martes, 7 de noviembre de 2017

La larga sombra de Dreyer: “El manantial de la doncella”, de Ingmar Bergman.




Entra la antropología y el milagro: El manantial de la doncella o los renglones torcidos de Dios.

Título original:  Jungfrukällan (The Virgin Spring)
Año: 1960
Duración: 88 min.
País: Suecia
Director:Ingmar Bergman
Guion: Ulla Isaksson
Música: Erik Nordgren
Fotografía: Sven Nykvist (B&W)
Reparto: Max von Sydow,  Birgitta Valberg,  Gunnel Lindblom,  Birgitta Pettersson,  Axel Düberg, Allan Edwall,  Tor Isedal.


¡Qué feliz me hace no haber visto, cuando lo hacían los demás con admiración gregaria, ciertas películas que exigen una maduración en la espectaduría cinematográfica cuyo punto óptimo, para según qué películas, no se alcanza sino tras una larga experiencia de espectador y aun de crítico! Es el caso de la presente, El manantial de la doncella, una película que, frente a Fresas salvajes, que la antecede cronológicamente, y obra maestra indiscutible, consiguió el Oscar a la mejor película extranjera, algo que, sorprendentemente, volvería a conseguir al año siguiente con Como en un espejo, tiene su antecedente, en la obra de Bergman en El séptimo sello, una de las grandes películas del autor con el mayor número de grandes películas de la Historia del cine, probablemente, junto con Kurosawa. La Edad Media, una narración en forma de cuento, unos personajes retratados con un naturalismo hiriente y escrupuloso, la tensión entre la fe y el silencio de Dios, la necesidad de la venganza y los ritos y símbolos de un cristianismo tan ascético como la propia vida cotidiana, regida por la escasez, el trabajo y unas relaciones jerárquicas inviolables, además de por la fatalidad que acaba presidiendo los actos más inhumanos imaginables. Desde el comienzo de la película, a través de la ínfima posición social de una mujer que, a pesar de la deshonra de su embarazo -probablemente obra del Señor de la casa, según se insinúa más adelante-, es aceptada en la casa en la que sirve como criada, nos introducimos de lleno en un mundo de pasiones muy profundas que se revelan a través de la impresionante fotografía en blanco y negro de un maestro como  Sven Nykvist, autor, en buena medida de ese “sello Bergman” capaz de revelarnos la intimidad absoluta de un personaje a través de un perfil, una mirada, un picado, un claroscuro del rostro, expuesto como un estampado de sensaciones y, muy a menudo, de inquisiciones o despechos. La hija de los señores es la encargada de llevar las velas a la iglesia para la gran festividad solemne del año. La criada prepara un pan para el camino en el que introduce un sapo, aunque no sabe que irá con ella como compañía, para atravesar el bosque camino de la iglesia. El encuentro de la hija, ataviada como una princesa, con tres pastores siniestros, tres hermanos, uno de ellos mudo, el otro niño y el que habla entre sátiro y tímido, va a provocar una tensa situación en la que la joven, llena de un candor sin malicia, acepta compartir con ellos su comida en un claro del bosque. Cuando acaba dándose cuenta de la profana intención de los pastores, abusar sexualmente de ella, intenta escapar, pero los hermanos la acorralan y acaban perpetrando el delito, tras lo cual, antes de que pueda escapar, la matan con un golpe en la cabeza. Toda la escena nos es ofrecida desde el punto de vista de la criada, quien ha asistido, escondida, a la terrible ceremonia infernal, con una piedra en la mano que, cometida la violación, deja caer al suelo, rendida a su cobardía. Los pastores desnudan a la joven y se llevan sus ropas para venderlas. Después, aparecen en la casa de los padres, donde piden cobijo para pasar la noche, que se presenta intolerablemente fría y desapacible. Los pastores, que ignoran dónde se hallan, aunque cuando se los invita a la mesa comunal para la cena, parece que se acerquen a la mesa de la última cena, un plano que un año más tarde aparecería, calcado, en Viridiana, de Buñuel, acaban enseñándole los vestidos a la señora de la casa para vendérselos. Esta los cierra y lleva los vestidos, algo manchados de sangre, a su marido. Y entonces se inicia la espectacular ceremonia de la venganza que se abre con una secuencia antológica: la poda de las ramas de un abedul joven, a primerísima hora del día,  contra el que el protagonista se abalanza para tumbarlo en uno y otro sentido contrarios de modo que ceda a la presión y llegue a tumbarlo en tierra para poder cortar sus ramas, con las que se flagelará durante un baño de agua caliente, como un baño lustral, para prepararse para la venganza. Se trata de una suerte de ballet de extraño poder magnético. El plano fijo permite concentrar toda la atención en ese intento exitoso de “doblegar” a la naturaleza, que parece parangón de la violencia que ha de hacerse el protagonista a sí mismo para, venciendo una espontánea inclinación cristina al perdón, prepararse para la venganza total.  Está junto a la criada, que no deja de repetir, compungida, que ella deseaba que aquella violación terrible pasara, que lo deseaba profundamente; pero ese remordimiento no parece impresionar al Señor de la propiedad, quien, vestido para la ocasión y con un arma doméstica, el cuchillo de cortar la carne, se dispone a enfrentarse con los tres hermanos para matarlos. La historia tiene toda la estructura de una fábula milagrera, pero el nivel realista de la puesta en escena, de la violencia y de las sencillas psicologías de los protagonistas, que nos llegan a través de unas poderosísimas imágenes, nos permiten ver la película como un hecho ritual y casi como una lección antropológica. La puesta en escena está llena de detalles de carácter descriptivo o simbólico, como ese techo que se abre a las estrellas como chimenea del hogar alrededor del cual se articula la vida de una casa primitiva, o como el cuadro de un cristo en bajorrelieve lleno de un dramatismo tan acentuado que el espectador no puede por menos que ponerlo en relación con la violencia extrema de la historia. El final, cuando descubren el cadáver de la joven y, al levantarla del suelo brota un manantial que “marca” el lugar como lugar “santo”, corona una película en apariencia sencilla, pero traspasada toda ella de una lucha profunda entre el ser y la divinidad, quien acaba manifestándose a través del agua que corre… Para que se entienda con claridad el nivel de intensidad dramática y religiosa de El manantial de la doncella, solo hay que fijarse en la siguiente película que rodó Bergman: El ojo del diablo, un “juguete cómico” delicioso que toma la figura de Don Juan como inspiración para una obra llena de encanto e inteligencia. Está claro que, después de El manantial…, Bergman se merecía una compensación amena y divertida; y los amantes de su cine también.

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