miércoles, 29 de noviembre de 2017

La lucha por la supervivencia, un drama que hiela la sangre en las venas: “Sister”, de Ursula Meier


Drama psicológico y drama social: L’enfant d’en haut o el margen indefenso de la sociedad del bienestar.

Título original: L'enfant d'en haut (Sister)
Año: 2012
Duración: 97 min.
País: Suiza
Dirección: Ursula Meier
Guion: Ursula Meier
Música: John Parish
Fotografía: Agnès Godard
Reparto: Kacey Mottet Klein,  Léa Seydoux,  Martin Compston,  Gillian Anderson, Jean-François Stévenin.


Reconozco que no me asustan las tragedias en el cine y que una buena dosis de congoja le reconecta a uno con lo que de más humano tiene. Ahora bien, esta película de Ursula Meier es un punto y aparte, la verdad. Empieza con una relato desconcertante, el de un niño que sube a las pistas de esquiar, a cuyo pie vive en un apartamento cochambroso con su hermana, para robar todo tipo de productos de nieve: esquíes, gafas, guantes, cascos, etc. que luego revende para sacar con qué comer, aunque, ya puesto, también roba comida de las mochilas de los esquiadores para alimentar a su hermana, quien ya trabaja, ya está en el paro, y quien tiene relaciones con hombres diversos que no siempre la tratan bien, a juzgar por los moratones. Nada se nos dice de las circunstancias familiares de esos dos seres perdidos en esa estación de esquí, y lo único que sabemos es que no se llevan precisamente bien, a pesar de que el niño hace todo lo posible por que su hermana no sufra privaciones e incluso le compra unos vaqueros nuevos con el importe de unos esquíes vendidos. Aunque el apartamento es también almacén de sus robos, el chiquillo tiene una guarida allí arriba, en los bajos de un restaurante lleno de trabajadores extranjeros que “hacen” la temporada de la nieve, hasta que se acaba y se van con los bártulos a otra parte. A través de la relación con uno de los pinches, a quien le coloca material robado para que éste se saque, a su vez, unos dineros extra, la película va alternando la “jornada laboral” del chiquillo con la relación fraternal, siempre llena de tensiones nunca explicitadas, la naturaleza de las cuales me está prohibido ni siquiera insinuar. Si se mira desde el punto de vista del emprendimiento, aunque sea delictivo, el chiquillo es un prodigio de ingenio e iniciativa, aunque alguna vez lo pesquen en plena faena y reciba un buen escarmiento que él mira frente al espejo como las heridas de guerra de que se ufanan los soldados o los toreros. La soledad afectiva del niño, la distancia glacial de la hermana, las degradadas condiciones de su vida en común y el inexplicable absentismo escolar del muchacho nos plantean una situación difícil de aceptar a primera lectura, pero, insisto, estamos hablando de dos seres que viven en los márgenes de la sociedad del bienestar, aunque el protagonista se pasee a diario por las pistas en compañía de los afortunados que se permiten esas salidas a la nieve. El paisaje invernal que al final de la película, acabada ya la temporada, se deshace, cambiando la montaña de aspecto sin la nieve, constituye un espacio en cierto modo romántico en el que el protagonista vive su aventura individual sin ninguna queja, sin ningún reproche, sin petición ninguna de explicaciones, y con plena confianza en sus propios recursos para salir adelante, por más que, en buena lógica, cueste creer a qué puede dedicarse entre temporada y temporada de nieve. Sí, la hermana trabaja, pero constantemente insinúa al hermano que ha de buscarse la vida por su cuenta y dejarla vivir su vida, porque lleva los amantes a la casa de ambos, ¡qué detalle el de la criatura partiendo el filtro de dos cigarrillos para ponérselos como tapones de los oídos! Se trata, en definitiva de una película con secreto incluido y me está vedado revelarlo. La dirección de Ursula Meier, con exquisita delicadeza, subraya la necesidad de contacto físico, con la hermana, de sentirse querido por ella, aunque esa tristísima situación de indiferencia por parte de ella no le afecta, o no parece afectarle hasta que… Tupido velo. El título original, en francés, es el que más sentido tiene. Las interpretaciones de ambos, la de Léa Seydoux -fantástica en La vida de Adele, de Abdellatif Kechiche- y la de Kacey Mottet Klein son perfectas, un duelo de tú a tú en el que es difícil escoger ganador o ganadora. Darle la vida que le dan a esa relación tan tortuosa y llena de episodios que van de la humillación a la piedad no era fácil, pero, una vez entrados en la película, sobre todo a partir de la aparición de ese giro argumental, la película crece y crece y sigue creciendo hasta un final propiamente deslumbrante, aunque a esas alturas nos pilla con el corazón hecho añicos…
P.S. Como tengo la bendita suerte de tener una memoria compartida, durante el desayuno, mi Conjunta ha sacado a relucir, cuando le he dicho que ya había colgado esta crítica,  la película de los hermanos Dardenne, El niño de la bicicleta, que vimos hace unos días en la televisión y que, en cierto modo, tiene muchos puntos de contacto con la presente, aunque la dureza de esta no es la esperanza sólida de la de aquella, sin duda. En la información sobre la directora había leído que estaba influida por los Dardenne, pero ni siquiera recordaba que era de ellos El niño de la bicicleta. En cualquier caso, quede aquí señalada esa relación indudable.

Una sólida tragedia en un marco excepcional: “El lobo de la Sila”, de Duilio Colett



La historia de una venganza calculada y la insospechada intromisión del amor: El lobo de la Sila o los ajustes de cuentas en la Calabria rural: Están clavadas dos cruces…

Título original: Il lupo della Sila
Año: 1949
Duración: 95 min.
País: Italia
Dirección: Duilio Coletti
Guion: Mario Monicelli, Giuseppe Gironda, Carlo Musso, Ivo Perilli, Steno, Vincenzo Talarico
Música: Enzo Masetti, Osvaldo Minervini
Fotografía: Aldo Tonti
Reparto: Silvana Mangano,  Amedeo Nazzari,  Vittorio Gassman,  Jacques Sernas,  Luisa Rossi, Olga Solbelli,  Dante Maggio,  Michele Capezzuoli,  Laura Cortese,  Attilio Dottesio.


Vaya por delante que esta película más que un drama rural debe considerarse una tragedia, y de las buenas. Con un preámbulo en el que se cuenta la historia de dos amantes que han de verse a escondidas porque el hermano de ella impediría la relación, dada la diferencia social entre ambas familias, ocurre que durante uno de sus encuentros matan a un hombre. La policía detiene al amante, Vittorio Gasman, en un papel brevísimo, pero siempre tan convincente, y, como no tiene coartada y la munición es la misma que la de su escopeta, le acusan del homicidio. La madre va a casa de Rocco Barra, el hermano de la novia de su hijo y le pide que ella confiese que han estado juntos, pero Rocco la echa con cajas destempladas y reprochándole que quiera ensuciar el buen nombre de la familia, a pesar de que su hermana, Orsola, está dispuesta a hacerlo. Pietro se escapa y vuelve a su casa, adonde es seguido por la policía, con la que intercambia un tiroteo La madre dice que se entregará  y el hijo sale, pero vuelve a disparar y es abatido por los carabinieri. La madre, ante la muerte de su hija cae fulminada y queda sola en el mundo la hija menor, Rosaria, Silvana Mangano. Pasan más de diez años y un día que Rocco pasea por el monte nevado con su perro Lupo este descubre el cuerpo de una joven tirado en la nieve. Rocco la lleva a su casa, la reanima y la instala en ella. Es espectacular el choque visual que supone el tiempo que ha pasado por la hermana, jovencísima cuando el incidente del encuentro amoroso, y ahora una mujer hecha a su infelicidad como un destino aciago que ha de soportar. La joven se instala en la casa, pues iba de camino a servir en otra, pero como están con la matanza, se ofrece para quedarse pues le da igual servir en una que en otra. Como son las fiestas del pueblo, vuelve a casa el hijo de Rocco, un joven que, desde el primer momento, siente un atracción inmediata por la joven criada, aunque el padre se le adelanta y durante la competición de tala de árboles, anuncia que se va a casar con ella. Debería haber empezado por ahí, pero me lié con la trama y dejé de lado indicar que toda la acción transcurre en la Sila, un espacio privilegiado de Calabria, hoy en día un parque natural. Aldo Tonti, que fue director de fotografía de directores como Rossellini, Europa ’51 o Visconti, Ossessione, realiza un trabajo extraordinario para sacarle a esos exteriores una presencia que parece fusionar la tragedia con la naturaleza, como si emergieran de esas montañas, de los lagos y de sus bosques las pasiones que se enfrentan descarnadamente en la película. La joven no tarda en ceder a los requerimientos del hijo de Rocco, lo que complica la situación de tal manera que se hace imposible seguir engañando al padre y ambos jóvenes deciden huir. La joven lleva a su joven enamorado a la cabaña, ahora en ruinas, cerca de lago, donde vivió con su madre y su hermano, y ante cuya entrada están las dos cruces que marcan donde están enterrados. El joven no entiende qué hacen allí, en vez de seguir hacia el tren, y menos aún que hayan encendido fuego, porque si el hermano sale en su búsqueda, como en efecto lo hace, a caballo y con el perro, sabrá enseguida dónde se hallan, que es, en efecto, lo que la joven, que, como se habrá adivinado desde el comienzo no es otra que Rosaria, desea, porque a través de la seducción de ambos, y de su ulterior enfrentamiento, Rosaria está cumpliendo la venganza para la que ha vivido toda su vida. Las secuencias finales en las orillas del lago con unos árboles secos ocupándolas, como si fueran esqueletos de ballena, son de un lirismo y un dramatismo muy conseguido. La persecución a través del terreno arenoso y los árboles se quedan en la memoria, del mismo modo que la aparición de la hermana Orsola, escopeta en mano, dispuesta a disparar a su hermano cuando este, habiéndose ya enterado de que la joven es Rosaria, está a su vez dispuesto a matarla, aunque su hijo se pone delante de ella para parar el disparo. Como se aprecia, hay un juego de rencores y rivalidades que tienen un último acto de contrición del hermano, quien muere con la convicción de que merece morir por el daño causado. Que sea a manos de su hermana forma parte de esa justicia poética propia de las tragedias bien resueltas. Igual que me pasó con El molino del Po, de Alberto Lattuada, aunque allí las cuestiones de lucha obrera tenían un peso que en esta no aparecen, la simbiosis de drama y espacio nos entrega una película que se ve con sumo placer. Estando Silvana Mangana por medio, es una garantía, pero Amedeo Nazzari encarna con total convicción un gran propietario cruel y déspota que solo entiende el mundo desde las órdenes que él da. Finalmente, como ya he comentado en alguna otra ocasión, como en El molino del Po o Los camaradas, no deja de sorprenderme la facilidad de los italianos pata trabajar los guiones en equipo y, a veces, en equipos numerosos. Entre los guionistas de la presente está Monicelli, por ejemplo,  con obra propia tan sólida.

martes, 28 de noviembre de 2017

La libertad sobre todas las cosas: “Pajaritos y pajarracos”, de Pier Paolo Passolini


Una comedia política con aires de Chaucer: Pajaritos y pajarracos o la estilización del absurdo en clave de cine cómico usamericano. 

Título original: Uccellacci e uccellini
Año: 1966
Duración: 87 min.
País: Italia
Dirección: Pier Paolo Pasolini
Guion: Pier Paolo Pasolini
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Tonino Delli Colli (B&W)
Reparto: Ninetto Davoli,  Totò,  Femi Benussi,  Rossana Di Rocco,  Renato Capogna, Vittorio Vittori,  Giovanni Tarallo,  Umberto Bevilacqua,  Renato Montalbano, Alfredo Leggi.


La primera reflexión que me produce esta película de Passolini tiene que ver con la dificultad inmensa que alguien que quisiera hacer algo parecido tendría hoy para poder financiarlo, en primer lugar, y, en segundo, para encontrar un público que permitiera subsistir a la película siquiera una semana en la cartelera. Passolini, porque de recuperar la inversión ni hablemos, claro. Qué suerte que en la década de los 60, la década prodigiosa, dicen, se pudieran hacer películas como esta. Pajaritos y pajarracos es, a su manera, una road movie, al estilo de las obras del absurdo de Godot. Un padre y su hijo van a pedir un aplazamiento del pago del arrendamiento de sus tierras al amo , y, a lo largo del camino, vivirán unas situaciones de muy diversa naturaleza que van desde el episodio en que se hacen frailes franciscanos con el encargo del santo de convertir a los cuervos y a los gorriones, que daba, en sí, para una película excelente, por cierto, o el encuentro con el cuervo que habla y que dice ser “la ideología”, hasta la asistencia al entierro de Palmiro Togliatti que viene a significar el fin del comunismo en Italia, o poco menos. La película, que se abre con unos títulos de crédito “cantados”, muy graciosos, no sería la misma sin la participación de Totò y uno de los actores fetiche de Passolini: Ninetto Davoli. Totò, con una caracterización próxima a la de Buster Keaton, nos ofrece un recital interpretativo que solo por él ya merece la pena ver la película. Sí, es cierto que Totò, por su mímica, más parece actor del cine mudo que del cine hablado, pero en esta película cada una de sus muecas está perfectamente incardinada en la situación por la que pasan padre e hijo. Y sí, también hay gags orales de primera magnitud. La parte “franciscana” tiene un lirismo extraordinario que contrasta con ciertas manifestaciones populares festivas con las que acaban luchando para poder cumplir las órdenes del santo. La puesta en escena, todo exteriores, tanto del tramo “franciscano” como de ese camino sin destino alguno, o aparentemente sin él, en compañía del cuervo parlanchín, está perfectamente escogida, y no solo, como decía, estiliza la narración con encuadres de mucha calidad, sino que también permite añadir a la narración esa naturaleza absurda que invita a seguir con interés el destino de los dos personajes. Tiene uno la sensación de que la película se haya rodado sin guion previo, a juzgar por los constantes cambios de la situación de los personajes, pegados, literalmente, al firme del camino, en una jornada infinita con un final sorprendente, no tanto por el gracioso despiste de ambos para ir a retozar con una prostituta de carretera, cuanto por el destino del cuervo parlanchín. Bien mirado, algo hay, también, del tramp chapliniano. Son muchas y muy diversas las reflexiones que se van haciendo en la película, sobre todo las políticas por parte del cuervo, la “ideología”, en un supremo arte irónico de un autor cercano siempre al comunismo, pero mucho más a las manifestaciones vitales del pueblo, como se comprueba en los episodios de la película. Es difícil establecer cuál sea el mensaje que nos ha querido transmitir el autor, pero hay un mucho de la picaresca de la supervivencia que se impone a la ideología. Padre e hijo son tan místicos como miserables, tan impulsivos como astutos, y algo querrá decir el hecho de que estén indefinidamente pegados al camino, la más vieja de las metáforas de la vida.

La arriesgada no ópera prima de Jean Renoir y su primer éxito de público: “Una vida sin alegría” y “Escurrir el bulto”.


Un melodrama con fuerte crítica social y una comedia militar en clave de farsa, muy al estilo del soldado Schwejk, de Jaroslav Hasek.

Título original:
Catherine ou une vie sans joie.
Año: 1924
Duración: 82 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir,  Albert Dieudonné
Guion: Jean Renoir
Música: Película muda
Fotografía: Jean Bachelet (B&W)
Reparto: Catherine Hessling,  Louis Gauthier,  Eugénie Nau,  Albert Dieudonné, Pierre Lestringue,  Pierre Champagne,  Jean Renoir.


Título original: Tire-au-flanc
Año: 1928
Duración: 81 min.
País: Francia
Dirección: Jean Renoir
Guion: Jean Renoir, Claude Heymann (Obra: André Mouézy-Eon, André Sylvane)
Música: Película muda
Fotografía: Jean Bachelet (B&W)
Reparto: Michel Simon,  Georges Pomiès,  Jeanne Helbling,  Félix Oudart,  Jean Storm, Fridette Fatton.

Magnífico programa doble de Renoir que nos permite ver los muchos riesgos que asume el joven director en su debut y el giro hacia la comedia crítica, en este caso contra el Ejército, que acabará constituyendo algo así como una seña de identidad de su producción fílmica. Lo primero que ha de precisarse es que Una vida sin alegría ha de considerarse más una película de Albert Dieudonné que propiamente de Renoir, quien la produjo, eso sí, y realizó labores de asistente de dirección. La autoría exacta, pues, de Renoir en la película no me ha sido posible establecerla, aunque las Historias del cine la adjudican a Renoir “en colaboración con” Dieudonné. Este, actor, director y escritor, lo recordarán todos los espectadores por haber sido el Napoleón de Abel Gance, una de las grandes películas de la Historia del cine. A título anecdótico, y como le pasó a Johnny Weismuller con Tarzán, también Dieudonné acabó creyéndose la encarnación del militar corso. Catherine  una vida sin alegría, según el título original es un melodrama interpretado por la mujer de Renoir, modelo de su padre, por cierto, que adoptó el pseudónimo de Catherine Hessling. No es un prodigio de actriz y eso lastra, en parte, la película, pero la denuncia de la hipocresía y de la severa moral pacata de la época queda bien patente en la aventura de esta criada, sin excesivas luces, que tiene, sin embargo, la suerte de tener un empleador caritativo, el alcalde, quien, contra la opinión de su mujer, que quiere deshacerse de ella, se apiada y la manda a trabajar a casa de su hermana, donde cuida de un sobrino que no tarda en morir, Dieudonné, lo cual lleva aparejada la expulsión de la joven de la casa, para acabar poco después en los bajos fondos de la ciudad de Niza, expuesta a la explotación de los chulos, hasta que decide poner tierra de por medio y volver a su ciudad. El alcalde, entonces, la recoge y la emplea. Como estamos en época electoral, hay un movimiento integrista que afea al alcalde la escabrosa situación que vive teniendo a esa mujer joven en su casa, separado ya de su mujer. Las secuencias de la pugna electoral sirven para introducir una cierta relajación casi humorística, porque el mitin en el que se presenta su rival, un pobre hombre escogido únicamente como hombre de paja para servir de ariete contra la imagen disoluta del alcalde. La vida de una pequeña localidad, con sus instituciones conservadoras, el ropero, el qué dirán, los prejuicios, etc. está perfectamente descrita en la película, y el desamparo de la joven, muy al estilo de las películas de Chaplin, si no llega a conmover, sí que se contempla como un motor dramático eficaz.

Escurrir el bulto es una farsa grotesca en la que el joven poeta de una casa es llamado a filas, junto con el criado, el siempre extraordinario Michele Simon, con quien Renoir trabajó en Boudu salvado de las aguas, una película “gamberra” que no está lejos de la presente. El Ejército descrito en la película, aun habiendo sido el ganador de la I Guerra Mundial, no deja de ser una institución anacrónica y escasamente profesional. La vida de los reclutas, pues en ella se centra la película, va a dar pie a un sinfín de situaciones a cual más estrafalaria y casi surrealista, con un humor incisivo que no dejará títere con cabeza. Bien puede decirse que pertenece al género de las screwball comedies, a juzgar por el desarrollo aceleradísimo que no decae en ningún momento. La película parece un homenaje a Armas al hombro, de Chaplin, pero aquí se mezclan varias historias amorosas que redondean la trama y dan pie a escenas muy conseguidas, como el arresto en el calabozo del poeta, del que saldrá un “hombre nuevo” dispuesto a no dejarse atropellar por los compañeros. La última parte, un festival en el que actúan los soldados, es algo así como la traca final divertidísima y alocada. Si bien todos los actores rayan a gran altura, con una eficacia cómica excepcional, quisiera destacar a Paul Velsa, quien hace de cabo responsable del barracón de reclutas en los que se centra la historia. Se trata de la séptima película de Renoir y bien puede decirse que el director domina perfectamente todos los recursos fílmicos, sobre todo porque la narración fluye de una manera muy efectiva, aunque la historia se articula en torno a ciertos gags más o menos extensos, como el fantástico de la marcha de los reclutas con las máscaras de gas, por ejemplo. El director resuelve muy bien las historias de los amores cruzados y ello le permite, al margen del enloquecimiento de la trama, construir una película redonda, en la que no queda cabo sin atar. La vitalidad expansiva que destilan los personajes y las situaciones acaba siendo contagiosa, y de ahí la complacencia con que el espectador sigue la acción y la satisfacción con que asiste a un final que confirma el buen sabor de boca con que ha seguido el resto de la película.

domingo, 26 de noviembre de 2017

La vida filmada, el cine realizado: “El divorcio de Viviane Amsalem”, de Ronit y Shlomi Elkabetz.


El minimalismo formal y el desbordamiento pasional: El divorcio de Viviane Amsalem o los entresijos de una sociedad, la israelí, a medio camino entre la democracia y la teocracia.

Título original: Gett, the Trial of Viviane Amsalem
Año: 2014
Duración: 115 min.
País: Israel
Dirección: Ronit Elkabetz,  Shlomi Elkabetz
Guion: Ronit Elkabetz, Shlomi Elkabetz
Fotografía: Jeanne Lapoirie
Reparto: Ronit Elkabetz,  Simon Abkarian,  Menashe Noy,  Gabi Amrani,  Dalia Beger, Roberto Pollack,  Shmil Ben Ari,  Abraham Celektar,  Rami Danon,  Sasson Gabai, Eli Gornstein,  Evelin Hagoel,  Albert Iluz,  Keren Mor,  David Ohayon.


Quiere Azar, que gobierna mis pasos fílmicos con caprichoso rigor, que en menos de cinco días haya visto dos películas israelíes, y ambas magníficas. En esta ocasión, la presente, dirigida y escrita por los hermanos Elkabetz e interpretada por Ronit con un dominio de la interpretación que borra las fronteras de la representación para ofrecernos algo así como el famoso “tranche de vie” del naturalismo, y con mayor propiedad si nos atenemos a que se trata, al parecer, de dos judíos de origen francés, o de un país de habla francesa, que mezclan a partes iguales el francés y el hebreo en la película. La historia es sencilla: se narra la peripecia judicial que ha de seguir una mujer israelí para conseguir un divorcio que, según las leyes israelíes, solo le puede conceder el marido, por más que la pareja haya interrumpido la convivencia y estén divorciados “de hecho”. El derecho, pues, reserva al marido la concesión unilateral del divorcio, sin la cual la mujer seguirá estando atada a él legalmente. Sin salir de la sala judicial, salvo en algunos momentos en  que se muestra a los personajes en el vestíbulo de espera, la película abarca un periodo de cinco años de litigio judicial ante un tribunal que se desespera de que llegue ante su instancia un litigio sin posibilidad de solución, porque el marido no da su brazo a torcer y, a pesar de que son contundentes las pruebas que a lo largo de las sesiones demuestran la incompatibilidad de ambos para la vida en común, los jueces, rabinos, no se atreven a “forzar” al marido para que este conceda el divorcio. El desarrollo de la historia permite, a través de los testigos que declaran en el proceso, reconstruir la accidentada vida familiar de los Amsalem, un matrimo nio roto propiamente desde que se produjo la boda, una boda que jamás debería de haber tenido lugar. A pesar de que estamos ante un tragedia en toda regla, la de una mujer que quiere conquistar su libertad, para saberse independiente de un hombre que la ha despreciado siempre, buena parte de la cinta adopta un tono de comedia de costumbres que permite al espectador sentirse muy próximo de lo que ocurre en pantalla, porque hay un tono mediterráneo, muy latino, en los comportamientos de los personajes que recuerdan infinidad de películas italianas y españolas con comportamientos similares. Es evidente que la comedia costumbrista que tan buenos ratos hace pasar al espectador, sobre todo por la actuación de los abogados defensores, un futuro rabino, hermano del marido y un abogado poco religioso, para los estándares de la sociedad y del propio tribunal, no logra eclipsar el fondo trágico de la ausencia de libertad individual de la mujer para decidir libremente su destino en la sociedad israelí. Las actuaciones tienen un altísimo nivel y en las deposiciones judiciales es toda una sociedad la que se retrata, no solo unos personajes concretos, la propia Viviane y su marido, los primeros. Parte esencial de la trama son, también, los tres rabinos que han de juzgar a los esposos irreconciliables y que asisten al desmoronamiento de la institución familiar que tiene para ellos tintes de sagrada. A lo largo de los cinco años en que se desarrolla la acción se establece entre todas las partes litigantes y juzgadoras un nexo humano que aflora en muchos de sus comportamientos. La película, a pesar de la rigurosa limitación espacial que sufre, está planteada de tal manera que tiene un ritmo mucho más vivo que muchas otras que cambian constantemente de escenarios. Y al final, claro está, lo importante es la relación entre dos seres humanos que han hecho de la incomunicación y el desprecio el modo seguro para impedir la normal manifestación del amor que, a destiempo, pero genuinamente, ambos dicen sentir o haber sentido. No se trata de un dramón con violencia física de por medio, sino de una frialdad glacial que los ha separado radicalmente, sin que él se avenga a aceptarlo y a dejar que su mujer haga su propia vida. Incluso, para los estándares de aquella sociedad tan religiosa, la pareja pasa por tener comportamientos muy liberales, pero, llegado el momento de avenirse a un acuerdo que ponga fin a su convivencia, él se encastilla en su “derecho” y convierte en un vía crucis la separación, aunque incluso haya de ir a la cárcel por su obstrucción a la justicia, al no querer acudir al llamamiento judicial. Para cualquier espectador español será una sorpresa mayúscula lo que verá en la película, y le permitirá comprobar que nuestra carta de libertades y derechos no es algo que se pueda menospreciar ni subestimar. 

sábado, 25 de noviembre de 2017

El teatro de las maravillas técnicas: “La soga”, de Alfred Hitchcock


Un despliegue de ingenio para el reto eterno del crimen perfecto: La soga o la debilidad moral de la soberbia criminal.


Título original: Rope
Año: 1948
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Alfred Hitchcock
Guion: Arthur Laurents, Hume Cronyn
Música: Leo F. Forbstein
Fotografía: Joseph Valentine, William V. Skall
Reparto: James Stewart,  John Dall,  Farley Granger,  Cedric Hardwicke,  Joan Chandler, Douglas Dick,  Constance Collier,  Dick Hogan.


Ignorante de los códigos creativos del lenguaje cinematográfico la primera vez que vi La soga, se me antojó la película una especie de interesante teatro hablado y, aun admitiendo el éxito del suspense sobre si serían capaces de descubrir el asesinato o no, la película ni de lejos me pareció a la altura de las “grandes” del maestro, algo parecido a lo que me ocurrió cuando vi Topaz, por ejemplo. El otro día apareció en el estante de Tallers 79 y no me pude resistir a revisitarla, convencido como estaba de que en esa película había bastante más cine en estado puro que mero teatro filmado.  Hasta los espectadores más zotes están al cabo de la calle del famoso intento de rodar toda la película en un único plano-secuencia, lo que indica no solo una osadía narrativa de primera magnitud, sino también  un intento de marcar distancias con el teatro filmado mediante una sola cámara frontal. Reconozco que  se me fue la atención en busca del famoso “corte” que rompiera el plano-secuencia, y a fe que los travelines de la cámara siguiendo a los personajes a través de las diferentes estancias del apartamento, toda ellas conectadas visualmente en un amplio grado, me arrancaban algunos ¡huy! defraudados. No hubo de pasar mucho tiempo para que advirtiera algo “raro” en algunos planos que, sin venir a cuento, se centraban en la espalda de algún personaje que más parecía interponerse entre la cámara y la escena, como por descuido, que propiamente ser una opción de encuadre del director. Más tarde, leyendo sobre los alardes técnicos de la película, he descubierto que  los rollos de película que admitía la cámara en technicolor empleada para la filmación no iban más allá de los diez o doce minutos de duración, y de ahí ese artificio del encuadre de la espalda para poder “superar” el corte del plano-secuencia. Un rollo se acababa en la espalda de un personaje y el siguiente se iniciaba sobre la misma espalda. Más interés he prestado al ciclorama que representa la ciudad de Nueva York, un prodigio de artesanía que incluye no solo las luces que van modulando el paso de las horas en el exhibicionista camino hacia el final de la noche, sin o también una coreografía de las nubes abigarradas que colabora también a crear esa sensación de realismo extraño que, con el humo y las luces, hace dudar al espectador de si está delante de un trampantojo o no. La soga pertenece a un subgénero del misterio, el de los asesinatos perfectos, al que él mismo volvería con otro prodigio técnico, Crimen perfecto, (Dial M for Murder), a mi modo de ver bastante superior a La soga. La petulancia de dos  jóvenes homosexuales ricos que, desde el ático neoyorquino donde organizan un party de despedida, antes de salir de tourné -uno de ellos es un músico  famoso-, consideran que hay seres superiores y seres inferiores, y que los primeros incluso tienen el derecho de exterminar a los segundos, articula el desarrollo de la trama, toda la cual gira en torno a la presencia del cadáver de un amigo, al que han asesinado gratuitamente, en el interior de un arcón que preside como improvisada mesa del buffet la reducida fiesta, a la que asisten el padre del asesinado, la novia y un profesor suyo, James Stewart, amén del antiguo novio de la novia del asesinado. Las interpretaciones, como ocurre en todas las películas del maestro, brillan a altísimo nivel, y no falta el personaje cómico, en este caso la asistenta, que, sin desviar la atención de la tensión que se está viviendo permanentemente en escena, la relaja lo suficiente como para no angustiar al espectador con la angustia de los personajes, hacia los que logra Hitchcock derivar incluso cierta compasión de los espectadores, porque, uno de los dos, el más débil de ambos, propiamente no puede soportarla, la tensión, y está siempre en un tris de acabar revelando el horror de su acto, tan lleno de frivolidad como de soberbia. De hecho, hay una película de Richard Fleisher, Impulso criminal, con una actuación estelar de Orson Welles, que trata la misma situación, con idéntica relación de los componentes de la pareja criminal, y que, a mí, me gustó mucho más que esta de Hitchcock, aunque la de Fleisher es, por supuesto, bastante más convencional, y en ningún momento se plantea los retos técnicos que se planteó el maestro inglés. Lo relevante, en este segundo visionado, son los importantes alicientes que tiene la película al margen del núcleo de la trama, es decir, que se descubra, como así sucede, que el amigo que no acaba nunca de llegar, que llegó demasiado pronto, para su mal. El retrato de los personajes, los marcados contrastes entre ellos y el extraño aire de funeral, más que de party festivo, que tiene la reunión, consiguen crear un extraño ambiente de experimento psicológico, más que de reunión de amigos, y ahí sí que los discursos sobre el más allá del bien y la moral de esclavos y señores adquiere todo su sentido. Anécdota: gracias a la lectura, que no a mi propia visión, he tenido que descubrir que el cameo habitual del director se realiza, en esta, en forma de perfil de neón brillante… Nunca deja de sorprendernos, Hitchcock.



viernes, 24 de noviembre de 2017

Blanche en Venecia: “Summertime”, de David Lean.



Breve encuentro en Venecia de una soñadora y un realista: Summertime o la doble belleza de Venecia y el amor.

Título original: Summertime
Año:1955
Duración: 100 min.
País: Reino Unido
Dirección: David Lean
Guion: David Lean, H. E. Bates (Novela: Arthur Laurents)
Música: Alessandro Cicognini
Fotografía: Jack Hildyard
Reparto: Katharine Hepburn,  Rossano Brazzi,  Darren McGavin,  Jane Rose,  Mari Aldon, MacDonald Parke,  Jeremy Spenser,  Isa Miranda,  Gaetano Autiero,  Virginia Simeon.


¡Qué injusticia le hace a la película la trivial traducción española, Locuras de verano, al original de la obra en que se basa la película, El tiempo del cuco, no respetado en la versión cinematográfica, que se estrenó como Summertime. Tres películas recuerdo ahora que tengan que ver con el cuco: Alguien voló sobre el nido del cuco, de Milos Forman, El cuco estéril, de Alan J. Pakula y la presente que no llegó a llevarlo al título. Ha de recordarse, pues, que cuco, en argot usamericano significa “excéntrico”, sin que pueda hablarse de que esa excentricidad llegue literalmente a locura. Jane Hudson, interpretada por Katharine Hepburn con una fidelidad extraordinaria al “tipo” que representa, la romántica solterona usamericana, enamorada de la “vieja Europa” y sus lugares emblemáticos, en este caso de Venecia, y que aspira a realizar durante su viaje su ideal romántico, de modo que pueda volver con un recuerdo imborrable que la acompañe hasta el fin de sus días. Hablamos de una mujer madura dispuesta a vivir su aventura veneciana con una pasión que llegue hasta la más insignificante de sus acciones, por más que, nada más llegar, se sienta sola y desplazada. Poco a poco, sin embargo, sobre todo a partir del primer contacto con un galán italiano en la Plaza de San Marcos, que se consolidará al visitar, sin saberlo, la tienda de antigüedades que regenta, se producirá la lógica evolución del cortejo en estos casos en que la historia se ciñe al tópico más gastado del mundo. La valentía de David Lean, en cuyo haber figura, antes de esta aventura, una película que es considerada una obra maestra, Breve encuentro, consistió en atreverse a rodar una película en la que había de lograr que el personaje complejo, frágil, quebradizo, ingenuo y enamoradizo que interpretaba la Hepburn no se asomara al ridículo, en vez de al drama latente que recorre casi toda la película. Se trata de una mujer madura que, sin embargo, “ha de madurar” a través de esa relación con un “latin lover” que, por suerte, escapa al tipo clásico: se trata de un hombre casado -lo que provoca una crisis en la inusual pareja- que en realidad está separado, con hijos, que no es guapo, ni con labia ni nada de lo que ella hubiera esperado, pero sí un hombre con unas necesidades exactamente iguales que las de la mujer en crisis que tiene ante él. El diálogo en clave metafórica sobre comerse los raviolis que se les ofrecen, provocó un conato de censura en Usamérica, por cierto. En cualquier caso, el otro personaje del drama, un personaje pasivo, pero omnipresente, es la ciudad de Venecia, una de las cimas  mundiales del turismo de masas. Cabe decir que, después del estreno de la película, y por efecto directo, Venecia dobló, ¡como si lo necesitara!, el número de turistas. La ciudad no es un marco, sino una experiencia, de ella, de la turista usamericana que la asocia al romanticismo que impulsa su búsqueda desesperada de la materialización del mismo, por más que le asuste abandonarse a él con todas las consecuencias. No creo que Lean haya fotografiado jamás una ciudad como lo hizo con Venecia -ciudad de la que, desde esa película, se enamoró y en la que residía algunos meses cada año-, pero, en esta ocasión, va más allá de los meros “exteriores”, porque en Summertime Venecia se convierte en los “interiores” de la protagonista y todas las tomas de la ciudad casi podrían ser consideras como un uso de la cámara subjetiva, porque es un leit motiv a lo largo de la película el hecho de que la protagonista se fije en la ciudad con una intensidad feroz y vampírica, como si quisiera, de hecho, extraer todo ese cúmulo ingente de belleza y atesorarlo para cuando llegue el momento del adiós, porque “madurar” significa, duela lo que duela, saber que está en Venecia “de paso”, que el suyo ha sido el canto del cuco de una primavera de la felicidad como nunca antes la había conocido. El festival de belleza veneciano es un continuo a lo largo de la película y no hay prácticamente plano en la película que no haya sido seleccionado con un rigor estético que, si no suple la visita a la ciudad, sí que se parece al sucedáneo de visita más exquisito imaginable. Me ha traído a la memoria una sensación idéntica a la que experimenté cuando vi Escondidos en Brujas, de Martin McDonagh, y me enamore de una ciudad que, sí, puede parecer “de postal”, pero ello no le quita ni un ápice de la belleza propia de su arquitectura y su diseño urbanístico. La accidentada historia de amor entre los personajes de Summertime se funde con la ciudad en un crescendo que nos permite “sentirnos” presentes en la ciudad con una naturalidad total: respiramos sentimientos y admiración estética al unísono, como si tener los primeros y dejarse arrebatar por la segunda fueran las famosas dos caras de la misma moneda. He de reconocer que durante muchos momentos de la película temí que la Hepburn cayera en el fracaso del ridículo al que parecía abocarla la interpretación de la ingenuidad más típicamente naíf, un estereotipo de la mujer ensoñadora, al estilo de la Blanche de Un tranvía llamado deseo, pero más contenida. En última instancia, abona este juicio el hecho de que llegue al hotel -inexistente en la realidad, se ruedan en tres sitios distintos las escenas de la pretendida Pensión Fiorini- y lo primero que saque de su maleta es una botella de bourbon… ya empezada, by the way, como se aprecia claramente. Con todo, y a pesar de la enorme dificultad que presenta el personaje, la Hepburn consigue encontrar una pluralidad de registros que la acreditan como la grandísima actriz que fue a lo largo de toda su magnífica carrera. En ningún momento infringe la ley de la verosimilitud y en todos sabe hacernos llegar con toda su crudeza e ingenuidad  el drama psicológico de una sedienta de estética y de amor, por más fugitivos que puedan ser ambos en la vida de una persona que, como la de la protagonista, mira más hacia el pasado que hacia el futuro, y de ahí el final de la película. Esas tomas subjetivas de la ciudad son algo así como la construcción del pasado que está llevando a cabo la protagonista, lo que será el consuelo de su vejez inminente. No se me pregunte por qué, pero el personaje de Summertime me recordó mucho el de Maggie Smith en  Los mejores años de Miss Brodie, de Ronald Neame. Ha sido una asociación que me surgió impremeditadamente y que, sin duda, quizás no venga a cuento, porque son muchas las diferencias entre ambos personajes, pero, insisto, advierto un sutil corriente de idealismo ingenuo que los emparenta. En cualquier caso, y al margen de interpretaciones traídas por los pelos, la película es una pequeña obra maestra de David Lean que nada tiene que envidiarle a Breve encuentro, esta vez, sin embargo en el reino de un color casi táctil. Sería injusto que no destacara el papel ajustadísimo de latin lover atípico que interpreta Rosanno Brazzi, un amante nada edulcorado y con una presencia que le da la réplica perfecta a la Hepburn. Renato, el personaje de Brazzi, no lleva un nombre fortuito, y ha de entenderse en clave simbólica: “renacido”, porque al establecer contacto con él la soñadora turista usamericana, renacen ambos, la solitaria y el malcasado. Voy camino de ver la obra completa de Lean, pocas me quedan ya, y ni siquiera la que aparentemente puede considerarse más floja, Madeleine, deja de verse con sumo agrado. Recuerdo que la película anterior a Summertime fue El déspota, ya criticada en este Ojo, otra obra maestra de este director tocado por la varita del genio.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Una maravillosa farsa grotesca de Lubitsch: “La princesa de las ostras”.


La coreografía del surrealismo: La princesa de las ostras o una divertidísima ópera bufa temprana de un genio del género más difícil: la comedia.

Título original: Die Austernprinzessin
Año: 1919
Duración: 60 min.
País: Alemania
Dirección: Ernst Lubitsch
Guion: Ernst Lubitsch, Hanns Kräly
Música: Película muda
Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)
Reparto: Victor Janson,  Ossi Oswalda,  Harry Liedtke,  Julius Falkenstein,  Max Kronert, Curt Bois.


Aunque son dos las películas que he visto, una detrás de otra, de Ernst Lubitsch, en estupendo programa doble mudo, prescindo de No quiero ser un hombre, también con Ossi Oswalda como protagonista absoluta, en un caso de travestismo desafiante, casi diez años después de que Magnus Hirschfeld inventara ese concepto, pero que no tiene ni la garra ni la gracia de La princesa de las ostras, y me quedo con esta,  una comedia alocada, casi delirante, muy próxima al cine cómico de la Keystone y probablemente alguna influencia hubo de tener en las grandes películas, por venir, de Charlie Chaplin, sin duda. El comienzo de la película, con el magnate de las ostras siendo “atendido” por cuatro esclavos negros que , alternativamente, le sirven el puro, el café, le limpian la boca y le peinan, en una escena casi de Tiempos Modernos, da a entender de todas todas el magnífico espectáculo que el espectador va a tener la oportunidad de ver. Estamos en presencia de un delicado arte del gag visual, al que se suma, aunque torpemente, el lingüístico de los títulos intercalados, anticipación de lo que luego serían, durante el sonoro, los brillantes diálogos de sus comedias. La historia, sumamente disparatada, nos narra la desesperación violenta de la hija del magnate porque la hija de otro magnate, el del betún, se ha casado con un príncipe. El padre -la madre no existe, por cierto- le promete a su hija que le comprará un príncipe. Y aquí se inicia un enredo que nos va a llevar, a través de un constante juego de gags divertidísimos, desde la surrealista agencia matrimonial a la que se recurre para “comprar” el príncipe en cuestión, a la inevitable suplantación de personalidad en la que, sin siquiera pretenderlo, se ve envuelto el criado del príncipe arruinado que ha ido al domicilio del rey de las ostras para inspeccionar de qué se trata el negocio de la hija casadera. Esta, tan desesperada por contraer matrimonio, toma al criado por el príncipe, aunque le contraríe que sea “tan poca cosa” y tan feo, y se casan, no sin antes haber pasado por el calvario de la espera a que la novia se aseara y se engalanara para la ocasión, una secuencia, la del baño, llena de sensualidad y de insinuación,  muy atrevida para 1919. Todo ello, y es marca de la película, con una coreografía de innumerables extras que llenan los estupendos decorados de una puesta en escena apropiadísima para la historia. La interpretación de todos los personajes está en las antípodas del naturalismo realista y casi cualquier reacción se acepta como una muestra de espontaneidad normalísima que a nadie sorprende y que todos acatan con total complacencia. Las escenas afortunadas del banquete y, sobre todo, del baile de boda, ¡una epidemia de foxtrot! que invade todas las salas del palacio, la cocina incluida, son deliciosas, como la orquesta en la que nos sorprenden instrumentos tan peculiares como un tronco serrado o una cara donde se ejecutan los guantazos de percusión, como si fuera un gong…En acción paralela, el príncipe sale de juerga con unos amigos y, sin comerlo ni beberlo, acaba recogido en el palacio, donde tiene lugar una divertidísima sesión de las damas redentoras de alcohólicos, quienes abren su sesión brindando por el éxito de su misión, naturalmente. En cuanto aparece el príncipe, aunque beodo, todas las jóvenes redentoristas quieren encargarse de su redención. Al final, dirimido por vía de un combate múltiple de boxeo, es la protagonista, una eficacísima y tremendamente cómica Ossi Oswalda quien se lleva el príncipe al agua, esto es, a la cama, donde acaba siendo sorprendida por su legítimo esposo, el príncipe… que no lo es, lo que, como si hubiera sido por poderes, acaba confirmando a los dos tortolitos que sí, que están casados “realmente”. El ajustado metraje de la película, una hora justa, permite mantener el frenético ritmo de la narración sin que en ningún momento haya tiempos muertos, impropios de una comedia alocada de este tipo. Los movimientos de masas, las interpretaciones individuales, los decorados y el ingenio narrativo de Lubitsch hacen de esta película, La princesa de las ostras, una comedia a la altura de muchas que son tenidas por muy grandes en la Historia del cine y que no le llegan a esta ni a la altura de la carcajada. Mi hija ya se ha comprometido a verla conmigo, ella, tan reacia al cine mudo y al cine en blanco y negro, pero  estoy convencido de que acabará riéndose de tan buena gana como lo he hecho yo. Y estoy deseando volverla a ver. 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Los límites de Dios: “My Father, my Lord”, de David Volach.


Una miniatura de la opresión y el dolor: My Father, my Lord o la asfixia de la fe, entre Bergman y Vermeer.

Título original: Hofshat Kaitsaka
Año:2007
Duración: 72 min.
País: Israel
Dirección: David Volach
Guion: David Volach
Música: Michael Hope, Martin Tillman
Fotografía: Boaz Yaacov
Reparto: Assi Dayan,  Sharon Hacohen Bar,  Eilan Grif.


Imposible me parece hacer la crítica de esta película sin revelar lo que le da sentido a una introducción morosa e indispensable que nos retrata la vida cotidiana de una familia ultraortodoxa judía cuyos actos, todos, están sometidos al dictado de la Torá. Que nos llegue esa vida a través del despertar a la vida de un niño acentúa aún más la transgresión que supone la película, porque no habrá sido del agrado de esa comunidad, me imagino, a pesar de contar con financiación estatal y haber sido premiada dentro y fuera de Israel. Es cierto que David Volach parece adoptar una cuidadosa neutralidad ante lo que ocurre y deja que las cosas sucedan ante nuestros ojos sin tratar de condicionar nuestra respuesta. El rabino, su mujer y su hijo son filmados casi con espíritu documental, con una objetividad a veces incluso marmórea, que los retrata, gesto a gesto, en una convivencia a la que, al menos la mujer y el hijo, parecen someterse con ciertas reservas. La amenaza de que la idolatría entre en la casa, a través de un cromo canjeado en el patio escolar, por ejemplo, se convierte en paradigma de las infinitas restricciones de quienes han de ajustar sus vidas a los preceptos milenarios de una narración escrita en el exilio de Babilonia y conservada en formol a través de las generaciones. El papel del rabino, enterrado literalmente bajo una montaña de libros y de papeles que consulta constantemente para preparar sus sermones en la sinagoga, los midrashim o intentos de explicación de los libros sagrados. Hay, pues, una vida ritual que se cumple escrupulosamente y de la que las salidas del niño a la escuela talmúdica constituyen una suerte de desahogo que van introduciendo en su cerebro en formación no pocos interrogantes, como, ante la insistencia del perro de una mujer que es llevada al hospital en una ambulancia por hacer el viaje con su dueña, si los perros tienen alma y si hay un cielo para ellos. Del mismo modo, la atracción por  un nido con algunas crías que observan en un árbol a través de las ventanas de la escuela conduce a un diálogo sobre la ausencia de la madre que acongoja al hijo, teniendo en cuenta que la Ley, según el padre, prescribe que, antes de acceder a las crías, se ha de ahuyentar del nido a la madre. Si la figura del hijo permite tejer un relato de las limitaciones hermenéuticas de la Torá ante el deslumbramiento que produce la realidad en el hijo, es la figura de la madre, sin embargo, que cuida de él con verdadera devoción, la que mantiene una extraña ambigüedad a lo largo de toda la acción, como si intuyera que su sometimiento voluntario puede ser refutado por cualquier acontecimiento extremo que haga titubear su fe. Que es lo que ocurre. El mimo intimista con que David Volach nos ofrece los códigos de comportamiento de los dos personajes adultos, soterradamente enfrentados en cuanto a la educación del hijo se refiere, construye una película de enormes silencios liberadores frente a los preceptos tajantes de la Ley divina personificados en el rabino que la impone. Todo discurre, pues, bajo esa normalidad preceptiva, rigurosamente preceptiva, hasta que un episodio trágico tiene lugar. Él revelará las carencias de lo establecido y la fragilidad de las creencias, reforzando el poder de sentimientos que van más allá de dichas creencias. Las piezas de la banda sonora de Herman Langschwert, sobre todo la pieza para violencelo Notre Dame, que cierra la película, es un factor compositivo como hacía tiempo que no percibía en una película. La educación en la sumisión siempre deja mal sabor de boca, y en esta ocasión ni siquiera la belleza de las imágenes o la propia música nos sirven de consuelo. Se sale de ella destrozado espiritualmente, pero con un final que deja abierto el camino a la esperanza, a pesar de los pesares, de los desgarradores pesares. Y no puedo decir más, lo siento. Hay que verla.

La irrenunciable llamada del arte: “Soberbia”, de Albert Lewin.


Sobre el molde  de Gauguin, una excelente exploración de la vida compleja del artista: Soberbia o la esclavitud del arte que no admite componendas ni competencia.

Título original: The Moon and Sixpence
Año: 1943
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Albert Lewin
Guion: Albert Lewin (Novela: W. Somerset Maugham)
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: John F. Seitz
Reparto: George Sanders,  Herbert Marshall,  Doris Dudley,  Eric Blore,  Albert Bassermann, Florence Bates,  Steven Geray,  Elena Verdugo,  Mike Mazurki.


Albert Lewin fue un director de carrera corta, apenas 6 películas que constituyen una suerte de plano inclinado hacia la insignificancia artística, porque desde su prometedor debut con esta Soberbia soberbia, llena de autenticidad, experimentación y delicadeza narrativa clásica, su obra fue perdiendo fuelle y ganando insignificancia, hasta llegar a su última película, El ídolo viviente, basada en una novela suya, rodada con un presupuesto ínfimo y obteniendo un fracaso de público absoluto. Soberbia está basada en una novela de Somerset Maugham, un autor de obras al tiempo interesantes y  muy populares en los años 40, destacando entre todas ellas El filo de la navaja, cuya versión cinematográfica, dirigida por Edmund Goulding fue también un gran éxito de crítica y de público. Al igual que en aquella, también en Soberbia aparece un actor superdotado, Herbert Marshall, de quien se pierde la cuenta de los papeles brillantes que interpretó. Si le sumamos la participación de George Sanders, otro verdadero monstruo de la pantalla, tenemos el resultado que tenemos. Sí, ya lo sé, me hago pesado con esto de la importancia de la ópera prima en la carrera de los directores, pero mi breve experiencia como crítico cinematográfico creo que me amerita para sugerir que algún ensayo debería calibrar la importancia del debut en el devenir de un director: hay quienes lo dan todo en él; hay quienes apuntan maneras; hay quienes todo lo bueno que exhiben con posterioridad tiene como objetivo intentar hacerse perdonar la ópera prima; hay quienes debuta  y se despiden; hay quienes…, en fin, que, como se advierte, ese género -si así lo podemos llamar- de la opera prima da de sí la suyo para sacarle jugo a las muchas posibilidades que ofrece a la mentalidad analítica de un crítico con buen juicio y ningún prejuicio. Albert Lewin, ya lo he dicho,  dirigió cuatro películas excelentes: Soberbia, El retrato de Dorian Gray, Los asuntos privados de Bel Ami y Pandora y el holandés errante y luego se eclipso en otras dos que, sin embargo, si me caen en las manos en Tallers 79, tengo intención de ver para cerciorarme por mí mismo de sus defectos: Saadia y El ídolo viviente. Lewin fue profesor de Literatura después de haberse graduado nada menos que en Harvard. Esa formación intelectual lo lleva a decantarse por la mejor literatura para construir algunas de sus películas y a exhibir su propio puntito creador en Pandora… y El ídolo viviente, por ejemplo, muy desiguales en cuanto a resultados. Soberbia ha de leerse como una biografía encubierta de Gauguin, pero lo suficientemente distorsionada como para no restarle individualidad ontológica al personaje creado por Maughan, un hombre que triunfa en la sociedad londinense como corredor de bolsa y que, siguiendo la llamada imperiosa de una vocación artística recién descubierta, lo deja todo y se instala en París, pasando todo tipo de privaciones, para seguir el dictado de esa vocación, sin estar nunca seguro de que su arte llegue jamás a gozar del estatuto de las grandes obras artísticas. Frente a él, un amigo de la mujer, novelista de profesión, decide representarla en una embajada llamada a hacer reflexionar al “artista” sobre la situación en que deja a s mujer y a sus hijos. La conversación entre ambos, muy propia de aquel explorador de psicologías que fue Maughan, es una delicia británica incomparable, llena de su famoso wit y de una delicadeza de maneras que enfrenta, sin embargo, dos mentalidades opuestas: la del novelista, celoso de su acatamiento realista de los imperativos sociales a los que se debe, como fundamento del orden social, y la del “rebelde” que se pone ese mundo por montera y se enfrenta a lo desconocido -la miseria incluida- para ser fiel a su destino personal, por tarde que se le haya revelado. La narración se estructura en función de los encuentros entre ambos artistas, tan diferentes. El pintor, altivo, soberbio, endiosado en su determinación de intentar lograr una pintura auspiciada por un ídolo tribal asiático que ha encontrado en un bazar, enferma y es recogido por un colega de vocación que vive de encargos al gusto de los clientes, frente a esa misteriosa pintura inclasificable que el artista comprometido con su arte ni siquiera se digna enseñar a los demás. La mujer, que también fue recogida en su momento por ese pintor apocado y solidario hasta la médula, se niega a recibir en su casa al artista que representa la antítesis humana de su marido. Cuando se recupera, gracias a sus cuidados, y ella decide marcharse con el huésped acogido, confirmamos la índole de su incomprensible temor inicial. La unión dura poco y la separación incluye un intento de suicidio de la mujer quien, a resultas de los estragos del mismo, acabará muriendo, ante la indiferencia total del pintor, poco dado a dejarse llevar por sentimentalismos ajenos por completo a su determinación artística, en la que no parece haber cabida para nada ni nadie que no sea ese arte que decide perseguir en el espacio apropiado para que se manifieste: Tahití. Toda la parte isleña de la película está revelada con un tinte sepia que modifica el blanco y negro de las etapas londinense y parisina. Es otra manera de ver la realidad a la que llega el novelista, deseoso de saber el paradero del pintor y de conocer los resultados de su vocación artística. He de reconocer que el efecto de ensoñación conseguido por la tintura más me parecía un raro capricho del director que una medida coherente con la narración. Sin embargo, cuando el novelista descubre, a través del médico que atiende al pintor, que este sufre de lepra y que no tardará en morir, y a este le es dado contemplar las pinturas que decoran la choza donde el pintor convivía con una isleña con la que incluso había tenido un hijo, la irrupción del color para contemplar la obra tan largamente oculta a través del metraje de la película nos revela, finalmente, el sentido de la tintura de la película en esa parte isleña. La brillantez de una pintura, en el estilo totalmente identificado del propio Gauguin, se ofrece  como una revelación que, con todo, y como le hizo prometer el pintor a su mujer, no tendrá más destino que ser pasto de las llamas, en una última manifestación de la soberbia del pintor, incapaz de considerar que su arte pueda ser compartido, más allá del sentido que tenía como marco de su destino individual.  Hay en Lewin una sensibilidad especial para la creación de personajes que se acerca a la de un Max Ophüls, por ejemplo, por más que la diferencia entre la puesta en escena de uno y de otro sea enorme, pero tanto los encuadres como la morosidad con que la cámara se recrea en las manifestaciones corporales de las psicologías de los personajes, acercan a ambos. Tengo para mí que esta adaptación de la obra de Maughan, aun siendo obra primera del director, les ha quitado a muchos la tentación de un remake que, como suele suceder, hace más que buenas a las antecesoras. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Cine político de fuste en un debut revelador: “Sé quién eres”, de Patricia Ferreira


Un guion milimétrico, una realización contundente y unas interpretaciones brillantes: Sé quién eres o el dolor de la verdad que emerge de la niebla de la amnesia.

Título original:Sé quién eres
Año: 2000
Duración: 100 min.
País: España
Dirección: Patricia Ferreira
Guion: Inés París, Daniela Fejerman
Música: José Nieto
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Ana Fernández,  Miguel Ángel Solá,  Roberto Enríquez,  Ingrid Rubio, Manuel Manquiña,  Héctor Alterio,  Mercedes Sampietro,  Gonzalo Uriarte,  Luis Tosar.


Del intimismo que rezuma el encuentro entre una psiquiatra y un desconcertante paciente en un sanatorio mental gallego vamos ir ascendiendo en la escala del reconocimiento de los hechos hasta una película política sobre los movimientos golpistas en el Ejército que nos dejan sin aliento y sorprendidos por la eficacia narrativa con que hemos ido subiendo gradualmente, cada peldaño añade mayor y más sofisticada violencia, hasta ese conocimiento. Un enigma, un diagnóstico -síndrome de Korsakov-, y una revelación: la anagnórisis, a través de la noticia de un diario, de un viejo conocido que ha muerto “ajusticiado” por unos sicarios de difícil adscripción mafiosa o ideológica. Con ese planteamiento, más la súbita aparición de la policía en el sanatorio con la intención de llevarse al paciente a Madrid, se abre un camino de conocimientos que nos van a ir sorprendiendo cada vez más, hasta estallar todo en una trama política en el ámbito militar que nada tiene que ver con la primera ni con la segunda parte de la película. La segunda tiene que ver con la huida de la psiquiatra y el paciente para esconderse en un pequeño pueblecito, acogidas por una veterinaria amiga de la psiquiatra, una Ingrid Rubio que, como todo el reparto, desde Ana Fernández hasta Roberto Enríquez, pasando, sobre todo por Miguel Ángel Solá, cumple a la perfección con su cometido, incluido un secundario Luis Tosar, aún lejos del protagonismo en películas como Te doy mis ojos, de Bollaín o Celda 211, de Monzón. La puesta en escena se aprovecha de unos exteriores campanudos, tanto en Galicia, la secuencia del baño del protagonista en la playa desierta es espectacular, como en el pequeño pueblo donde se refugia junto a la veterinaria. Después, en la parte madrileña y en el ambiente militar, la sobriedad de esos ambientes castrenses contrasta, por ejemplo, con el exótico restaurante donde vive la exmujer del protagonista, del asesino amnésico cuya colaboración fue indispensable para hacer saltar por los aires al padre del coprotagonista del último tercio de la cinta, un local en el Rastro, captado en todo su esplendor “de barrio”. La película se adentra en una trama en la que se desvela la participación del estamento militar en la eliminación de quienes, considerados como traidores, trabajaban para la clase política pasando información pertinente sobre la agitación golpista instalada en las Fuerzas Armadas. Ahí es donde la película, hasta entones casi un mero thriller en el que resultaba difícil encajar las piezas para tener una visión comprehensiva de lo que estaba pasando, se revela como la obra meritoria que es, porque sin perder de vista en ningún momento el suspense que condiciona el comportamiento de los personajes, hay una indagación psicológica y política muy convincente en ese mundo oscuro sobre el que se escribe y se habla más de oídas que de datos, aunque haberlos, haylos. La realización de Ferreira me ha sorprendido gratamente. Por difícil que sea el tema tratado y complicada la estrategia de desvelamiento seguida, lo que nunca pierde de vista Ferreira es el hilo argumental de la recuperación de la memoria por parte del paciente, gracias a una medicación que “obra milagros”, sin desdeñar los posibles efectos secundarios que el protagonista, sin embargo, desprecia, si el precio es poder saber “quién es” su psiquiatra, en vez de olvidarlo en menos de lo que tarda en producirse una conversación. Gradualmente, pues, vamos descubriendo el papel que jugó el protagonista en unos hechos que se remontan más de veinte años atrás, y de ahí la importancia como lo vive un damnificado, quien perdió no solo al padre, también militar como él, sino a su madre y su hermana. La mente humana siempre es un desafío. Aquejada por un síndrome amnésico, más aún. En poco tiempo me he dado cuenta de lo mucho que supone el estreno en la dirección para los cineastas y cómo miman tanto su primer largo que hace difícil  la comparación con la obra posterior. No se trata solo de “dar lo mejor de sí mismos”, sino de la libertad con que abordan la realización, ausente, después, en la continuación de sus obras. Estos días, por ejemplo, anuncian Tierra firme, de Carlos Marqués-Marcet, cuyo tráiler vi el día en que fui a ver El artista, y ya me eché a temblar… Es todo un género, pues, el de la ópera prima. En este caso, Patricia Ferreira se luce lo suyo y deja al espectador con la “necesidad” de ver más obra suya. Ya veremos qué pasa cuándo otra caiga ante mi Ojo, tan crítico… Sé quién eres, eso sí que lo he visto claro, es una película que se sigue con un interés y con un gusto más que notables. Ferreira tiene la virtud de recompensar al espectador mediante la dosificación de las revelaciones, y aun después, por la historia cruzada de la víctima. En fin, muy digna de ser vista.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Desigual, pero atractiva y divertida: “El autor”, de Manuel Martín Cuenca.


La tragicomedia de la falta de talento: El autor o una mirada polanskiana al infierno de la esterilidad creativa en un marco grotesco.

Título original: El autor
Año: 2017
Duración: 112 min.
País: España
Dirección: Manuel Martín Cuenca
Guion: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (Novela: Javier Cercas)
Fotografía: Pau Esteve
Reparto: Javier Gutiérrez,  María León,  Antonio de la Torre,  Adriana Paz,  Tenoch Huerta, Adelfa Calvo,  Rafael Téllez,  Craig Stevenson,  Miguel Ángel Luque, Carmelo Muñoz Adame,  Domi del Postigo.


Dejemos de lado que a uno no le hubiera disgustado que apareciera Yago, el gallego de la Pasarela, con su latiguillo: “Señor Márquez”, porque siguiendo estas semanas la muy entretenida y también desigual Estoy vivo, la presencia de Javier Gutiérrez en una película se contamina automáticamente. He de reconocer, sin embargo, que el actor consigue dotar de verosimilitud suficiente a su personaje de escritor ambicioso y frustrado como para poder seguir la película sin que las imposturas habituales en este tipo de personajes nos echen para atrás. ¡Es tan difícil llevar al cine la actividad interior de la creación literaria! Es cierto que Álvaro responde a un cliché y que, por lo tanto, casi todas sus acciones están ensombrecidas por esa ausencia de espontaneidad genuina de los seres libres: vive atenazado por su pretensión literaria y a ella ajusta su vida milimétricamente. La película arranca con un excelente tono de comedia que llega a su clímax cuando, después de leer unas tópicas líneas, el profesor de escritura creativa, clases a las que lleva asistiendo durante tres años el protagonista, estalla en una de las escenas magistrales de la película, permitiéndose un chorreo al nada talentoso alumno que jamás ningún profesor, de esa materia o de cualesquiera otras, se permitiría, por profesionalidad. Dentro de esa farsa grotesca inicial ha de contabilizarse que la mujer de protagonista se haya convertido en la afortunada autora de un bestseller que narra la descomposición de un matrimonio que resulta ser el de ambos. La oficina siniestra de la notaría donde trabaja el protagonista, con un compañero de “celda” impagable, redondea un planteamiento que, por agotamiento, incluso, enseguida dará un giro hacia el drama desde una perspectiva muy de Polanski. Urgido por su profesor a que se empape de vida para poder escribir después sobre ella con “verdad” y con una voz propia reconocible, el aspirante a autor deja la vivienda familiar y se instala en un edificio en el que, desde su entrada en él, se dispone a ejercitar la curiosidad por sus vecinos para, finalmente, agarrarse a sus vidas con afán vampírico para exprimirlas después en una novela cuya tutela creativa le ofrece al profesor, quien le alabó un día en una clase la transcripción de una conversación literal de sus vecinos inmigrantes. La figura del profesor es siempre el contrapunto cómico del drama que vive el protagonista, cuya inseguridad crónica, por la falta total de talento, propicia los encuentros con la “autoridad” literaria cuyo poder sancionador es para él de vital importancia. La vida del inmueble, reducida a tres vecinos, la portera, los inmigrantes y un jubilado se despliega entonces en una doble vertiente, los intentos del protagonista de condicionar sus vidas y el reflejo literario de esos intentos. Con una deliberada hijoputez sin escrúpulos, el protagonista irá asumiendo progresivamente un papel determinante, sobre todo en la vida de sus vecinos, dos mejicanos a quienes se acerca con intención abierta de ayudarlos y oculta de hundirlos en la miseria y en una crisis que incluso podría resolverse por vía criminal. La conquista de la portera, que incluye un magnífico plano cenital de ambos desnudos en el lecho del adulterio, forma una especie de muy lograda micronarración conclusa dentro de la narración que forma parte de lo mejorcito de la película. Se trata de un poderoso impulso para confirmar la deriva sádica del personaje, cuya vida privada, ya desde que se instaló en el nuevo piso, se ha ido conformando alrededor del proyecto de novela, esto es, de su progresivo envilecimiento personal. El piso vacío, con algunos planos y secuencias muy logrados, como la del protagonista bailando la danza de la relajación para poder concentrarse en su mester literario, son capaces de generar una atmósfera cercana a la locura, a un trastorno delirante que se va acentuando poco a poco y que va a convertir la vida del protagonista en una sucesión de bajezas incalificables al servicio del supremo bien de la “gran novela” que saldrá de su menguado ingenio. Me ahorro el final, porque es excelente, y sería una ruindad que lo revelara. He escogido dos conceptos, “desigual”, porque los altibajos, de tono y de ritmo son evidentes, hay  no pocos momentos muertos que apenas permiten “dibujar” personajes y que tampoco colaboran al servicio de la acción, y “atractiva”, porque el desarrollo e la historia permite acompañar la peripecia vital-creativa del protagonista con notable interés, a pesar, ya digo, de esos altibajos que suponen una especie de remansos, a menudo grotescos y divertidos, en el progreso de la acción. El reparto, en su conjunto, está perfecto, y todos contribuyen, especialmente, ya digo, la portera, Adelfa Calvo,  en una interpretación que huele a mejor actriz secundaria para los Goya. La canción que acompaña los títulos de crédito, de José Luis Perales es muy hermosa, y anticipa, en cierto modo, el drama íntimo que vamos a ver en la pantalla. En conjunto, El autor es una película muy digna de ser vista, pero a la que, acaso, el exceso de localismo le pase una factura que no debería.