella. Sale, entonces, la mujer, en camisón y desgreñada, una imagen que no solo sorprende a la protagonista, sino, y muy especialmente, a los espectadores que, desde ese mismísimo momento, se huelen la tostada de que la imagen anterior de ella era una «fachada» cuya cara posterior y sombría se acaba de comenzar a descubrir. Si todo lo anterior lo hemos vivido con el alma en un puño, literalmente acongojados por el terrible destino de una joven , cuyo sufrimiento se manifiesta en sus rasgos físicos, en un nivel de interpretación casi dreyeriano, lo que viene a continuación es como un cuento de hadas terribles que va a explorar los recintos más oscuros y perversos de la maldad humana, casi como si de una película de vampiros se tratase, aunque no anda lejos, me temo, el motivo folclórico de Hansel y Gretel, porque Dagmar tiene un negocio de venta de caramelos y su presencia de bruja clásica se impone desde el poderoso imaginario colectivo, además de confirmarlo ella con sus terroríficas acciones.

          Después de entregarle el niño, Karoline decide no regresar a su habitación ni con su marido y acaba pidiéndole a Dagmar que la deje vivir con ella, y ofrece la leche de sus pechos para alimentar a los posibles niños que le traigan, hasta que los dé a los padres definitivos. Dagmar decide, entonces, que podría amamantar a Erena, su hija, lo que deja en estado de choque a Karoline, quien, ante la eventualidad de no tener ningún sitio adonde ir, accede. Con esta entrada en a casa y la tienda, ya puede hacerse el espectador a la idea de que lo por venir va a sorprenderlo de un modo que ni se imagina y que yo no e voy a destripar, aunque me quedo con las ganas, porque son tantos los motivos que aparecen en este cuento macabro que daban para estar disertando mucho tiempo.

          La elección del blanco y negro y del formato de pantalla más clásico posible no es un capricho, sino que viene dictada por la propia historia. En tiempos tan tenebrosos, el color hubiera sido una distracción imperdonable, un lujo estético incomprensible. La película ha sido rodada básicamente en Polonia, aunque la acción transcurre en  Copenhague, donde transcurrieron los hechos históricos que recoge la película. La presentación formal es impecable y la sucesión de planos memorables de la ciudad un regalo para los ojos asombrados por la belleza convulsa de esos encuadres urbanos que nos traen a la memoria tantas películas mudas del expresionismo, como El Golem, de Paul Wegener, por ejemplo. En cualquier caso, expresionismo del mejor es la labor de los primeros planos de la protagonista y de otros personajes, y aun de personajes secundarios como los espectadores del número de circo del soldado. Sobre la opresión anímica que se deriva de los interiores no merece la pena insistir, después de lo ya dicho, pero la selección de espacios interiores en los que transcurre la vida a medio camino de la opresión, la servidumbre y la complicidad de Karoline con Dagmar nos explican con meridiana claridad el mundo «extraño» en el que va instalándose poco a poco hasta el terrorífico descubrimiento final que, sin embargo, no significa el desenlace de la película, lo cual es un detalle por parte del director, desde luego.

martes, 12 de agosto de 2025

«Así nace una fantasía», de George Marshall, H.C. Potter, un delicioso disparate.

 

La reunión de talentos no siempre consigue el éxito, pero sí un producto de impecable factura y destellos superlativos.

 

 

Título original: The Goldwyn Follies

Año: 1938

Duración: 122 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George Marshall, H.C. Potter

Guion: Ben Hecht

Reparto: Adolphe Menjou; Jimmy Ritz; Harry Ritz; Al Ritz; Vera Zorina; Kenny Baker;

Edgar Bergen; Andrea Leeds; Charlie McCarthy; Helen Jepson; Phil Baker; Bobby Clark;

Ella Logan; Jerome Cowan; Charles Kullmann; Nydia Westman; Frank Shields; Alan Ladd.

Música: George Gershwin

Fotografía: Gregg Toland.

 

          Me van a perdonar la debilidad, esto es, la que tengo por el cine musical, en cuyo nutrido acervo siempre descubro alguna película que, por poco estimulante que sea, acaba revelándome algo, no sé, un número, una actriz, un personaje, una trama o una puesta en escena que me permiten disfrutar lo suficiente como para acabar la película, y puedo jurar que esta no es precisamente breve… Un simple vistazo a la nómina de los participantes en el empeño y ¿quién no es el guapo que se atreve con ella?: George Marshall, H.C. Potter, ¡Ben Hecht!, ¡¡George Gershwin!! —que murió mientras trabajaba en las canciones de esta película—, ¡¡¡Gregg Toland!!!, ¡¡¡ Balanchine!!!, y una vieja gloria como Adolphe Menjou, a quien he tenido la suerte de ver ¡de joven!, en Los peligros del flirt, de Lubitsch, porque Menjou es uno de esos actores que parece que se iniciara ya a partir de los sesenta en el cine

          Con esos mimbres, sin embargo, no se acaba de conseguir la obra maestra que se pudo haber filmado si hubieran sabido decantarse por la screwball comedy que pedía el guion, en vez de contenerse en una suerte de melodrama tradicional con un toque metacinematográfico lo suficientemente atractivo, sin embargo,  como para conferirle a la película una dimensión de crítica del cine dentro del cine que resulta muy estimulante, sobre todo si es tan sólidamente interpretada por un productor como el encarnado por Adolphe Menjou.

          La trama es original: un productor no acaba de estar satisfecho con las afectadas, con las amaneradas tramas que llevan a sus protagonistas a interpretar papeles donde no se cuela la vida ni la pasión ni con recomendación, algo que oye de los labios de una joven que contempla desapasionadamente uno de los rodajes en una playa de California, burlándose de los ridículos códigos de interpretación y de los remilgados y ridículos guiones que los actores y actrices han de repetir con una gesticulación de cine mudo en plena edad del sonoro. Vaya por delante que, desde el comienzo de la película, el color de la misma nos atrae de un modo como pocos colores lo han hecho, si bien he de constatar que se alternan dos tipos de color: uno difuminado, como velado por algún filtro, y otro más definido y nítido, sin que haya podido determinar a qué razón se debe un uso u otro, a no ser que sea una copia defectuosa, dada la venerable edad de la película.

          Tras una breve conversación en una heladería, el productor decide contratar a la juiciosa joven como consejera y supervisora de los guiones que ha de producir, de modo que, a través de los consejos de la señorita «Humanidad», así la llama, entre la vida real en las películas de ficción. El planteamiento, sin embargo, sufre un serio sabotaje por los intérpretes que buscan un contrato y que podemos reducir a tres: Los hermanos Fritz, tres cómicos muy populares desde mitad de los veinte, y que llegaron a ser competencia de los Hermanos Marx, si bien en un registro muy distinto. El ventrílocuo Edgar Bergen y su popular muñeco  Charlie McCarthy que, en esta película, es, si duda, de lo más gracioso que aparece. Bergen, por cierto,  fue el padre de la célebre actriz Candice Bergen, protagonista inolvidable, entre otras, de Soldado azul, de Ralph Nelson. Y finalmente, Phil Baker, cantante, acordeonista y cómico, quien tiene el mejor número de la película con el ventrílocuo Bergen, imitación del que él hacía en las salas de fiesta.

          A pesar de que el planteamiento de la trama es original, dentro de él se esconde, ¡faltaría más!, la más tradicional de las historias chica encuentra chico; ella es consultora de un gran productor, él canta como los ángeles y trabaja en una hamburguesería, porque no ha tenido ninguna oportunidad de demostrar lo que vale en el mundo del cine. Se enamoran, por supuesto, y ella va a facilitar su ascenso, de tal modo que él no sabe por qué, de repente, los astros han allanado su camino y está a punto de convertirse en una gran estrella. El toque melodramático, propio de estas historias, es el último chantaje emocional del productor, también enamorado de su consultora: o te casas conmigo o aborto su vida artística… (suenen ahora todos los redobles del suspense…) ¿Qué pasará? ¿Vencerá el amor? ¿Se impondrá la cruda realidad? En los ojos de los espectadores futuros está la solución.

          En la medida en que Samuel Goldwyn diseñó esta película como una auténtica superproducción, no escatimó medios, a la hora de la puesta en escena, de ahí que incluso se represente el brindis de La Traviata y el aria posterior de Violeta, con un lujo propio de una puesta en escena propiamente operística, si es que no lo rodaron aprovechando una representación. La capacidad de conmoción de obras artísticas como esa ópera o el ballet de Romeo y Julieta, que lleva incluso a cambiar el final para que ambos jóvenes concluyan la obra bailando alegremente, una de esas transgresiones que el productor recoge de su consultora para «humanizar» los argumentos y llegar a los grandes públicos.

          Ha de destacarse que el joven protagonista, el cantante Kenny Baker, con espléndida voz de tenor, muy de los 30, borda las composiciones de Gershwin y, tras su paso por la radio, triunfó en el cine durante quince años antes de retirarse como pastor de la Cienciología. Si hay una escena que defina a la perfección la exquisitez de los musicales de estudio, esa no es otra que la escena de la playa con los amantes entonando la misma canción, menester en el que la protagonista se defiende con notable gusto.

          La indeterminación del género en el que se quiso incluir esta película motivó, sin duda, el desconcierto del público, lo que explica el poco éxito que tuvo en su momento. Vista desde muy lejos, desde su inimaginable futuro, no puede parecernos tan catastrófica, y no pocos números se ven con absoluto agrado, así como el resto de las interpretaciones, incluida la de la bellísima Vera Zorina, en un papel difícil, muy difícil de dominar, atendiendo a la insustancialidad del mismo.

          ¡A ver esos valientes aficionados al musical, que den un paso al frente!

           

jueves, 7 de agosto de 2025

«Mi única familia», de Mike Leigh o el trastorno límite de personalidad.

 

Cuando el trastorno no tratado condiciona tu vida y la de quienes te rodean.

 

Título original: Hard Truths

Año: 2024

Duración: 97 min.

País: Reino Unido

Dirección: Mike Leigh

Guion: Mike Leigh

Reparto: Marianne Jean-Baptiste; Michele Austin; David Webber; Ani Nelson; Sophia Brown; Tuwaine Barrett; Elliot Edusah; Bryony Miller; Llewella Gideon; Tiwa Lade; Jonathan Livingstone; Jo Martin.

Música: Gary Yershon.
Fotografía: Dick Pope.


Bien mirado, hay un sutil hilo que une la afamada Mr. Turner, de Mike Leigh y  Mi única familia: el carácter intempestivo, agrio e  irascible de ambos personajes, el pintor y esta ama de casa que odia a su marido, a su hijo y a todo el mundo, que le tiene fobia a los animales y al exterior, y que solo soporta, a duras penas, el trato con su hermana pequeña de quien hubo de encargarse cuando se quedaron sin padres y tuvo que hacer, para ella, de madre y de hermana mayor.

          Estamos ante una variante del cine social propio de autores como Ken Loach, porque, frente a la determinación social de dichas películas, Leigh introduce la variante del trastorno psicológico profundo para llevar a la pantalla la historia de una mujer de clase media peleada con ella misma y con el mundo, e incapaz de tomar la decisión de escoger la vida frente a la negatividad que dicta todos sus pasos, dentro y fuera de casa. Sí, se trata de una de esas películas en las que, como en el naturalismo literario, se escogía un personaje con una particularidad y se lo estudiaba hasta sus últimas consecuencias, según el método experimental, esto es, más apegados a lo que la ciencia pueda decirnos de ellos que a su peripecia existencial, si bien Leigh no llega tan lejos, porque, curiosamente, el empoderamiento nihilista y depresivo de la protagonista la lleva a rechazar cualquier visita al psicólogo, aunque presente alarmantes síntomas de un trastorno que, al decir de su hermana, puede acabar con ella.

          Curiosamente, la película, que empieza in medias res y acaba con un final muy abierto y terrorífico, sigue aquella aspiración de la novela natralista de captar lo que Zola llamaba une tranche de vie, una cata significativa en la vida de un personaje, capaz de definirlo o de acercarse lo más posible a un conocimiento profundo de su personalidad, su carácter, sus traumas o su «mundo».

          A poco que comienza el desfile de situaciones en las que la mujer despliega un agriado carácter lleno de desprecio e incluso odio hacia quienes la rodean, dentro y fuera de casa, con un marido que le da literalmente «asco», un hijo obeso que solo sale de su habitación para pasear con los cascos puestos y sin hablar con nadie, soportando sin enfrentarse, serios intentos de acoso de otros colegas jóvenes, y personajes periféricos con los que se enfrenta permanentemente, ya sea en el súper, ya en el dentista, ya en una tienda… Nadie nunca está a la altura del comportamiento intachable hacia ella que exige arrogándose, además, algo así como la vara de medir del nivel exacto de pertinencia de esas conductas tanto públicas como privadas.

          La actriz, habitual en las películas de Leigh, Marianne Jean-Baptiste, logra componer un personaje tan odioso que la película corre el peligro de hacer excesivamente real a la protagonista, quien consigue acabar cansando al espectador con el carácter arrogante, odioso y agresivo que no respeta nada ni a nadie y es capaz de arruinarlo todo, antes de enfrentarse a ella misma, como quiere su hermana que haga, porque, en el fondo, tampoco es tan difícil hacer el mínimo posible para que la convivencia no se envenene. El contraste, además, de la familia de la hermana, que vive en perfeta armonía con sus dos hijas ya mayores, dos jóvenes risueñas y animosas que respiran naturalidad y alegría, a pesar de los contratiempos vitales de los que nadie se escapa.

          Podríamos pensar que el «tipo» que describe la película es el clásico del gruñón, de la gruñona, del grumpy, en inglés, muy sancionado por la tradición. Pero no, estamos ante un caso verdaderamente patológico, porque una mujer que no logra salir de la cama por la mañana, que busca refugiarse en su cuarto de la adversidad esencial del mal matrimonio que ha formado y que tiene verdadera fobia a salir a exterior, un espacio que imagina lleno de agresiones que solo buscan herirla, acabar con ella.

          La película discurre, pues, básicamente, en interiores, y nos muestra muy a menudo el carácter casi paranoico de la mujer, defendiéndose contra una inexistente conjura contra ella en la que todo el mundo participa. La visita que hace al cementerio con su hermana, para honrar la memoria de su madre, y la celebración del día de la madre en casa de su hermana, adonde invita a comer al cuñado y al sobrino tiene un momento muy especial en el que una crisis de llanto de la protagonista paree estar propiciando una suerte de «despertar» de su neurosis, de reconocimiento de la mucha vida que se le está yendo en ese continuo quejarse de ser perseguida y, a su vez, perseguir a su propia familia, como cuando decide que se ha acabado la convivencia marital con su marido y saca todas las cosas de él del dormitorio conjunto y las deja de cualquier manera en el pasillo, dando a entender que el destino nocturno de él es dormir en el sofá, aunque padezca, por su trabajo como fontanero, de serios dolores de espalda, que jugarán un papel terrible en el desenlace de la película, aunque sea impropio usar el término «desenlace», porque, como ya hemos dicho, la historia capta la vida de la mujer en su discurrir habitual, no en ciertos momentos extraordinarios que se apartan de la vida corriente y moliente que todos han de soportar a partir del trastorno que ella padece y no reconoce. Eso sí, el momento escogido por el director para decidir que se ha acabado la incursión en la vida de una mujer tan desgraciada.

          Está claro que un personaje tan atrabiliario puede provocar momentos de humor no buscados, y ello, afortunadamente, sucede en la película y nos permite aliviar la tensión que tan catastrofista personalidad genera. Podríamos decir que se nos hiela la sonrisa, porque no estamos ante un tipo llevado al extremo para conseguir efectos hilarantes, sino ante una enferma mental que cava su propio trastorno hasta volver imposible salir de él o siquiera atisbar una posibilidad de ello.


miércoles, 6 de agosto de 2025

«Nadie puede vencerme», de Robert Wise o la sabiduría de la madurez creadora.

 

El costado sórdido del boxeo y el orgullo frente al tongo.

Título original: The Set-Up.

Año: 1949

Duración: 72 min.

País; Estados Unidos

Dirección: Robert Wise

Guion: Art Cohn. Poema: Joseph Moncure March

Reparto: Robert Ryan; Audrey Totter; George Tobias; Alan Baxter; James Edwards; Wallace Ford; Percy Helton; Darryl Hickman; David Clarke; Burman Bodel; Kenny O'Morrison; Phillip Pine; Edwin Max; Herbert Anderson.

Música: C. Bakaleinikoff

Fotografía: Milton R. Krasner (B&W).

         

          Treinta y cinco años y ocho películas le bastaron a Robert Wise para rodar esta maravilla antológica no solo del mundo del boxeo, sino, sobre todo, sobre el fracaso profesional y existencial, todo ello ofrecido con un ejercicio de estilo de cine negro que consigue secuencias de lo mejorcito del género. No en vano, el protagonista de esta joya imperecedera es Robert Ryan, un tradicional del género y espectacular protagonista en esta cinta que engancha al espectador desde que la cámara, tras el baile de piernas y el nocaut que derriba  a uno de los contendientes en la lona, sobre los que han aparecido los títulos de crédito, enfoca el reló que marca el inicio de la acción y, al fondo, veos el palacio de combates, Paradise City, junto a un restaurante de curioso neón: Dreamland. Entra esa «tierra soñada» y la «ciudad del Paraíso» va a discurrir la escasa hora intensa y dramática de un boxeador veterano a cuyas espaldas sus dos preparadores han amañado su combate con el joven protegido de un mafioso que acabará interponiéndose en su camino hacia el retiro.

          Ni un solo minuto de la película es gratuito, y todo se ajusta milimétricamente, en tiempo real, a una sesión de boxeo con la que, teóricamente, el protagonista se despedirá del mundo del boxeo con una bolsa mínima, pero suficiente para iniciar un pequeño negocio del que vivir con su mujer sin que esta haya de sufrir como, haciendo un equivalente no creo que disparatado, sufren las mujeres de los toreros cada vez que han de enfrentarse al toro y no saben si entrarán en la casa para salir de ella con los pies por delante. Lo que está claro, desde la habitación donde el protagonista echa una cabezada antes de su combate, es que la pareja no anda muy sobrada de dineros, y que ella ya no soporta durante más tiempo las atrocidades de esos combates de los que sale como si de una guerra volviera malherido.

          La película sigue con cierta parsimonia la llegada del «campeón» a un vestuario cutrísimo, donde van y vienen las piltrafas humanas que salen con vida del espectáculo, a la espera de que le llegue el momento de subir al cuadrilátero. Las descripciones de ese submundo de los despojos del boxeo es tan impactante que a duras penas los golpes sobre la lona compiten con él. Con todo, y a pesar de la morosidad con que el director nos relata parte de esas vidas fallidas, teniendo siempre como punto de referencia la serenidad del viejo boxeador que lo mira y lo oye todo como una despedida sin lustre ni pompa alguna, el combate que le toca al protagonista, contra un joven ambicioso que quiere comerse el mundo, durará la eternidad de dieciocho minutos que dejan al espectador sin aliento y con la constatación de que Scorsese vio muchas veces esta película antes de lanzarse a rodar Toro salvaje, con un De Niro espléndido, pero por debajo de a creación inmortal que logra Robert Ryan en esta película única. Son dos películas en blanco y negro, pero de muy distinta factura; mientras que en la de Scorsese predomina un negro difuminado de tono grisáceo, como el de la mina de grafito, buscando cierta forma de irrealidad que suavizara las aristas de la violencia intrínseca de la película, el blanco y negro de Milton R. Krasner bebe en las fuentes el claroscuro muy marcado de o mejor del cine negro, sin descuidar la lejana influencia de los primeros planos del viejo cine mudo soviético, sobre todo en la descripción sociológica del público sediento de sangre y violencia que asiste a veladas como en la que tiene que participar el protagonista. De hecho, más crudo que los golpes que intercambian sin piedad ambos púgiles, es el retrato de todos esos seres inmisericordes a quienes les importa una higa la integridad física de los supuestos deportistas: ellos asisten para ver cómo una mano de hierro es capaz de desfigurar una cara e incluso de matar a un hombre que puede caer desplomado y sin vida a los pies de otro que celebrará, desde su rincón, la gesta. A mí, particularmente, esa «fauna» humana me recuerda la única velada de lucha libre a la que asistí en mi vida en el Price de Barcelona, a mis quince años de edad, y en la que encontré a los mismos energúmenos deseando lo mismo. En el Price todo era más cutre que en el Paradise City, y ha de considerarse que la lucha libre es una suerte de simulación, no un enfrentamiento que puede llegar a ser mortal, como vemos en la película. La dureza extrema del combate logra un crescendo que atrapa al espectador en una tensión que, en según quiénes, puede provocarles un malestar muy profundo y la necesidad consiguiente de apartar la vista de unas escenas rodadas con un excepcional grado de verismo, y en las que Robert Ryan sabe atraerse los ánimos del respetable cuando decide ignorar la recomendación de sus segundos para que se deje noquear por el rival, tal y como habían pactado. Lo que está claro es que cuando el puntito de orgullo del púgil malherido le insufla fuerzas suficientes para luchar de tú a tú y aun imponerse al barbilindo jovencito, los segundos ponen los clásicos «pies en polvorosa» y lo dejan no ya ganar solo y a solas, sino lo peor que le podría pasar al viejo campeón: ganarse la inquina del mafiosillo que ha invertido en el joven como quien lo hace en un caballo de carreras y pierde la primera competición en la que participa.

          Y tras la victoria comienza el desenlace de cine negro que tiene planos de auténtico maestro. De hecho, la algarabía rabiosa de los espectadores sanguinarios, aun siendo un fiel retrato del fanatismo, no puede competir con la sala vacía y sin salida en la que se ve el viejo púgil acorralado y a merced de una venganza inexorable.

          Pero eso ya han de verlo, o acaso ya lo hayan visto, como me pasa a mí, los espectadores a quienes me dirijo, porque esta revisitación de la película de Wise es de las que se hacen de tanto en tanto, porque, apenas visto el comienzo, ya es imposible detener la proyección y vamos a recrearnos en esa visión pesimista y triste, muy triste, de un mundo en decadencia que siempre ha sobrevivido, mejor o peor, a las modas. No hace poco se quejaban los elitistas lectores de ep de que se hubieran vuelto a escribir críticas de veladas de boxeo, cuando se trataba de un acuerdo revocado por el equipo de periodistas del diario, reclamando que no podían obviar lo que era realidad para las demás empresas.