Un drama sin contemplaciones sobre la redención social: Refugio de criminales o la vida junto a
los marginados de un jesuita ejemplar: Charles Dismas Clark.
Título original: The Hoodlum
Priest
Año: 1960
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Irvin Kershner
Guion: Joseph Landon, Don Murray
Música: Richard Markowitz
Fotografía: Haskell Wexler (B&W)
Reparto: Don Murray, Keir
Dullea, Larry Gates, Logan Ramsey,
Don Joslyn, Cindi Wood, Sam
Capuano, Vincent O'Brien, Alan Mack,
Lou Martini.
La película de Kershner,
producida por Don Murray, quien también escribió el guion, junto con Joseph
Landon, aunque lo firmó con pseudónimo, Don Deer, el que usó como apodo cuando
era atleta de pista universitario, es una biografía que se fija en la vida y
obra del sacerdote jesuita usamericano Charles Dismas Clark, quien logró reunir
fondos para construir un hogar, “Dismas House”, usando su segundo nombre como
evocación del Buen ladrón bíblico -en castellano simplemente Dimas-, donde
atender a los jóvenes delincuentes recién salidos de la cárcel e incluso a quienes
estaban a punto de delinquir. La película tiene un excelente planteamiento,
porque una pareja de delincuentes se presenta en una habitación donde un hombre
interroga al joven recién salido de la cárcel, el debutante Keir Dullea,
ecelente actor de obras como 2001, una
odisea del espacio, de Kubrick o El
rapto de Bunny Lake, de Preminger,
a quien acorrala a
preguntas sobre su capacidad para dar el golpe que planean ambos jóvenes. La
secuencia acaba con el ngterrogador acabando de vestirse y colgándose del
cuello el alzacuello de sacerdote, lo que deja completamente descolocado al
espectador, quien ignora si se las halla ante un delincuente que se hace pasar por
sacerdote para cometer sus fechorías o ante el sacerdote de más extraño ministerio
que le haya sido dado imaginar. No tarda mucho en darse cuenta de que, en efecto, el padre
Charles Dismas Clark, que es capellán de prisión, tiene una relación sui
géneris con los jóvenes delincuentes, a quienes en ningún momento intenta
persuadir de que no cometan los delitos que quieren cometer, si bien trata de
convencerlos de que los cometan de la manera más profesional posible y, a ser
posible, sin que la comisión de los mismos acabe encerrándolos entre rejas. Por
supuesto, pone a su alcance la posibilidad de encontrar trabaos honrados que
les aparten de la vida del delito, pero no entran, en sus métodos particulares,
los discursos lleno de moralina e idealizadores de las satisfacciones morales que
depara la senda de la virtud, sobre todo para quienes no han gozado de muchas
oportunidades de formación ni de los estímulos indispensables para acogerse al
camino común del respeto a la ley. La película tiene mucho de testimonio, pero
en ningún caso se confunde con un documental ni tampoco peca de sensiblera o
hagiográfica, antes al contrario, muestra con sobria dureza la facilidad con
que la vida de un joven en esos ambientes de la delincuencia, a veces de tipo
menor, puede complicarse hasta llegar incluso al asesinato, con el drama
consiguiente que incluye la existencia de la pena capital a la que el joven,
finalmente, en escenas muy emotivas, ha de hacer frente. Aunque es un
ingrediente importante, el asunto de la pena de muerte, y Kershner consigue
crear una severa angustia en los espectadores, gracias al uso implacable del
primer plano y a la excelente interpretación de Dullea, el eje de la película
es la lucha ante la Justicia del padre Clark para intentar acoger a esos
jóvenes que necesitan una oportunidad de normalización social para no caer en
la red de la delincuencia. La película de Jerry Lewis que crtiqué no hace mucho
vendría a ser algo así como el reverso humorístico de esta cruda realidad que
la película de Kershner nos ofrece con impresionante dramatismo. El contrastado
blanco y negro la acerca a clásicos del género policiaco, y las secuencias del
robo y de la persecución policial, con el posterior acorralamiento policial del
sospechoso en un edificio en ruinas, tienen un ritmo excelente. No en vano,
Kershner destaca, sobre todo, por su profesionalidad. No se advierte un estilo
propio, pero sí una solvencia y una contundencia que, como en el caso de la
secuencia de la reunión con el juez, el fiscal y el periodista que sigue de
cerca la obra del sacerdote, consigue un tenso debate sobre la capacidad redentora
de sus métodos frente a lo único que les ofrece la vía penal y judicial: el
desamparo, una vez cumplida su condena, tras haber aprendido en la cárcel a
perfeccionar su vida delictiva, un auténtico máster gratuito para la práctica del
mal, como vimos en Un profeta, de
Audiard, hace poco. Estamos ante una película en la que Don Murray se empeñó
personalmente y de la que podríamos considerarle el alma impulsora, además de
contribuir, como intérprete, con un
retrato entre burlón y convencido de las posibilidades benefactoras del
biografiado, quien, por cierto, murió dos años después de estrenarse la
película, que sirvió para lanzar su obra al estrellato nacional. Don Murray, un neoyorquino
de residencia a quien se le ofreció un papel de vaquero ingenuo y apasionado enamorado
en Bus Stop, de Joshua Logan, junto a Marilyn Monroe, en el que supo desenvolverse
con un grado de verosimilitud extraordinario, realiza una interpretación muy
convincente del jesuita Clark, acaso porque sabe conferir al personaje una
cercanía espontánea al mundo de los jóvenes delincuentes, sin importarle
acercarse a su lenguaje y a sus maneras para captar su confianza. Se trata, en
resumidas cuentas, de un esfuerzo de divulgación de una obra ejemplar, pero
también de llevar al seno de la sociedad un debate sobre la dimensión reeducadora
de los castigos a los jóvenes como alternativa al embrutecimiento de la
exclusiva vía penal. Ni siquiera en la biografía de Don Murray de la Wikipedia
o de la IMDB se destaca esta película lo que, a mi entender, se merece, aunque
tuvo su reconocimiento en el festival de Cannes, por cierto, donde gano el
premio de la Oficina Católica Internacional de Cine. Una película que va más
allá del biopic y a la que acaso un
director más creativo le hubiera dado una dimensión mayor, sin que ello
menoscabe la labor de Kershner, por supuesto, muy ajustada al guion y al claro
mensaje social del mismo. Anécdoticamente, me ha llamado la atención que en
inglés nuestro Dimas, el buen ladrón, sea Dismas,
sobre todo cuando es palabra que proviene del griego, en el que está ausente la
s postónica de la primera silaba: Δήμας.
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