viernes, 12 de septiembre de 2025

«Una quinta portuguesa», de Avelina Prat, o los usurpadores.

 

Miniatura psicológica sobre las azarosas segundas oportunidades vitales.

 

Título original:  Una quinta portuguesa

Año: 2025

Duración: 114 min.

País:  España

Dirección:Avelina Prat

Guion: Avelina Prat

Reparto: Manolo Solo; María de Medeiros; Branka Katic; Rita Cabaço; Xavi Mira; Bianca Kovacs; Rui Morisson; Luísa Cruz; Ivan Barnev.

Música: Vincent Barrière

Fotografía: Santiago Racaj.

 

          Primera película que veo de Avelina Prat y primera grata experiencia. Con la debida modestia de quien sabe que las historias han de tener profundas motivaciones e interpretes que las hagan suyas hasta perder el rastro afectado de la «interpretación», Avelina Prat ha construido unas historias, hasta cuatro cuento, en las que el fluir de la vida cotidiana se apodera de la pantalla y nos ocurre lo mejor que nos puede suceder al ver una película: que no estamos viendo una película, sino la vida misma en su discurrir lleno de azares y su caudal de sorpresas que nos imantan al quehacer de los seres vivos, y algunos dolientes, que se pasean por las secuencias con absoluta naturalidad y convicción.

          ¡Quién va a descubrir, a estas alturas, que Manolo Solo es uno de nuestros grandísimos actores! El recuerdo de su memorable aparición en Cerrar los ojos, de Erice, basta para no tener que reivindicar la excelencia de su trabajo. Junto a él, María de Medeiros da vida a una exiliada angoleña que hereda la finca de su abuela y en ella se instala, llevando una vida a medio camino entre la propietaria rural y la mujer de mundo que necesita desconectar y escaparse unos días a otras realidades, de las que suele volver más que algo achispada. La relación entre ambos seres silenciosos, apenas comunicativos, no tarda en constituirse en una potente línea narrativa de la historia.

          El inicio es sorprendente, porque a Fernando, un profesor universitario de Geografía, le abandona de repente su mujer, una serbia con quien se ha casado y que descubre, a los tres años, que, desubicada en la nueva sociedad y con su marido, prefiere volver a su país, sin dejar señal ni explicación alguna. Como la policía intuye una huida voluntaria, no traumática ni delictiva, le anuncia que no pueden hacer nada para iniciar un seguimiento, en ausencia de pruebas que indiquen una ausencia no deseada. Fernando, que sufre lo más parecido a un choque traumático, prefiere dejarlo todo e iniciar unas vacaciones por la costa portuguesa, fuera del periodo vacacional habitual, lo que lo lleva a estar hospedado en un hotel sin apenas compañía. Allí conoce a Manuel, un portugués que vivió en España desde muy niño, pero que prefiere trabajar en Portugal, como jardinero. Le comenta que ha sido contratado en el interior, para hacerse cargo de una quinta, con muy buenas condiciones. Mientras están tomando un café, porque llevan algunos días relacionándose, Manuel sufre un infarto y muere. Fernando decide usurpar su personalidad y presentarse en la finca como si fuera Manuel para hacer valer el contrato.

          En la finca lo reciben muy bien e inicia su nueva vida de jardinero, dejando atrás su pasado universitario y su fallido matrimonio. La cocinera y asistenta que cuida de la casa establece una buena relación con él y todo parece discurrir con insultante naturalidad, como si la impostura fuera indetectable; pero un buen día, así como de pasada, la dueña de la quinta, Amalia, le comenta que el verdadero Manuel hubiera hecho determinada acción propia de su oficio de otra manera. El respeto de Amalia por el pasado de Manuel solo se vuelve comparable al de él respecto del de Amalia, con quien, poco a poco, va creando un clima de intimidad entre semejantes, olvidando sus roles, llamémosles «de clase».

          Esa es una de las grandes virtudes de la película, la gradación pautadísima no solo de la aproximación entre el falso Manuel que acaba siendo el verdadero Manuel y la exiliada angoleña que fue recibida en su propia tierra con todas las suspicacias, sino también, posteriormente, entre Fernando y quien, haciéndose pasar por su mujer, se ha instalado en su casa de Madrid, algo que descubre cuando, avanzada su relación con Amalia, le propone comprar unos terrenos colindantes para volver a plantar almendros en la quinta. Quiere poner su casa de España en venta y, en ese momento, el vendedor inmobiliario le dice que tiene una inquilina que responde al nombre de su mujer. Ese giro de guion, porque Fernando cree que es su mujer quien ha vuelto a la casa de ambos, nos va a llevar a otra historia de impostura paralela a la suya, y en la que sabremos qué fue de su mujer, quién es la que se ha hecho pasar por ella y el desenlace curioso de semejante historia paralela.

          Llegados a ese momento, en que durante un buen rato olvidamos la quinta portuguesa para sumergirnos en la historia de una enfermera que conoció a la mujer de Fernando y, tras su muerte, decidió hacerse pasar por ella e instalarse en su piso, la película se nos aparece como un espejo con dos caras, porque el tacto y la discreción con que Fernando se relaciona con la Milena impostora nos va revelando una realidad que no le es desconocida, porque, de alguna manera, él la ha vivido en Portugal, aunque las diferencias son claras: él, en una quinta e un pequeño pueblo del interior; la falsa Milena en una ciudad populosa no identificada, aunque los exteriores se rodaron en Barcelona.

          El principal valor de la película es la creación de personajes, sean enigmáticos, como Amalia y Manuel/Fernando o transparentes como Milena/Olga, pero las motivaciones de todos ellos, sin olvidar a Rita y a su hijo, por supuesto, que convierten la quinta, para Manuel, en el momento de decidir qué hace con su vida, en «su casa», esto es, donde ha echado las raíces que lo atan con esa fuerza telúrica que tienen los espacios con los que nos asociamos voluntariamente con una pasión casi inexplicable. Está claro que el amor tiene muchas historias. Esta es una, muy delicada y hermosa.

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