jueves, 19 de mayo de 2016

Entre la antropología y la aventura existencial: “Orgullo de estirpe”, de John Frankenheimer.



Cine de estrellas frente al cine étnico: dos visiones de las sociedades tribales: “Orgullo de estirpe”, de John Frankenheimer o la mirada occidental sobre la idiosincrasia irania.

Título original: The Horsemen
Año: 1971
Duración: 109 min.
País: Estados Unidos
Director: John Frankenheimer
Guión: Dalton Trumbo (Novela: Joseph Kessel)
Música: Georges Delerue
Fotografía: Claude Renoir
Reparto: Omar Sharif, Jack Palance, Leigh Taylor-Young, David de Keyser, Peter Jeffrey, Mohammad Shamsi, George Murcell, Eric Pohlmann, Saeed Jaffrey.

Aunque esté bien buscado el título español que adapta el original, The horsemen, al motivo dinámico que subyace en la aventura del personaje, Uraz, hijo del mejor caballista afgano, Tursen, jefe de unas tribus afganas, a quien no puede superar, a pesar de disponer del mejor caballo que se ha visto en generaciones, no es menos cierto que haber titulado la película Los caballistas, por ejemplo, hubiera sido más apropiado, porque todo el metraje, al margen de la rivalidad entre padre e hijo, cuya falta de sintonía queda clara desde su primer encuentro, gira en torno a las actividades de esas personas cuya biografía se identifica, hasta la mitificación, por su habilidad sobre un caballo. A partir de una anécdota folclórica, competir en un ritual tradicional de carácter deportivo, el buzkashi, que consiste en que dos equipos se disputan la posesión de un carnero descabezado en un campo extenso sin ninguna regla, de lo que se sigue un enfrentamiento violento que puede acabar de forma sangrienta o, como en el caso del protagonista, con la pierna rota, aunque su equipo, al final, consiga la victoria. La filmación del “combate” es espectacular, y viene prefigurada, desde el comienzo de la película por la salvaje lucha entre dos camellos con apuestas de por medio. A lo largo de la película veremos otras dos peleas de animales con apuestas, entre pájaros alicortados y, finalmente, entre carneros. De algún modo, pues, la pelea entre caballistas por el cordero descabezado forma parte de la idiosincrasia afgana, en la que la ludopatía parece parte esencial, aunque se trate de una “constante” de muchas culturas. A partir del fracaso individual de Uraz y de su resistencia a los tratamientos modernos de la clínica de Kabul donde fue atendido -él se quita la escayola y se recubre la rotura del hueso con unas páginas del Corán que se hace atar a la pierna para curarse- se inicia la gran travesía a través de las escarpadas montañas afganas para regresar a su casa, para presentarse “ante el padre”, con la cosecha de la derrota y además minusválido, a través de la más difícil de las travesías. Convertida, pues, la película, en una suerte de road movie, el camino y las transformaciones de los personajes centrales a través de él se convierten en el eje de la película. Lo primero que sorprende de Orgullo de estirpe es la datación de la acción en los años finales de la década de los 60 del siglo pasado, porque el espectador, a partir de la vida de una aldea, cree que va a ver una película sobre la Edad Media, pongamos por caso, afgana, e incluso sobre una época anterior, pero en cuanto aparecen los primeros signos de civilización, el coche, por ejemplo, se produce una gran conmoción, por la alteración temporal que implica ese cambio temporal, que obliga a ver “de otro modo” la película, casi como una suerte de documental antropológico sobre unas costumbres y unas psicologías que no son ya “propiamente” contemporáneas nuestras. Hay una dureza implícita en la aventura de Uraz que Omar Shariff, espléndido en su papel de hijo acomplejado, pero respetuoso, consigue transmitir a la perfección al espectador, del mismo modo que Jack Palance, su padre, encarna a la perfección al patriarca y legendario chapandaz -que es como se llaman los caballistas que participan en el buzkashi-, cuyas habilidades se muestran en una suerte de espectacular entrenamiento de los chapandaz, cuando sube con el caballo al tejado de una choza y desde él defiende la posesión del animal muerto… La aventura a través de la montaña, a resultas de la cual pierde la pierna, se complica con la aparición de una mujer a quien el protagonista, a pesar de desearla, rechaza porque es una mujer “intocable”, impura, para los de su estirpe; una mujer que lo curará y que, despechada por su desprecio, intenta convencer al criado que lo acompaña, el cuidador del caballo que su padre puso a disposición de Uraz con la promesa de regalárselo si conquistaba el buzkashi, para asesinarlo y quedarse con el caballo, porque, a la vista del proceso de su enfermedad, el protagonista redacta, en una de las aldeas, una última voluntad mediante la que lega el caballo a su criado.  Escogí la película por su director, de quien he visto no pocas películas soberbias, extraordinarias, como The manchurian candidate o El tren, pero al ir apareciendo los títulos de crédito me encontré con la sorpresa de que el guionista era nada más ni nada menos que Dalton Trumbo, adaptando, por cierto la novela de un autor del que se han hecho otras películas tan excelentes como Belle de jour, La noche de los generales o El ejército de las sombras. Y, para redondearlo todo, la música de George Delerue, ¡nada menos! A pesar, sin embargo, de semejante elenco artístico, la película, descontando la magnificencia de los paisajes, las secuencias estremecedoras del buzkashi y la excelente interpretación, aunque algo monocorde de Shariff, no acaba de cuajar en la gran película que podría haber sido. Se ve con interés, ciertamente, y sorprende, sobre todas las cosas, el choque entre los valores ancestrales de los personajes y su contemporaneidad con el final de la década prodigiosa en Occidente. Dejo de lado, obviamente, las tremendas escenas de maltratato animal que en algunos países incluso impedirían que la película fuese exhibida. En fin, una rareza absoluta que, sin embargo, merece una visión propiamente de cinéfilo, si bien es cierto que ese exotismo puede atraer a los amantes del cine étnico, por supuesto. En ese sentido, la película tiene una puesta en escena que no desmerece en absoluto de esa perspectiva antropológica.

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